– Sí, Reverenda Madre -dijo la novicia, haciendo una reverencia-. Si queréis seguirme, señora O'Malley…
– Podéis moveros con absoluta libertad dentro del convento, Skye, y la capilla y los salones públicos están abiertos para vos. No hace falta que permanezcáis en vuestras habitaciones.
– Gracias -dijo Skye y se volvió para seguir a la hermana Feldelm.
– Hija mía, os transmitiré toda la información que reciba.
Skye le sonrió y salió tras la novicia.
«Qué triste -reflexionó la Reverenda Madre-. Otra joven empujada a un matrimonio infeliz.» Se preguntaba qué haría el MacWilliam. Sabía lo que no haría. Nunca dejaría que Niall tuviera a Skye por esposa, porque quería una mujer más noble para su heredero. ¡Al diablo con él y otros como él por su estupidez! ¿No habían aprendido ya que las mujeres de la alta nobleza, malcriadas y demasiado alimentadas, eran malas como madres? Una buena muchacha, una muchacha fuerte de estirpe menos noble siempre resultaba mejor esposa.
La Reverenda Madre Ethna se daba cuenta de que, bajo su actitud desafiante y su rabia, Skye O'Malley era una niña asustada y desesperada. Si iba a sufrir una desilusión, era mejor que la sufriera ahora para que las monjas pudieran ayudarla a resignarse al dolor. Con la gracia de Dios, en el tiempo que iba a permanecer con ellas, tal vez aprendería a aceptar su situación.
Una vez sola en sus habitaciones, Skye inspeccionó el lugar en el que pasaría las próximas semanas. Había dos piezas, una amplia sala y un pequeño dormitorio. Las dos tenían chimenea. En el dormitorio había solamente una gran cama de roble con colgaduras de terciopelo color vino claro. No había lugar para ningún otro mueble. El tamaño de la cama divirtió a Skye hasta que se dio cuenta de que el convento probablemente confiaba en la generosidad de sus amigos para llenar las habitaciones. Sonrió y se preguntó qué pensarían las monjas de la gran cama situada bajo la única ventanita del dormitorio, que daba al mar.
La sala era una habitación agradable y luminosa, con ventanas a ambos lados. Miraba al norte, en dirección al hogar de Skye, la isla de Innisfana, y al oeste, hacia el mar abierto y el sol de la tarde. En la pared este había una gran chimenea de piedra franqueada por dos ángeles con alas grises de piedra labrada. En la pared norte estaba la gran puerta de roble por la que se entraba a todo el conjunto.
Enfrente de la chimenea había una estantería de libros, que cubría toda la pared, del suelo al techo, y que hacía juego con otra que compartía la pared sur con la puerta de paneles del dormitorio.
Frente a las ventanas del oeste había una cómoda de roble con mesa y sillones a los costados. También un enorme escritorio tallado y, en el espacio que quedaba entre ambas ventanas, un pequeño reclinatorio con un almohadón bordado. El baúl de Skye había sido depositado en el dormitorio, junto a la ventana.
Los benefactores del convento parecían ser muy generosos. Todas las ventanas contaban con pesadas cortinas de terciopelo y había una gran alfombra turca en rojo y azul en el suelo de la sala y otra con idénticos adornos, pero más pequeña, en el dormitorio. Skye supo después que los O'Neill habían dado dinero para comprar los muebles de las habitaciones de huéspedes cuando su Ethna llegó a ser la mujer más importante del convento de St. Brides of the Cliffs.
Skye se acomodó pronto a la agradable rutina del lugar. Se levantaba temprano y asistía a misa en la capilla del convento. No era particularmente religiosa, pero rezaba porque Niall volviera con ella pronto. Después, tomaba el desayuno en la cocina y caminaba sola por los campos del convento. Las monjas habían puesto a su disposición un pequeño bote que pertenecía a la orden y Skye se pasaba las horas navegando y pescando. El convento disfrutó muy pronto de pescado fresco para la cena, una cortesía de la joven huésped.
La comida más importante del día se servía a las dos de la tarde y Skye comía a solas en su saloncito. La cena se servía después de las vísperas y, a veces, Eibhlin la acompañaba. Cuando no venía, Skye comía sola de nuevo.
El convento tenía una biblioteca sorprendente y los estantes de la habitación de Skye estaban también repletos de libros. En los días muy húmedos, Skye leía. Era una mujer muy bien educada para su época. Hablaba gaélico y dominaba el inglés, el francés y el latín. También escribía y, aunque tal vez no supiera coser tan bien como sus hermanas, tejía, y sus trabajos en aguja eran tolerables. Sabía cómo llevar una casa, entendía lo que era el aprovisionamiento, la preparación de conservas, del salazón de carnes, la cocción de sopas y la elaboración de perfumes. Conocía los rudimentos de la preparación de bebidas y de la medicina casera. Le habían enseñado a llevar cuentas y a hacer cálculos financieros; porque el O'Malley creía que la única forma de evitar que los administradores engañaran al administrado era que él mismo llevara la contabilidad. Y por si eso fuera poco, Skye era una de las mejores navegantes que conociera su padre. El O'Malley bromeaba a veces diciendo que su hija podía adivinar con su olfato la ruta de su barco cuando lo manejaba.
Aunque veía a las monjas de tanto en tanto en esos días monótonos y sin incidentes, Skye pasaba la mayor parte del tiempo a solas. La orden de St. Brides no era de clausura; las monjas no hacían penitencia ni cumplían con el voto de pobreza; eran trabajadoras, devotas primero de Dios y luego de los pobres; algunas eran maestras y otras ayudaban con sus conocimientos médicos, las restantes trabajaban en la granja del convento, cocinaban, tejían, cosían, limpiaban las habitaciones.
Skye se adaptó sin problemas a esa forma de vida y entró en el espíritu del convento, aportando el fruto de la pesca, la caza de conejos y, una vez, incluso un joven ciervo. Y la carne de ciervo era un regalo del que las monjas no disfrutaban con demasiada frecuencia.
Skye necesitaba esa actividad física permanente. Si no hubiera trabajado duro, no habría podido dormir. ¿Por qué Niall no se comunicaba con ella? Él debía saber que ella estaba esperándolo. Estaba segura de que no habría podido hacerle el amor de esa manera y después pensar en dejarla para siempre.
Tal vez se habría sentido mejor si hubiera sabido que Niall Burke sufría en igual proporción. Se había arrastrado para librarse de la oscuridad y había descubierto que estaba atado como un ganso de Navidad en un bote que se balanceaba sobre el océano. El capitán de la embarcación le había sonreído con simpatía.
– Así que por fin os despertáis, mi señor.
– ¿Dónde demonios estoy? -ladró Niall-. ¡Desatadme inmediatamente!
El capitán lo miró apenado.
– Lo siento, milord, no puedo hacerlo. Si os soltara y os pusierais violento, y estoy seguro de que lo haríais, me metería en un buen lío. El O'Malley me ordenó que os llevara con el MacWilliam y eso es lo que estoy haciendo.
– Dejad al menos que me siente, buen hombre, y dadme un trago. Me duele todo el cuerpo; me parece que hay duendes cavando en busca de oro en mi cabeza y no estoy seguro de no descomponerme si no me ayudáis a acomodarme un poco.
El capitán McGuire sonrió.
– De acuerdo, muchacho. No es mucho lo que me pedís y no soy tonto. Prefiero que estéis lo más cómodo posible.
Se inclinó y levantó a Niall hasta sentarlo con la espalda contra el mástil. Después le acercó una vasija a los labios.
Niall tomó varios tragos con gratitud. Era whisky. Le golpeó la boca del estómago como una roca ardiente pero casi de inmediato empezó a sentir una placentera calidez en su aterido cuerpo.
– ¿Así que el O'Malley me mandó a casa? -inquirió pensativo.
– Sí, mi señor, y habéis dormido como un bebé la mayor parte del trayecto. Ya casi estamos llegando.
Niall torció el cuello y miró la costa, pero no era marinero y esa mancha verde le parecía toda igual.