– ¡Vaya, aquí tenemos otra vez a la señora! -ríe desperezándose.
Soria me presenta:
– Éste es el amigo del que le he hablado.
El tendero me mira de frente. Al entreabrirse, su belfo descubre una boca de alcantarilla que asfixiaría hasta a un buzo.
– Tu amigo tiene cara de madero, señora.
– Exacto -reconozco-. ¿Pasa algo?
Se encoge de hombros.
– No pasa nada. A mí me da igual un polizonte que un repartidor de pizzas. ¿En qué puedo servirles, señora y señor?
Clavo mis ojos en los suyos.
– La señora dice que conoce a SNP.
– Así es. Me tiré siete años en el trullo, tres con ese porculero.
– ¿Se puede saber por qué lo condenaron?
Las cejas se le juntan de indignación.
– ¿Y qué más? Si le parece, también le cuento cómo me casé. La hice y la pagué, lo demás no es asunto suyo. ¿Viene a preguntar por mí o por otro?
– Por SNP.
Tiende la mano a Soria.
– Misma tarifa, señora.
– Ya he pagado.
– No se puede volver a ver la misma película con una sola entrada.
– Hay cines de sesión continua -le señalo.
Pone mala cara. No esperaba tanta pertinencia por mi parte.
– Pero en ésos no echan mi película -me replica.
– No es prudente extorsionar a un poli.
Se le desorbitan sus ojos de batracio, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
– Escúchame bien, madero. Yo me paso por el forro a los polizontes, a los chivatos y las leyes de la república. Cuando no tengo donde caerme muerto, al cerdo del alcalde le importa un pito. Y cuando no tengo para pagar el alquiler, no hay un puto cabrón que me eche una mano. Cada cual lleva sus asuntos a su manera y se las apaña como puede. A mí no me vaciles. Si quieres que hablemos, suelta la pasta; y esto es lo que hay, que no estoy para bromas. Para serte sincero, si la señora llega a decirme que eres un pasma, no habría aceptado verte. No por miedo o cosas así, sino por principio: no trago a los maderos. Cada vez que veo a uno, me dan mareos durante varios días.
Mira a Soria:
– La pasta, señora.
Saca dos billetes de su bolso.
– El madero también. Aquí no hay favoritismos.
Me dan ganas de machacarle la jeta, pero temo fastidiarme la muñeca por lo dura que la tiene.
Soria obedece.
El fulano examina los billetes frente al sol para comprobar su autenticidad, los dobla y guarda en un bolsillo. Se le ensancha la sonrisa y sus ojos manifiestan un insano regocijo.
– ¿Qué quieren saber?
– Lo que sepas de SNP. Te aviso que, como no me quede contento, voy a recuperar nuestro dinero.
Hace una mueca, me enseña su dentadura podrida y desembucha.
– Como ya le dije a la señora, conocí a SNP en la cárcel. Por entonces, le habían echado la perpetua. Tenía entre veinte y veintidós tacos. Más o menos. Sabíamos por qué lo habían enchironado. Los guardias nos informaban de lo que contaba la prensa. Como se le consideraba muy peligroso, se le aisló. El tiempo justo para comprobar cómo se comportaba. Como no lo hizo mal, acabaron metiéndolo en mi celda. El director me tenía manía. Quizá intentaba que se me liquidara al más puro estilo carcelario. Durante las primeras noches me mantuve alerta. Ya me dirá, con la fama que tenía. Cuando se levantaba para mear, yo me ponía de espaldas a la pared. Con el tiempo, como no se pasaba conmigo, me fui confiando. A los dos meses, ya sabía que mi compañero de celda no era ningún peligro. Por supuesto, no me interesaba que se supiera. Todos estaban cagados de miedo, y yo tan tranquilo. Hasta contribuí a consolidar su leyenda contando por ahí que el fulano era totalmente imprevisible: pobre del que le tocara el día en que se le cruzaran los cables. Mientras tanto, SNP no salía de su mutismo. No decía esta boca es mía. Ni hola ni adiós. No hay duda de que estaba completamente grillado. Rumiaba sus intenciones y se las guardaba para él. Una vez, en las duchas, le pasé mi pastilla de jabón. No esperaba que la aceptara. No me dio las gracias, pero me quité un gran peso de encima. Una noche, sin que me lo esperara y sin motivo, me dijo cómo se llamaba, de dónde venía, y me habló vagamente de una matanza a la que había asistido. No me lo podía creer. Al día siguiente, mientras comíamos en el refectorio, vino por detrás y me clavó un trozo de cristal de diez centímetros en el costado. Nunca entendí por qué. Me ingresaron en la enfermería en estado de coma. Cuando salí, SNP ya no estaba allí. Lo aislaron durante una temporada y luego lo trasladaron a un asilo para deficientes mentales.
Soria abre su cuadernillo de apuntes y lee:
– Se llamaba Belkacem Talbi, ¿no es así?
– Así es. También sé que nació en Sidi Ba y que perdió a toda su familia en una matanza.
– ¿Cómo puede ser que recuerdes su nombre después de tantos años? -le pregunto atropelladamente.
– La única vez que he estado a punto de irme para el otro barrio ha sido por el pinchazo que me dio. Si hay una cara que no puedo olvidar, es la suya.
– ¿Te obligó a que no desvelaras su secreto?
– A mí no me obliga nadie. Si me hubiese vuelto a encontrar con ese hijoputa al regresar a mi celda, me lo habría cargado de inmediato. Esto jamás se lo perdonaré… Si hasta ahora me he callado, es porque no veía motivos para hablar. Sólo cuando vino a verme la señora a remover mi pasado, vi que algo le podía sacar.
– ¿Y de la matanza?
– Ocurrió de noche. Unos energúmenos armados irrumpieron en su casa. Les dijeron que venían para protegerles, a él y a toda su familia. Se los llevaron a un bosque y allí los degollaron uno tras otro. SNP aprovechó la confusión para huir. Lo persiguieron dos hombres sin conseguir darle alcance.
– ¿Contó el motivo de la matanza?
– No, era como si delirara. No creo que se dirigiera a mí en particular. Hablaba, eso es todo.
– ¿No dio nombres, hizo alusión a algo, a algún acontecimiento que justificara tal matanza?
El tendero reflexiona.
– ¿Quiénes eran esas gentes armadas? -le pregunta Soria.
– No se lo pregunté. En mi opinión, eso ocurrió durante la guerra de liberación. Sólo entonces la gente iba armada hasta los dientes.
– ¿Recibía visitas?
– ¿Él? Ni una sola vez. Era un extraterrestre.
Soria me mira para saber si tengo más preguntas. Ya no me quedan, pero el individuo me ha entonado. Le digo que volveré.
– Ya conoces la tarifa, madero. Si quieres un abono, hasta puede que te haga un precio especial.
El segundo testigo se llama Habib Gad y vive en Muzaia, una minúscula localidad colonial, al oeste de Blida, donde dirige una empresa de subcontratación de obras.
No le hace la menor gracia ver cómo invadimos su ámbito chanchullero.
Se trata de un anciano bastante bien conservado, alto y fino como un mástil, con cara afilada y mirada de gavilán. Nos invita -mucho más para librarse de indiscreciones que por caridad musulmana- a que lo sigamos a una especie de cajón de madera contrachapada que llama su despacho.
Con un gesto de la cabeza, manda a paseo a una secretaria, que sale corriendo como si fuera un ratón, y luego, tras respirar hondo para contenerse, cierra la puerta y se apoya contra ella.
– ¿Estamos locos o qué, señora? Le hago una vez un favor y vuelve usted al día siguiente para amargarme la vida.
Soria, pillada de sorpresa, se muestra desconcertada por la actitud del cabo. Intenta comprender en qué ha metido la pata.
El anciano se quita los mocos con la muñeca, nervioso. Aspira por la nariz y menea la cabeza.
– Como esto siga así, señora, pronto se me vendrá encima un regimiento de chupatintas, y, ya puestos, ¿por qué no la radio y la tele? -protesta-. Creía que estaba trabajando en un libro.
– Es la verdad -le contesta ella.
Su brazo traza un arco fulgurante que se detiene en mí.