Se relaja. De inmediato, se le vuelve a colocar la nuez en su sitio y recobra cierto color.
– Creí que no volvería hasta el fin de semana, señor Alí.
– Mi viaje de negocios no ha salido del todo bien.
Vuelve a enredarse, un rosario de tics le arrasa un pómulo. Respira con fuerza para recuperarse, molesto por la agudeza de mi mirada.
– Lo siento -farfulla-, resulta ridículo perder los nervios sin motivo, pero actualmente paso por una mala racha y ando falto de energías.
– No es usted el único en estresarse por cualquier cosa, señor Alí. En este país, nadie está realmente tranquilo, ni en la calle ni en su conciencia.
Asiente a la vez que se muerde el labio, me mira de frente durante unos segundos, como esperando y viéndolas venir.
– Nos han dicho que es usted un hombre de palabra, por eso le pedimos su ayuda.
– No hay que creerse todo lo que cuentan, ¿señor…?
– Llob, Brahim Llob.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Llob?
– Lo que pueda.
Con gesto aún febril, saca un pañuelo y se seca la frente.
– Eso no significa gran cosa.
Le pido que se siente en el destripado sofá. Acepta de buen grado pero echa una ojeada a su reloj.
– No tardaré mucho, señor Alí.
– Le escucho.
– Se trata de lo que ocurrió aquí entre julio y agosto de 1962.
Medita un momento mientras se mordisquea una uña. Mi interés por esa época no lo altera para nada. Sólo se siente incómodo. Vuelve a mirarme de frente.
– Me temo que no le voy a poder ser de mucha utilidad, ¿señor…?
– Llob -repito-, Brahim Llob.
– No le oculto que el tema me desagrada. Personalmente, no tengo cargo de conciencia. Hice la guerra desde el principio hasta el final, sin excesos y sin trampas. Yo también he visto cosas tremendas. Pero no me apetece remover el cuchillo en la herida, señor Llob. Aquí la gente carga con secuelas irreversibles. Todavía hoy, el eco de esos dramáticos acontecimientos reaviva a veces algunos rencores y la sangre vuelve a correr. Tengo fama de ser una persona tranquila. En realidad, no tengo fuerzas para asumirlo. Quizá sea cobardía. En mi opinión, es sobriedad. Hay actitudes que, aunque puedan sorprender a los demás, sosiegan a quienes las adoptan.
Se levanta.
– Siento decepcionarle, señor Llob.
– Respeto su punto de vista. Pero tenemos un problema. No tenemos intención de exhumar a los muertos ni de reabrir cicatrices. Nuestro trabajo es muy importante, créame.
– No lo dudo.
Me tiende la mano para despedirse. La agarro sin soltarla. Rabah Alí intenta zafarse pero no lo consigue.
– ¿Puede, al menos, indicarnos a gente susceptible de sernos útiles en nuestras pesquisas?
Sigue intentando zafarse sin conseguirlo.
Me dice:
– Hay un montón de supervivientes locos por ponerse delante de un micro y dar el espectáculo. ¿Cuántos de ellos son sinceros? Con que lo pida una vez, le lloverán a espuertas testimonios sobre la lucha y el honor. Quizá nuestra desgracia provenga de lo orgullosos que estamos de ello. Por eso he decidido pasar página para siempre.
Nuestras miradas se enfrentan; él se rinde primero.
– Si me promete no mencionarme, conozco a alguien que sigue pagando el pato. Vive en el bosque.
– El bosque es muy grande, señor Alí -le digo apretando aún más la mano.
– Cuando llegue a la primera bifurcación, tome a la derecha, tras pasar el puente romano por la salida norte de Sidi Ba. Siga la pista hasta el final. Unos siete u ocho kilómetros. Es una granja, más exactamente un gran hangar donde se crían pollos.
– ¿Hay alguien en la granja?
– Se llama Yelul Labras. No tiene pérdida. Es un hombre correcto, además de muy buena persona.
– ¿Piensa usted que tiene cosas interesantes que contar?
La nuez le sube y baja por el cuello.
– Así es, señor Llob.
Aflojo la mano; él recupera la suya, se da la vuelta para irse, se arrepiente, vuelve hacia mí e insiste:
– No le diga usted que va de mi parte.
– Prometido y jurado.
El Lada de Soria se bambolea por la pista, se adentra en un bosque joven y zigzaguea entre obstáculos durante kilómetros hasta alcanzar, mal que bien, una carretera con baches. Dominamos un valle absolutamente impresionante. A lo lejos, un embalse relumbra bajo el sol. Algunos rebaños de corderos pastan en los prados verdes y un jinete galopa a todo tren en pos de sus arrebatos.
Soria baja la ventanilla y se deja desmelenar por el viento. Sus gafas de sol caen con gracia sobre su perfil y se le ensancha la sonrisa ante tanto talento paisajístico.
Subimos por varias colinas y acabamos llegando a una granja perdida en el fondo del bosque. Un individuo fortachón, vestido con mono de trabajo, anda atareado en el corral, con las piernas enfundadas en unas botas de caucho. Está echando de comer a un tropel de pollos.
Se detiene al oírnos llegar. Como nuestro coche no le resulta familiar, sigue repartiendo puñados de granos.
Soria aparca bajo un árbol y me espera en el coche.
Me acerco al corral con las manos en los bolsillos.
– ¡Salam! -suelto.
– Buenos días -me dice el granjero.
Bastante alto, con la barba recortada, aparenta unos sesenta años bien llevados. Las estrías blancas que surcan sus sienes y su barbilla no parecen indisponerle. Es rápido de gestos y tiene un rostro saludable.
– Buenos pollos.
– Gracias… Y eso que el veterinario decía que se me iban a morir todos.
– Sería un charlatán.
– Yo no diría tanto.
Ahuyenta con una finta a un gallo demasiado goloso y suelta una nube de mijo sobre un pelotón de polluelos enternecedores en su pugnacidad.
– ¿Es para una entrega? -se informa.
– No especialmente. Mi colega y yo estamos de paso por la comarca. Hacemos un trabajo de investigación para la universidad.
– ¿Arqueólogos?
– Historiadores.
Levanta el pulgar:
– ¡Bravo! Por aquí pasan cada vez menos intelectuales. Me agrada constatar que la ilusoria cultura de relumbrón no ha cegado a todo el mundo.
– En la vida hay asuntos más serios.
Asiente antes de destripar otro saco de mijo.
– ¿Vive usted por aquí? -le pregunto.
– Nací aquí. ¿Se puede saber qué anda buscando?
– Mi colega y yo estamos investigando unos acontecimientos que tuvieron lugar en estas montañas justo después de la independencia.
– ¿Han llegado hasta aquí por casualidad o los han orientado?
– Ambas cosas. Vamos prácticamente de puerta en puerta. Algunos testigos nos interesan. Otros menos. Alguien nos aconsejó que fuéramos a verle.
– ¿Tiene nombre?
– No nos quedamos con él. ¿Le importaría dedicarnos parte de su tiempo?
Echa una ojeada a Soria, que acaba de salir del coche, me mira durante un momento y, como nuestras caras no le crean desconfianza, sonríe:
– Si no les importa esperar hasta que haya dado de comer a mis pollos, lo haré con mucho gusto. Bajo este eucalipto hay una mesa baja con dátiles y un tazón de leche cuajada. Sírvanse mientras tanto.
– Es usted muy amable, señor.
Soria me acompaña hasta el eucalipto. Contemplamos la llanura y las ondulaciones boscosas que la circundan. El azul del cielo es sencillamente sublime. Me recuerda mis años de niñez, en Ighider, cuando, con la chechia * sobre la cabeza y la gandura ** descosida, me zafaba de la vigilancia de mi madre y subía a lo más alto de la colina. Me gustaba gandulear sobre la Roca Grande, con un dedo metido en la nariz y las piernas colgando en el vacío, y quedarme allí hasta el anochecer, contemplando el mágico rompecabezas de los cultivos y viendo regresar a los pastores tras sus rebaños ahítos. Cuando el endeble Arezki Naít Wali [6] -que un día se convertiría en ilustre pintor- se reunía conmigo en mi torre, me veía entusiasmarme con el menor murmullo entre los matorrales, el menor gorjeo que trajera la brisa. A veces, me plantaba sobre mis pantorrillas de escalador impenitente, colocaba las manos delante de la boca a modo de embudo y pegaba grandes gritos por encima del valle, que rebotaban a lo lejos imitándose a sí mismos, en una especie de ballet surrealista. Arezki no hacía caso del eco. Su mirada iba tras las luces y sombras de los bosquecillos, las pintaba en su cabeza y soñaba con cuadros más intensos que el hambre que le retorcía las entrañas. Éramos pequeños y pobres, pero teníamos ojos para ver y para imaginar reinos resplandecientes que sólo nosotros conocíamos; dos chavales deslumbrados, uno poeta en cierne y el otro artista incipiente, y aunque tampoco nos pasáramos la vida juntos, que otras cosas había que hacer, compartíamos el mismo amor por los cerros que se alineaban como eslabones hasta el horizonte, por los huertos que se extendían hasta perderse de vista, los almendros nevados, los taciturnos olivos, el campanilleo de las cabras, el río que culebreaba por entre las escotaduras de las colinas y la hierática montaña que cuidaba de la tribu.