– ¿Puedo hacerte una pregunta, comisario?
No es la primera vez que me llama así, pero jamás en ese tono.
Me abro de brazos:
– ¿Por qué no?
– ¿No te importaría dejar de darme la vara?
– No me gustaría que te arreasen con ella.
Cabecea, harto de mis abusos de autoridad, se peina con los dedos y se larga.
Lino no se encuentra bien. Habitualmente, cuando me meto con él, lo encaja con estilo. Desde hace unos días parece que ya no traga a nadie. Llega por la mañana con pinta de mosqueo, se agazapa tras su mesa y se aísla en sus pensamientos. Esto no es muy suní. Mujeriego impenitente, Lino dedica la mayor parte de su tiempo a recorrerse los lugares de perdición en pos de una fulana guapa de cara y no muy cara. A veces, le da por plantarse con alguna conquista medio presentable en un asador antes de beneficiársela por la vía rápida allá donde le pille, tras un matorral o por los bosques de Baïnem. Al día siguiente, dedica la mañana a relatar su proeza coital y se enorgullece de hacer babear a los pasmas recalentados que se apiñan a su alrededor. La cosa nunca va más allá. Por la tarde, me encuentro con mi teniente sumido en sus expedientes, laborioso y metódico, tan digno que de buena gana le confiaría a mi hermana para el fin de semana. Pero Lino ha cambiado. Está más pendiente de la raya que le divide el pelo por la mitad que de la concordancia verbal de sus informes. Además, ya casi nunca está aquí. Aparece con dos horas de retraso, revuelve sus cajones sin la menor convicción, se toma a la carrera un café y, cuando me doy la vuelta, se volatiliza.
Lo miro alejarse. Hay algo en su aspecto que me disgusta. Si piensa que ya es mayor para navegar solo, él sabrá cómo lleva el timón. Al fin y al cabo, ¿en qué me meto? Sólo que mi intuición de Pequeño Gran Hermano forjado en las más puras tradiciones del FLN me dice que la brújula de mi aprendiz de navegante está trucada y que, como no lo vigile muy de cerca, lo más probable es que acabe encallando en orillas tenebrosas.
Ese sentimiento se acrecienta cuando a mediodía, en la cantina de la Central, el inspector Bliss viene a aguarme el almuerzo. Pone su bandeja sobre la mesa y se sienta frente a mí con una sonrisa abyecta.
– Espero no molestarte.
– Molestarías hasta a una momia en su sarcófago -le digo.
El muy rastrero hace caso omiso de la repugnancia que me inspira, mira a diestra y siniestra, como todos aquellos que tienen un fantasma pisándoles los talones, y se inclina sobre mi postre para murmurarme:
– El pescado no está fresco. Hace un rato vi salir un gato de la cocina y parecía enfermo.
– Quizá fuera por haber visto tu jeta.
Aparta su vomitivo rostro de mi yogur. Como es el niño bonito del director, es capaz de faltarme al respeto, y lamentaría torcerme la muñeca contra su cara de desgraciado, yo que he conseguido conservar las manos limpias en el estercolero que no paro de remover a lo largo del día. Sus dedos manosean el tenedor, luego la raja de pescadilla, y recogen una espina con pinta sospechosa antes de desalojar una aceituna de debajo de una hoja de lechuga. Comprendo que está buscando las palabras y me pongo a tamborilear el borde de mi plato con el cuchillo para desconcertarlo.
– Llob, hermano -suspira-, si me he sentado contigo no es porque tu compañía me abra el apetito. Sé lo que piensas de mí y sabes lo que pienso de ti; para qué vamos a volver sobre ello. Sólo quiero llamarte la atención sobre tu imbécil de Lino… No tengo por costumbre salvar in extremis a nadie, y tampoco me faltan ganas de contárselo al jefe: Dios sabe hasta qué punto me estimula ese tipo de oportunidades. Sin embargo, si he optado por dirigirme a ti en primer lugar, que eres mi superior inmediato, es porque eres el único capaz de hacer que espabile…
– ¿No puedes abreviar? El lenguado se me está pasando.
Risa burlona de Bliss. Las hienas no le llegan ni al tobillo. Su falsedad me produce escalofríos en cadena por la espalda. De repente, el trozo de tomate que estaba saboreando invade mi paladar con una secreción biliosa.
– ¡Qué estúpido eres! -gruñe.
Recoge su bandeja y se levanta. Para sus adentros, ha cumplido con su deber; lo demás le importa un rábano. Hasta disfruta como un enano ante la idea de hacerme responsable de lo que le pueda ocurrir a mi principal compañero de equipo. Para rematar la faena, añade con voz suficientemente alta para que se enteren los demás:
– Creía que tenías mayor consideración por tus hombres…
Luego, con una mueca cortante como una cuchilla, se larga y se sienta con un grupo de agentes claramente asqueados por mi actitud.
– Deberías hacerle caso -me dicen por detrás.
Me doy la vuelta. El teniente Chater, jefe de la sección especial, me hace un guiño. Percibo la fugitiva chispa de su mirada y cruzo el brazo sobre el respaldo de mi asiento.
– Tú también pareces estar muy al tanto del tema.
Chater, que ha acabado de almorzar y está a punto de volver al trabajo, hace una pausa para sopesar los pros y los contras.
– ¿Qué ocurre?
– Lo mejor será hablarlo con él, comisario. Lino necesita que le hagan caso.
– ¿Es decir?
El malestar de Chater es evidente, pero la gravedad de la situación se impone.
– Nadie en esta casa de putas quiere que le gasten una putada, ¿entiendes?
– ¿Por qué os andáis todos con rodeos?
– Los chicos cotorrean en la Central. Les parece que, para ser un pequeño funcionario con una paga justa para no pasar hambre, Lino está exagerando. Se cambia de traje más que una estrella.
– ¿Y qué?
– Pues que no sé qué decir. Tu teniente es libre de ligar con la reina Isabel, si piensa que tiene posibilidades de sortear la vigilancia de su guardia pretoriana. Desgraciadamente, la dama con la que se junta no tiene guardia pretoriana, y no hay manera de frenar a Lino en su carrera hacia los follones.
Con eso se despide.
Una vez solo, me doy cuenta de que se me han pasado las ganas de comer y deduzco que el pescado, efectivamente, no debía de estar muy fresco.
Por la tarde, sorprendo a Lino conminando al inspector Serdj a que se meta en sus asuntos. Están en el despacho de Baya, y la discusión se va envenenando en medio de un revoloteo de papeles y un rechinar de sillas. Serdj intenta calmar las cosas con su voz rampante. Se apoya en la pared, con las manos hacia delante y el cuello entre los hombros. Lino lo tiene arrinconado y menea el índice con furia. Baya, por su parte, no consigue soltar una palabra. Se da cuenta de que la situación está a punto de degenerar y, como hembra sin voz ni voto, sólo le quedan los ojos para implorar a ambos hombres.
Siente alivio al verme en el hueco de la puerta.
– ¿Qué mierda de follón es éste? -rujo.
Serdj se traga convulsivamente la saliva. La veneración que siente por mí, conjugada con la grosería que acabo de soltar, por poco consiguen que se atragante. En cuanto a Lino, sigue tomando su dedo por un machete y pasa olímpicamente de mi rugido intimatorio. Sus ojos llameantes se clavan en los del inspector como si pretendiera destrozarlo. Debo agarrarlo por el hombro para contenerlo.
– Tranquilo, gafitas. Cuando el jefe dice «¡Se acabó!», todo el mundo se achanta, ¿está claro? Aquí mando yo y no tolero que nadie grite más alto que yo.
Lino acaba retrocediendo sin dejar de clavar su mirada en el inspector. Restriega su muñeca por los labios convulsos, se estremece durante cinco segundos, resopla hasta reventarse la napia y vuelve a la carga:
– Ya soy mayorcito y estoy curado de espanto -berrea hacia Serdj-. No admito lecciones de nadie, y menos de un cateto como tú. Mi vida es cosa mía. Salgo con quien me da la gana y me visto como me parece. ¿Acaso he echado mano a tus ahorros?
– Vale -admite Serdj, conciliador-, retiro lo que he dicho. No pretendía ser desagradable.
– Has estado más que desagradable, tío, has estado dando por culo. ¿Te he pedido algo a ti?