– ¿Cayó en el islamismo?
– Ignora lo que es eso.
– ¿Puede que alguien lo haya adoctrinado?
– Te digo que no tiene nada que ver con el movimiento islamista. Es un caso excepcional.
– ¿Tienes alguna idea?
– Tengo varias. Ahora voy de vacío. SNP se escurre de mis trampas como un nudo corredizo.
– ¿Y luego qué?
– Vuelta a la cárcel. Cinco años de piedad. Dócil. Pero taciturno. Limpio. Siempre haciendo sus abluciones… Te juro que me dejó patidifuso. Cuando lo tengo delante de mí se me suelta la tripa… Este hombre -añade barriendo con la mano la ficha de cartulina- está convencido de que está en este mundo sólo para hacer sufrir al prójimo.
– Sigo sin saber lo que esperas de mí.
– Te propongo que consumas un par de litros diarios de café. Porque a partir de ahora no te conviene despistarte. Nuestro hombre se ha beneficiado del indulto presidencial. Quedará libre el primero de noviembre… Cuando me enteré de la noticia, fui de inmediato a ver al director de la cárcel. Me dijo que la lista fue elaborada por una comisión de expertos que ha declarado que se puede soltar al sujeto. He escrito a dicha comisión. No se ha dignado contestarme. Me he puesto en contacto con el Ministerio de Justicia. Me han replicado que la comisión es soberana. He alertado al Ministerio del Interior. Nada. He informado a la prensa. Vino a verme una periodista. Ningún resultado. Pasa el tiempo y SNP ya está pensando en sus próximas víctimas. Por todo esto acudo a ti, Brahim.
– A ver si me he enterado, ¿debo ir a ver al rais y pedirle que aplace el decreto?
– Esto es muy serio, Brahim.
– ¿Y qué puedo hacer yo, un madero de poca monta, cuando un decreto presidencial está firmado, profesor; cuando los ministerios afectados no menean un dedo; cuando se la suda al mundo entero? ¿Que lo intercepte al salir de la cárcel para endiñarle una multa y volver a encerrarlo? No veo cómo debo cortarle el camino a alguien que la justicia ha rehabilitado.
– Vigílalo.
– ¿Con qué, durante cuánto tiempo, en nombre de qué? Sinceramente, profesor, ¿crees que esto puede colar?
– Te digo que va a volver a las andadas.
– ¿Tienes alguna prueba?
– Soy psiquiatra, ¡narices! Ese individuo es mi paciente. Es extremadamente peligroso.
– ¿Ha hecho de las suyas en el talego?
– ¿Qué es un rapaz enjaulado sino un gorrión grandullón y tullido? SNP es muy listo. Está tranquilamente esperando su propia carnaza. Una vez suelto, se va a poner las botas. Es un predador. Lo que le gusta es planear como un mal presagio por encima del rebaño, elegir su presa, preferiblemente sin ningún criterio, y caer en picado sobre ella. Hay que escucharle cuando cuenta cómo decidía, de repente, así porque sí, que el individuo que se cruzaba en su camino, el chaval o la vieja campesina que el azar había puesto a la vuelta de un sendero, debía desaparecer. No por una actitud reprensible cualquiera, sino porque había decidido que así tenía que ser. Lo que le hace feliz, lo que más feliz le hace es pillar desprevenida a su víctima, sin el menor motivo, sencillamente para ser consciente de su absoluta libertad, esa misma que lo libra de las más elementales cavilaciones. Es un caso único, el más grave y el más preocupante que me haya tocado examinar, Brahim.
Capítulo 3
Salgo, pues, de ver al profesor Aluch con un montón de espinas clavadas en la espalda. A pesar del calor, tengo frío y me voy entumeciendo de la cabeza a los pies. He conducido hasta Ben Aknún en tercera, con el pedal del acelerador a fondo. En ningún momento he oído el descompuesto estertor de las válvulas. No tengo una razón particular para ponerme así; sin embargo, algo está fermentando en el hueco de mi vientre, dejándome un desagradable sabor de boca. Lo malo es que cada vez que me viene un presentimiento de esta naturaleza, puedo estar seguro de que va a ocurrir una desgracia.
Cuando llego a la Central me topo con el inspector Bliss. Nada más verlo se me pone la carne de gallina. Cuando Bliss te recibe en la entrada del paraíso, hay que entender que el infierno se ha mudado.
– Lino ha telefoneado -me anuncia-. Pide tres días de permiso.
– ¡Niet!
– Dice que tiene un problema.
– Creí que estaba enfermo.
– Quizá tenga un problema de salud.
– Me importa un pepino. Mañana lo quiero en mi despacho.
Bliss tuerce el hocico y me confía:
– No creo que mañana esté aquí. Lino ha pedido permiso para ausentarse por puro reflejo profesional. Desde hace algún tiempo sólo hace lo que se le pasa por la cabeza, eso suponiendo que aún le quede algo de ella.
Se lleva con impertinencia un dedo a la sien, baja la escalinata a la carrera y se dirige hacia su coche.
– ¿Y tú adónde vas?
– El jefe me ha encargado un asuntillo delicado. Así es la vida -añade para darme por saco, apartando los brazos-, estamos los que nos lo curramos para llegar a fin de mes, aunque tengamos que echar el bofe. Y luego están los que ordeñan la vaca con guantes.
– Ten cuidado, enano, que hay vacas con una sola teta.
– Yo siempre examino el terreno antes de meter mano. Por cierto, se me olvidaba -dice chasqueando repentinamente los dedos-, a partir de ahora, si me necesitas, pídeselo antes al jefe. Así lo ha decidido.
Y se aleja, como un genio maléfico bajo el efecto de sus hechizos.
Al día siguiente, a primera hora, encuentro a Lino en su despacho, pomposamente inclinado sobre unos folios, redactando algo. Pretende que un cabileño espabilado como yo se crea que está trabajando a lo bestia, pero una simple ojeada sobre su trajín me basta para comprender que se está aplicando en copiar, palabra por palabra, un viejo informe desechado por impresentable. Por supuesto, Lino persevera en su comedia de memo: saca la lengua para realzar las mayúsculas, se apoya sobre una coma, se rasca tras la oreja para dar con el vocablo apropiado, tan absorto que pega un bote cuando me descubre ante él.
– ¿Ya son las ocho? -exclama el muy embustero y bellaco.
– ¿Debo deducir que te has tirado toda la noche con tu papelucho?
– Ya sabes, comi, que yo el curro me lo tomo muy en serio.
Lo miro de hito en hito:
– Al parecer, tienes un pequeño problema.
– Sí, pero de los gordos. He pedido un permiso. Baya me ha dicho que me lo has denegado. Así que he vuelto a mi puesto. No soy tan rebelde.
– Me conmueves.
Desvía la mirada.
– Deja ya tu papeleo de holgazán y sígueme. Tenemos faena.
Lino se sobresalta:
– ¿Va para largo?
– Depende, ¿por qué?
– Es que esta tarde tengo una urgencia, comi.
– Me la trae floja.
Se pone la chaqueta de mala gana y me sigue a la carrera por el pasillo. Ya en el coche, le pregunto:
– ¿Por qué no me das la receta de tu elixir?
– ¿Qué elixir?
– El que te ha curado esa gripe de caballo en el tiempo que dura una sesión de hipnosis.
Sonríe. Lino sonríe siempre que le gano la partida. Una cuestión de nervios. Le apunto con el dedo. Se pone manos arriba para rendirse, mete la primera y arranca a toda mecha.
La cárcel de Serkadji me devuelve a una época que no me gusta demasiado recordar. Así que ahorraré detalles. Un penal horrendo, y eso es todo. El carcelero -al que, al parecer, el Señor sólo concibió para hacer de soporte a un inextricable juego de llaves- tira de varios pestillos antes de abrir la verja y llevarnos de paseo por una hilera de pasillos execrables que recuerdan los meandros del abismo. Es gordo como un pecado mortal, alto como tres aros yuxtapuestos -su jeta, su bartola y su culo-, lo cual proporciona a sus andares tres razones para no valer nada. De vez en cuando, gira la cabeza para comprobar que lo seguimos y se enfurruña al ver que no hemos dado media vuelta.
Por fin se detiene ante una puerta maciza, la golpea y se aparta a un lado para no ser catapultado por una voz capaz de erizar el vello a una momia: