– ¡Éste es distinto!
El profesor ha gritado. Ha dado un puñetazo sobre la mesa. Lo que leo en su mirada me induce a tomármelo con más calma. Le pido que argumente.
– ¿De qué va exactamente esta historia?
Recupera su puño, lo desliza bajo la mesa y se da un discreto masaje. Tras un largo rato, me confiesa con la voz descompuesta:
– El trauma de mi vida profesional.
– Supongo que yo también debo estar aterrado.
– Desde luego.
– ¿Tan insólita es esa historia o es que estás cagado de miedo?
– Ambas cosas.
– ¿Y nuestro hombre?
– No me deja pegar ojo.
– ¿Crees que se lo está pasando bien?
– Si es así, lo disimula bien.
Escruto mis uñas para hacer como si estuviera reflexionando en serio sobre el asunto y sigo adelante con el debate:
– ¿Dónde está ahora?
– En la cárcel.
– ¿Y yo qué tengo que ver con este barullo?
El profesor entrecruza sus dedos para ilustrar su apuro.
Se levanta y pone en marcha el magnetófono.
– Escucha esto, Brahim.
Los rollos chirrían. De inmediato resuena por toda la habitación una voz cavernosa:
«Se ha rizado el rizo. Otra vez me veo en la casilla de salida. Debí sospecharlo. No había nada que ver, debía moverme. Desde el principio saltaba a la vista. El fela ** que hizo una carnicería con los miembros de mi familia quería sin duda demostrarme algo. ¿Qué exactamente? Lo ignoraba. No tenía explicación que darme. Tener una razón particular para matar no era necesariamente suficiente para legitimar el asesinato. Debí fijarme en mi torpeza infanticlass="underline" si no me enteraba del alcance del horror que se había abatido sobre mí, quizá fuera porque no había explicación. Demasiado fácil. Tenía una absoluta necesidad de comprender. ¿Para tener la conciencia tranquila, para volver a una vida normal? ¿Se puede volver a apreciar la vida tras haber asistido a la masacre de la propia familia? Puede ser, pero no ha sido mi caso. Algo fallaba. Entonces decidí aclararme. Quería comprender. Ahora, ya es cosa hecha. Ha durado, ha sido infernal, pero lo he conseguido: ¡lo he entendido!».
El profesor: «¿Y qué es lo que has entendido?».
La voz cavernosa: «Que no había nada que comprender. Nada… Todas esas matanzas sólo habrán servido para darle vueltas al tema. Me la han pegado. Me empeñaba en hallar una respuesta a una pregunta que ni siquiera había que plantearse. ¿Por qué se mata? Cuando se mata no se hacen preguntas, se actúa. El gesto se convierte en la expresión única. La ejecución empieza cuando ya no se espera explicación. Si no, uno se abstiene. ¿No es así? Se mata para no intentar comprender. Es el desenlace de un fracaso, la nota al margen de una desautorización. El asesinato es la incapacidad del asesino para razonar, el instante en que el hombre recupera su condición de fiera salvaje, en que deja de ser una entidad pensante. El lobo mata por instinto. El hombre mata por vocación. Pueden darse todas las motivaciones posibles, pero nada justificará su gesto. No siendo la vida de su incumbencia, ¿cómo se atreve a disponer de ella como le da la gana? Su decisión no se apoya en ningún argumento de recibo, sino que nace de su insignificancia. Quien no respeta la vida ajena no ha entendido para nada la suya. De la nada a la nada, de la opacidad a las tinieblas, se busca y no se alcanza. ¿Acaso no se dice: Silencio, aquí se está matando? ¿Por qué pedir silencio cuando el universo se dispone a vibrar con gritos insoportables? A menudo he creído poseer la fuerza de los dioses hasta el punto de acabar convencido de ser dueño del destino de mis víctimas. Resultado: la víctima se muere y todo se me escapa. Y me veo tan solo en el mundo como el cielo al día siguiente del Apocalipsis… Al fin y al cabo, ¿qué he ganado con esto? Pongamos que me he enterado, pero ¿dónde me encuentro? Exactamente donde todo empezó. Tanto estropicio para tamaño fracaso. Encarno mi propia quiebra. No valgo más que los cadáveres que he dejado por el camino. Una perfecta nulidad, un asesino cuya alma se ha extraviado tras haber perdido sus referencias. En este mismo punto me encuentro yo. Me desprecio ahora que ya nada me interpela. He dejado de existir. Soy una rata reventada, una basura en estado de descomposición. Soy el abismo que me aspira y a la vez me desintegra».
El profesor detiene el magnetófono y se vuelve a sentar.
Se agarra la barbilla con la mano.
– Esto lo dijo tras una primera estancia en el trullo. La dirección de la cárcel me lo envió para ver si había recuperado la memoria y si se había calmado. Parece que de repente dejó de montar follones.
– ¿No era ésa tu opinión?
– No.
– ¿Deliraba?
– En cierto modo.
– ¿Lo devolviste al trullo?
– De ninguna manera. Me interesaba. Se quedó siete años en mi asilo. Cada vez que me creía a punto de penetrar en su personalidad, se las arreglaba para atrincherarse tras otra, más compleja, más aterradora… Escucha también esto. Son sus palabras, tres años después de lo que acabas de oír.
Nuevamente, los rollos arrancan y regresa la voz, esta vez clara:
«¿Sabes por qué Dios no permite que ángeles y demonios se maten entre sí? Porque si llegaran a declararse la guerra, no sabría clasificarlos ni identificarlos. Cuando el odio se asienta en alguna parte, todo se endemonia, tanto los justos como los pecadores. La guerra no es una partida de ajedrez. Es un jaque mate. Un momento que la gente de paz jamás conseguirá delimitar. Es muy bonito condenar la violencia con un vaso de Martini en la mano o desde un salón confortable. ¿Pero qué sabemos realmente de ella? Nada. Nos indigna, y protestamos, nos llevamos las manos a la cabeza, ¡tozz! La violencia tiene su propia lógica. Es tan razonable como la defecación. También tiene sus valores y su moral; unos valores que no tienen nada que ver con los convencionales y una moral que para nada se amolda a la Moral, pero que son igual de válidos y leales. En el momento mismo en que la voluntad de matar se impone como única vía de salvación, las bestias más salvajes huyen ante la ferocidad humana. Porque, entre todas las hidras, los hombres son los únicos que saben cómo se cruzan las fronteras de la animalidad manteniéndose lúcidos. No hay peor monstruosidad que la cólera humana. Es perfectamente consciente de su ignominia, lo cual la hace más atroz que el sufrimiento que inflige. Es lo que se llama barbarie, o sea, lo que ni hienas ni ogros están en condiciones de concebir, y aun menos practicar. ¿Y a mí me preguntas por qué la boca que antes besaba se pone de repente a morder, y la mano que acariciaba a devastar? Mato precisamente porque no tengo la respuesta. Mato para comprender. Y seguiré matando hasta enterarme de lo que conduce a un ser humano a sobresalir en el arte de prodigar a su prójimo la peor sevicia. Quisiera saber, saber lo que impide que un hombre resista a la llamada de su locura, cómo consigue encarnarla tan admirablemente».
El profesor apaga el magnetófono y me mira a los ojos. Se da inmediatamente cuenta de que no le sigo, se le crispan los labios y se deja caer sobre su asiento.
– Después de esto, me dio miedo que permaneciera aquí. Mis pacientes ya no estaban seguros y mis guardas no estaban en condiciones de vigilarlo. Lo devolví a la dirección penitenciaria… Cuando está en la cárcel, se aísla. Del todo. No abre la boca durante meses. Y luego, una mañana, me lo vuelven a confiar. Entonces me encuentro con un desconocido. Un santo, puro fervor y piedad, con las manos juntas bajo la barbilla, de rodillas frente a un tragaluz, rezando hasta caer agotado. Hasta el mismísimo Frantz Fanon habría arrojado la toalla.