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– ¿Y se puede saber quién se oculta tras ese plural?

Me ofrece su mejor sonrisa, vuelve a arrancar, mete la primera y me susurra:

– Gente creíble e íntegra, que prefiere conservar el anonimato para que la verdad tenga un máximo de posibilidades de salir adelante. Confío tanto en ellos como en usted, y usted también debe creer en mí.

Capítulo 16

La señal que indica el pueblo ha sido modificada. Alguien ha tachado la palabra welcome y la ha sustituido por «wilkum [5] en Sidi Ba», una localidad que se ha convertido en pocos años en un enorme y deforme burgo encajonado entre montañas picudas, entre Argel y Medea.

Para llegar hasta allí hay que sortear un millar de curvas peligrosas, subir cientos de colinas, cada cual más retorcida, y soltar un taco cada cinco segundos por los baches que tienen minada la carretera, cargándose los amortiguadores de nuestro vehículo y el cartílago de nuestras vértebras. Lo peor es que, al final, uno constata personalmente que el paseo no merecía la pena. Sidi Ba es el típico lugar que le quita a uno las ganas de viajar. Un pueblo feo y tonto donde, nada más llegar, sólo se piensa en el momento de salir pitando.

He visto un montón de estupideces en mi vida, pero la que encarna Sidi Ba se merece una mención especiaclass="underline" demuestra que, tras haber alcanzado un punto álgido de genialidad, la humanidad se ve falta de imaginación y está rehaciendo, con el mismo entusiasmo que los primeros trogloditas, la aventura humana en sentido inverso, es decir, el retorno a la Edad de Piedra. Pero en Sidi Ba, la inauguración de la era del declive se ha prolongado en una anarquía urbanística que sobrepasa al entendimiento. Unos edificios hechos a patadas y a la carrera para reabsorber una demografía galopante, cuya construcción ha movilizado a todos los crápulas locales, estimulada por una administración fundamentalmente canalla, que se ha pringado hasta el alma en unos chanchullos que no se le habrían ocurrido ni al diablo. Empresas fantasmas creadas de la noche a la mañana, al amparo de predadores municipales secundados por arquitectos de dudosa titulación. Y apártate, que ahora me toca a mí ponerme las botas.

Al abrir la ventana de la habitación del hotel se me viene encima un torrente de disonancias, y luego el espectáculo traumatizante de un espacioso gueto de leprosas calzadas, tiñosas aceras y repelentes callejuelas cuyo enmarañado desorden produce mareo. No hay un palmo de espacio verde ni un edificio razonable; sólo casas rudimentarias, empalizadas combadas y cuchitriles superpuestos que se saltan todas las reglas de la albañilería. En medio del caos de cemento, un hormiguero tentacular fluye por todas partes, exacerbando la demencial agitación de las carretas y los coches.

– No se me ocurriría escribir aquí mi próximo libro -comento.

– ¿Es usted escritor, señor Llob?

– No me diga que no lo sabía.

– Pues no lo sabía. ¿Qué escribe usted?

– Novelas policiacas.

– No es lo mío, pero haré una excepción por tratarse de usted.

– Muy amable, señora.

Soria se acerca a la ventana y contempla el bullicio de la plaza.

– Lo siento, es el único hotel de la ciudad.

– Y suerte que haya uno.

Cierro la ventana.

Es una habitación exigua, con las paredes tapizadas con un papel descolorido, sin mantas ni cortinas. Una cama pensada para alguien en huelga de hambre, con un colchón podrido y, encima, unas sábanas dobladas de dudoso color. Enfrente, un armario metálico junto a una mesa mutilada y un lavabo espantoso.

– Esperemos que haya agua corriente.

Soria esboza un gesto de apuro. Llegó la víspera para reservar las habitaciones y preparar el terreno y se siente culpable por no haberme encontrado nada mejor.

– No es grave -la tranquilizo-, he traído unos guijarros para mis abluciones.

– Hay unos baños a dos pasos de aquí.

– Me alegra saberlo. ¿Y qué tal su suite imperial?

– Más de lo mismo, salvo que la ventana da a una carpintería con mucha actividad.

– ¿En qué piso?

– En este mismo. Es la habitación de al lado.

Enciendo un pitillo y le digo:

– Es usted muy imprudente. ¿No sabía que soy sonámbulo?

– Y yo padezco insomnio.

No sé cómo tomarme la réplica. La mirada franca de Soria tampoco me ayuda. No insisto.

– ¿Tengo derecho a echar una cabezada?

– Por supuesto, señor Llob. Le dejo descansar. Ha sido un viaje duro, y lo que nos espera tampoco es moco de pavo.

Me saluda con la mano y se eclipsa.

La primera dirección nos propone una escala en el barrio viejo de Sidi Ba. No pueden pasar los coches, así que vamos a pie. De entrada, el populacho no está acostumbrado a los contoneos de las señoras que llevan las nalgas enfundadas en pantalones estrechos. Los chavales dejan de jugar, maravillados. Algunos nos toman por turistas occidentales, se encogen de hombros y siguen a lo suyo; otros, menos emancipados, se apartan de nuestro camino para evitar los sortilegios que ven gravitar en torno a nuestras sombras con cuernos. Asoman por las ventanas y puertas, por encima de los hombros, algunas cabezas escandalizadas. La agitación se va atenuando a medida que nos acercamos a una tienducha y desaparece del todo cuando la mayoría de las miradas converge hacia los ancianos sentados en la terraza de un café. Éstos, muy serios con sus turbantes, apartan la vista a nuestro paso y escupen al suelo uno tras otro.

Soria es consciente del desconcierto que va provocando a su paso. Ya no se mueve con la misma soltura, pero es demasiado tarde para echarse atrás.

Se oculta tras sus gafas.

Un mecánico está destripando la carcasa oxidada de un coche. Doblado bajo el capó, echa pestes contra una pieza calcificada que se niega a ceder. No deja de menear su culo gordo, exasperado por la tenacidad de tan recalcitrante pieza. Me llevo la mano a la boca y toso. Se yergue con rapidez y se golpea en la cabeza con el borde del capó. La sorpresa de encontrarse frente a frente con una mujer de la ciudad hace que el dolor se le pase de inmediato.

– ¿Ya no venden hidjab * en su tierra? -me reprocha dando significativamente la espalda a Soria.

– ¿Aquí viven los Omari?

– Sí. ¿Qué quieren de ellos, son ustedes de los impuestos?

– Venimos de Argel, quisiéramos hablar con Hamu, Hamu Omari.

Arquea las cejas, se limpia las manos llenas de grasa con un trapo que lleva colgado del bolsillo trasero de su mono de trabajo.

– ¿Es usted médium? -me pregunta.

– No necesariamente.

Me tritura con su mirada torva. Se limpia la nariz con la manga y refunfuña:

– Mi padre murió hace tres años.

Dicho lo cual, vuelve a meter su cuerpo bajo el capó y sigue ensañándose con la pieza del motor.

– Ya ve por qué es tan difícil para una mujer llevar a cabo una investigación -suspira Soria una vez de regreso al hotel-. Aquí solamente se habla a los hombres y entre hombres. Ayer, ningún figón aceptó servirme. No se admiten mujeres en lugares públicos, aunque vayan acompañadas. El propio recepcionista tuvo que ir a buscarme algo de comer.

Extenuado, me guardo mis comentarios. Los pies me arden dentro de los zapatos. Hemos estado caminando toda la tarde para nada. Hamu Omari murió, y también Hach Ghauti. El tercer testigo se ha mudado y el cuarto, un tal Rabah Alí, está de viaje en Medea y no regresará hasta finales de semana.

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[5] «Ay de vosotros».

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* Velo femenino. [N. del E.]