– ¿Entonces, qué hace este tipo aquí? Lo conozco, es un poli de Argel.
– ¿No es usted cabo? -le señalo.
– Ex…, ex cabo, si no le importa. Me jubilé hace diez años. Ahora trabajo por mi cuenta y no quiero problemas.
– ¿Qué pasa? -le pregunta Soria-. La última vez estuvo usted muy amable y dispuesto a colaborar.
– La última vez pensaba que estaba ayudando a una historiadora. Pero me ha mentido -se abalanza sobre un archivero metálico, agarra un periódico y lo suelta con fuerza sobre la mesa-. Usted no está preparando un libro, señora, lo que busca es un pelotazo televisivo -su dedo barre un titular de primera plana: Hach Thobane, víctima de un atentado-. Apuesto que es suyo.
– Le aseguro que no.
– Me da igual. Jamás se me habría ocurrido que SNP pudiese tener algo que ver con este atentado. Si lo llego a saber, ni le dirijo la palabra. Bastantes preocupaciones tengo con los impuestos, el municipio, los clientes, los acreedores y mis propios hijos.
Está fuera de sí.
Sólo mi presencia le impide agarrar a Soria de los pelos y arrastrarla por el suelo. La mira con rencor, y contiene sus fauces para no morder.
Soria intenta apaciguarlo, pero él la detiene con un gesto perentorio.
– ¡Lárguense de aquí ahora mismo! Y por las buenas. No quiero volver a verlos, ¿está claro?
– ¿Le han amenazado?
Mi pregunta le irrita ferozmente y desencadena una larga serie de tics en la barbilla.
– ¿Amenazas…, dónde estamos? Le digo que no quiero que se me mezcle en esta historia. Hasta el último gato sabe quién es Hach Thobane. Eso no le conviene a mi negocio.
– Nadie le está pidiendo que se las vea con él.
– Dios me libre. A mí me trae al fresco este atentado. ¿Acaso es mi problema que se lo cargue un antiguo presidiario o un conductor borracho? Me niego a que mi nombre se relacione por cualquier motivo con el de Hach Thobane en titulares. Trae mala suerte. Ese fulano tiene mal fario. No quiero que mi nombre figure junto al suyo ni para una fiesta de gala, ni para una circuncisión, ni para recibir honores, ni para la galería. Así de sencillo. He trabajado como un burro para montar a trancas y barrancas esta empresa, y no voy a mandar todo a paseo ahora que estoy a punto de consolidarla. Lárguense de aquí de inmediato. En cuanto a usted, señora, en mi puta vida la he visto.
– Le prometemos que…
Abre la puerta con gesto huraño y gruñe:
– ¡Váyanse, se lo ruego!
No insistimos y regresamos al patio, donde un camión está descargando cemento de contrabando. Soria se mete en su coche, me abre desde el interior y arranca. Su manera de tratar las válvulas me da idea del cabreo que lleva encima. Saca sus gafas de sol de la guantera y se las pega a la cara.
Echo una ojeada hacia atrás y sorprendo al cabo vigilándonos desde su cabina, con los brazos cruzados y mirada de odio.
– Le aseguro que su cambio de comportamiento me tiene estupefacta, comisario -me reconoce, una vez el coche en marcha-. La primera vez que nos vimos estuvo de una corrección y deferencia ejemplares.
– ¿Eso cuándo fue?
– Hace unos ocho días.
– No estaba al corriente.
– Por lo que se ve, no. Estaba totalmente dispuesto a ayudarme y me dejó dos números de teléfono para que pudiese localizarle en cualquier momento. Se sentía muy halagado porque le prometí citarlo en mi libro. ¿Cree que lo han amenazado?
– Lo dije por decir algo… A propósito, ¿cómo dio con él?
Adelanta primero a una furgoneta y luego contesta:
– Elemental. SNP fue juzgado y condenado, ¿no? Pues para eso están los archivos. Busqué la fecha y lugar de su detención, lo demás vino solo. El cabo Gad fue agente, entre 1969 y 1973, en El Afrún. Fue el primero en interrogar a SNP Aquella noche estaba de guardia. Al principio, pensó que era un chiflado. Pero SNP se negó a salir de la comisaría e insistió en que lo encerraran. El cabo tuvo que dar parte a su jefe.
– ¿Qué le contó que valga la pena?
– Que no se creía esa historia de asesino en serie. Desde luego, por aquella época una serie de crímenes enlutaron la comarca. Según Gad, se trataba de ajustes de cuenta entre familias rivales. Hubo cierta psicosis y las autoridades locales, más irritadas que preocupadas, fueron conminadas por Argel a poner término a esa sangría que perjudicaba la buena marcha de la revolución. La prensa se hizo eco del tema, y se montó un culebrón rocambolesco para entretener a unos lectores embrutecidos por discursos oficialistas y demagógicos. No se tardó en hacer del Dermatólogo el coco del triángulo Tipaza-El Afrún-Cherchel. El jefe de Gad se convirtió en el cazador oficial de la Bestia y, de ahí, en el niño mimado del culebrón. Cuando SNP se presentó en comisaría para entregarse, fue como un regalo del cielo. El comisario vio la oportunidad de su vida y no reparó en medios para ir quemando etapas. Según Gad, fue él quien obligó a SNP a confesar una serie de asesinatos, algunos de los cuales jamás fueron comprobados, y ni siquiera se produjeron en la zona. Gad está convencido de que SNP habría confesado cualquier cosa con tal de que lo encerraran. Le aterraba la idea de que lo soltaran. Se ocultaba cada vez que alguien entraba en la comisaría, como si se sintiera perseguido. Al comisario esa actitud no le preocupaba; por el contrario, condujo la investigación por los cauces que a él le convenían. Argel, encantada de acallar unos rumores que iban adquiriendo proporciones desmesuradas, dio por buenas las declaraciones del policía y el caso quedó cerrado tras una llamada telefónica.
– ¿No le parece que se trata de una versión demasiado simplista?
– No estoy de acuerdo, comisario. En este país todo se decide por una cabezonada o una llamada, tanto los grandes proyectos como las purgas. Yo misma he tenido acceso a unos expedientes tan inverosímiles que resultan hilarantes. Y eso que eran tan oficiales como mi documento de identidad. Algo me dice que SNP no se ha cruzado en el camino de Hach Thobane por casualidad. Tampoco se ha inventado nada Ramdane Cheij. Estuve en el ayuntamiento de Sidi Ba, dos días después de hablar con él, y busqué a Belkacem Talbi en el registro municipal. Lo encontré. Nacido el 27 de octubre de 1950, dado por desaparecido en 1962, con el resto de su familia: su padre, su madre, sus cuatro hermanos y su hermana.
– ¿Y qué tiene que ver Hach Thobane en esto?
Frena y aparca el coche a un lado de la carretera y se detiene junto a un árbol. Mira durante un largo rato un morabito en lo alto de una colina. Se lo piensa durante un rato, apaga el motor y me mira de frente.
– Comisario, si no estuviera convencida de haber dado con algo gordo, ya lo habría dejado. No soy de las que se ahogan en un vaso de agua. Soy perfectamente consciente de las repercusiones que puede tener un asunto como éste; nadie queda impune tras meterse con un zaím, por lo que no me puedo permitir meter la pata. Pero confío en usted. Le mentiría si le dijera que no he husmeado en su expediente. Éste es un caso hecho a su medida. Ahora bien, no tengo la intención de encarrilarle a usted para que luego me deje en la estacada. Este asunto me pone a tope. Si se apunta, no me pienso despegar de usted. Le proporcionaré toda la información de que dispongo. Y usted no me ocultará ningún detalle susceptible de consolidar mi trabajo de historiadora y periodista. ¿Presta usted juramento ahora o necesita varios días para pensárselo?
– A Lino no le haría gracia que perdiera el tiempo.
Me tiende una mano rosácea:
– Ya me quedo tranquila, comisario, y también encantada.
– Sí, pero sigue sin contestar a mi pregunta.
Hunde su mirada hasta el fondo de la mía, como si intentara descubrir en mí alguna intención oculta. No me inmuto. Asiente con la cabeza y dice:
– Hach Thobane fue jefe militar de la comarca de Sidi Ba durante la guerra de liberación. Se cuenta que las hizo pasar moradas a las poblaciones civiles y a los harkis *. Me juego la cabeza a que SNP no atentó contra su vida por casualidad. El modo en que ha hecho que lo eliminaran me ha dejado atónita. Aquí hay gato encerrado, comisario, y no me baso sólo en mi olfato de periodista de investigación. Quizá deberíamos darnos una vuelta por Sidi Ba y empezar a barrer para dentro. Me han dado algunas direcciones, y ahora nos toca a nosotros ver adónde nos llevan.