– ¿Debo entender que no te alegras de verme?
– Al contrario. En el manicomio es donde mejor me encuentro a mí mismo.
– En ese caso, estoy dispuesto a albergarte.
Me abro la chaqueta hasta el tirante de la funda de mi revólver.
– Ya llevo camisa de fuerza.
Acaba sonriendo y me tiende una mano tan limpia que me lo pienso antes de apretarla.
Me pide que lo acompañe. Como he aprendido a no dar la espalda al enemigo, y aunque el profesor no figure en mi lista negra, le cedo el paso. Se encoge de hombros y pasa delante, con la nuca carmesí y el paso vencido por la canícula.
El manicomio cubre un amplio espacio. El lugar idóneo para que se te vaya la olla. Aparte de un anciano que se hurga la nariz a la sombra de un árbol, todo lo demás es abandono. Unos pabellones sórdidos, lúgubres como tumbas, intentan destacarse en medio de una vegetación salvaje. Las puertas cerradas con candados resultan chocantes, y los barrotes de las ventanas afligen. Parecen deshabitados, a pesar de la naturaleza alborotada de sus inquilinos. Aquí, seres rechazados por la sociedad se ocultan en espera de que se les entierre. Los adivino, tras los tabiques de los barracones, con la mirada perdida y las manos asidas a la penumbra, acechando, entre dos sobredosis de sedantes, a ese sepulturero al que le repele hasta cavarles una fosa.
Siempre me he sentido a disgusto en un cementerio, pero el manicomio me produce más lástima que un osario.
No hay peor infierno que un moridero atestado de vivos.
– Son imprevisibles, aunque no traicioneros -dice el profesor como si me leyera el pensamiento-. Algunos de ellos fueron en su día valiosos cuadros del partido.
– A veces, la locura resulta de un exceso de trascendencia.
– ¿Recuerdas a Cherif Wadah?
– ¿El Che Guevara africano?
– Pues él también está aquí.
– No me lo puedo creer.
– Te lo aseguro. Tuvo sus más y sus menos con la Familia revolucionaria. Por cuestiones de principios. Lo pusieron en cuarentena, y luego empezaron a acosar a su familia. Una mañana, salió de su casa y no supo cómo regresar. Se lo encontraron por Staoueli, harapiento, con un garrote en la mano, insultando a voz en grito a dioses y hombres. No recuerda a nadie. Sus hijos y su mujer vienen a verlo. Se niega a estar con ellos. A veces, se pasa días enteros sin articular una sílaba. Otras, se arranca y suelta unas diatribas ininteligibles hasta caer redondo.
– Menuda desgracia.
– Fíjate, un monumento como él.
– Argel no cree en los héroes, profesor. Prefiere a los mártires.
Se detiene y me da la razón con el índice.
– Espero que no me hayas llamado para dejarme la moral por los suelos -añado-. Tengo chavales y no me haría gracia olvidarme de ellos.
Asiente con la cabeza.
Llegamos hasta un pequeño patio cubierto con gravilla, trente a un edificio desasosegante. Hay un hombre sentado en el umbral del portón, con las piernas cruzadas y un sombrero de papel en forma de acento circunflejo. Al vernos se incorpora a medias, junta las manos bajo la barbilla y nos saluda a la manera de un monje budista.
El despacho del profesor cabría en un pañuelo. Apenas más grande que un trastero, me recuerda esas habitaciones oscuras, en el sótano de las comisarías, donde se tortura a los duros de pelar. Una mesa de formica, un sillón destripado, una silla metálica y, en la pared, un dibujo de niño que representa a un perro con dos cabezas. Detrás, sobre una estantería, un viejo magnetófono ruso, grotesco con sus enormes rollos y su tapa de cartón.
La ventana, sin cortinas, da a un estanque para riego en ruinas. Más allá, sobre una tapia ruinosa, un tarado se toma por un surtidor. Con el pantalón a la altura de los tobillos, orina girando sobre sí mismo.
– Se ha autoproclamado rey de las bestias -me explica el profesor-. Todos los días, a las once y media en punto, viene para delimitar su territorio.
– Tiene razón.
– ¿Un café?
– No, gracias.
– ¿Entonces un té?
– ¿Estoy aquí como amigo o como profesional?
– Como ambas cosas.
– En ese caso, bastará con un vaso de agua.
El profesor toma nota pero no llama a nadie. Entiendo que su presupuesto es limitado y que todas esas delicadezas son pura y simbólica formalidad. Por lo demás, no veo taza ni jarra a mi alrededor, ni siquiera un cenicero. De no ser por algunos folios arrugados, un recetario y un permiso de salida sin rellenar, cualquiera puede confundir este lugar con un meadero.
– Ahí está -me dice poniéndome delante un expediente del que extrae la foto de un joven más bien pijo.
Acto seguido, se acomoda en su sillón y cruza los brazos sobre el pecho como quien ha acabado su exposición.
Empiezo manoseando la foto. En su reverso, un bolígrafo borroso menciona una fecha, un número de serie y unas anotaciones. Ojeo algunos folios del expediente. Se trata de informes médicos, de recomendaciones a un director de prisión, una ficha descriptiva. En resumen, una literatura incompatible con el calor que me está desecando la sesera.
– ¿Debo entender que me las tengo que apañar solo para adivinar de qué va el asunto?
– No obligatoriamente.
Fuera, el paciente ha acabado de orinar. Ahora se ha puesto frente a la ventana y exhibe su sexo como si fuera una cimitarra.
El profesor, condescendiente, pone los codos sobre la mesa y consiente en instruirme.
– Nadie sabe de dónde viene, solo que un día lo trajo la cigüeña. Lo que ha vivido desde que dejó de chuparse el pulgar hasta hacer de las suyas, eso es el apagón general. Ni nombre, ni filiación, ni dirección. Se pensó en un caso de amnesia, pero el fulano tiene una memoria de elefante. Se pensó en un caso de locura, pero el paciente resulta ser más listo que un brujo. Entonces, ¿de qué se trata? No hay nadie capaz de aventurar una hipótesis. Un buen día, nuestro hombre decidió presentarse en comisaría. Por entonces, de eso hace más de diez años, tenía un careto más bien simpático, algo más de veinte años y una mirada profunda. Cuando me lo trajeron, dije que ese tío era de buena familia. Mucha clase, mucha calma. Incluso demasiada. Pero convincente. ¿Un universitario? Se buscó sin encontrar nada. ¿Un joven cuadro? Se buscó sin encontrar nada. En el atestado alguien había apuntado: se niega a proporcionar su identidad. Más adelante, otro escribió SNP [3]. No protestó. ¿Qué quería? Que lo encerrasen en una fortaleza para que dejara de cometer atrocidades. Declaró haber matado a un montón de gente, pero no recordaba dónde había enterrado o abandonado los cuerpos. Sus primeras víctimas fueron dos ancianos que no conocía de nada. Había sufrido una avería a la entrada de una granja. Era de noche. Llamó a una puerta para pedir ayuda. Lo alojaron durante la noche. Por la mañana, salió muy temprano dejando allí su coche. Un vehículo robado. Dos días después, un vecino fue alertado por el olor a descomposición. Los gendarmes descubrieron a la pareja de ancianos en las letrinas. Fue en 1970… Dos meses después, lo recogieron en autoestop por un camino perdido. Un guarda forestal encontró la camioneta oculta bajo un árbol, en un bosque. En su interior, el cadáver de un tratante de ganado. Y luego, una noche, se presentó en el puesto de policía que le pilló más cerca para que se le detuviera. Confesó siete asesinatos, luego diez, y veinte. Aparte de la pareja de ancianos y del tratante de ganado, ninguna indicación sobre las demás víctimas.
De repente, parece que el fulano de la foto se ha puesto a reír. Me apresuro a cubrirla con una ficha de cartulina.
– Si me has hecho venir hasta aquí con la intención de impresionarme, te ha salido fatal -le aviso-. En el fondo de mis cajones tengo unos informes mucho más aterradores. De los asesinos en serie no hablamos para no indisponer a nuestros queridos dirigentes, nuestros zaím *, pero los tabúes no detienen ni su proliferación ni su malignidad. Por mis locales han desfilado a punta de pala, unos más fundidos que otros. Con algunos he llegado a echar un rato de palique. Total, que una de cada dos noches tengo pesadillas.