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Skye se las arregló para decir:

– Pero Dom…, no estoy lista todavía.

Él se detuvo y la miró con firmeza.

– ¿Que no estás lista? -La miraba como si ella estuviera loca. Si no se hubiera sorprendido tanto, tal vez le habría pegado-. Tú no tienes por qué estar lista, Skye. ¡Yo soy el que lo está!

Y ella sintió que ese sexo monstruoso la desgarraba. Antes de que pudiera gritar, la mano de Dom selló su boca. Empujó para entrar en ella y murmuró:

– ¡Estás tensa como un parche de tambor, mujer! ¡El pito de Burke no debe ser más grande que un gusano para haberte dejado tan estrecha! -Y siguió gruñendo su placer mientras, aprisionada por ese hombre terrible, Skye sentía dolor y miedo. Trataba de no moverse para que no le doliera tanto, pero no podía. Se retorcía en su deseo de escapar y él se reía, creyendo que lo hacía en un arrebato de pasión.

– ¡Lo sabía! ¡Por debajo de esos modales de dama aristocrática eres una puta, una buena puta! ¡Tengo suerte! -Y empujó más y más adentro-. No tengas miedo, querida -jadeó-. Te enseñaré muchos trucos para que los dos disfrutemos. -Y luego, con un gruñido de placer, se hizo a un lado una vez culminado su éxtasis.

Durante un momento, se quedaron juntos; después, O'Flaherty se levantó y fue al comedor a servirse más vino. Skye sintió que las lágrimas le inundaban las mejillas pero retuvo los sollozos. Temía enfurecerlo. Lo oyó levantar las tapas de las fuentes y probar la comida, pero él en ningún momento pensó en ofrecerle algo a Skye.

Volvió al dormitorio con una pata de pollo en la mano. Se sentó en el borde de la cama y palmeó la espalda de Skye, que fingió dormir: tal vez así la dejaría en paz. Oyó el sonido de sus mandíbulas, metódico, metálico, y después el hueso de la pata de pollo golpeó en el suelo.

– ¡Ábrete! -ordenó una voz monstruosa.

Era inútil tratar de resistirse. Skye era esposa de ese hombre, era su yegua. Obedeció sin decir palabra y se sometió de nuevo al dolor y la humillación. Esta vez, cuando hubo terminado, Dom se hizo a un lado y se quedó dormido boca arriba, roncando. Skye esperó hasta estar segura de que dormía profundamente y se bajó en silencio de la cama. Casi no podía caminar pero se habría arrastrado con tal de salir de esa habitación.

Llegó hasta la sala y se sirvió un poco de vino con manos temblorosas. La mitad se le derramó sobre la mesa. Añadió más leña al fuego y se sentó en la gran silla.

¡Niall! Sus cálidas manos, su boca llena de amor. Había querido hacerla feliz, mientras le enseñaba a ser agradable para un hombre. ¡Maldición! ¡Maldición!, y ahora la había traicionado. Ellos estaban en lo cierto. El heredero del gran señor sólo había estado divirtiéndose con ella y su deseo de poseer a una niña inocente, no era ni menos horrible ni menos sucio que el de Dom, porque gozaba humillándola y dominándola. Una mano cayó sobre su hombro y ella levantó la vista aterrorizada.

– Me desperté y no estabas -dijo él con voz quejumbrosa-. ¡Estás llorando! Todavía triste porque no soy Niall, ¿eh? -Ella se secó las lágrimas, sintiéndose culpable de manera imprecisa, mientras meneaba la cabeza. El tono de Dom se suavizó un tanto-. Probablemente te lastimé un poco -dijo con talante amistoso, sin demasiado interés-. Bueno, no te preocupes, Skye, será más fácil con el tiempo, pronto te ensancharás lo suficiente como para recibir a mi sexo. Ven, cariño, volvamos a hacerlo, porque si no puedes conciliar el sueño, es que no te he poseído con suficiente ímpetu. Además -añadió, riéndose entre dientes, con los ojos llenos de deseo-, eres mucho más dulce de lo que imaginaba.

El resto de la noche, mientras toleraba los abrazos de su esposo, Skye se dedicó a odiar a Niall Burke con furia creciente, y pensó en cómo vengarse de su traición. Se vengaría algún día. Oh, sí, él pagaría caro el haber destrozado sus sueños.

Y una escena semejante se desarrollaba en ese momento en el castillo del MacWilliam.

Darragh O'Neill Burke había sido destinada a la Iglesia desde su nacimiento. Su hermana mayor había sido la prometida y luego la esposa de un O'Connell. Su otra hermana había sido la novia de Niall Burke. Pero Ceit había muerto súbitamente durante el último invierno, y Darragh, que había vivido en su amado convento de St. Mary desde los cinco años, había vuelto a casa para tomar el lugar de su hermana en el lecho matrimonial. La elección fue particularmente trágica. Darragh O'Neill tenía una verdadera vocación religiosa. Cuando se decidió que fuera ella la que reemplazara a su hermana, a Darragh le faltaban dos días para tomar los votos definitivos. Su padre, con varios de sus hombres, habían irrumpido en el convento con ruido y gritos justo a tiempo para impedir que el cabello rubio de Darragh fuera segado por la tijera. O'Neill se había negado a aceptar la devolución de la dote de Darragh de manos del convento porque sabía que, de ese modo, la madre superiora aceptaría la marcha de la novicia con mayor facilidad. No perdía nada porque, en realidad, había pagado el dinero hacía ya ocho años, de la misma forma en que la dote de Ceit había sido pagada cuando se firmó el compromiso con los MacWilliam.

La madre superiora explicó el problema a la horrorizada joven y le dijo con sumo tacto que el Señor y la Virgen habían decidido otra cosa para ella y que debía aceptar los acontecimientos con buena voluntad y resignación. Se iría del convento con su padre inmediatamente y se casaría con lord Burke. La muchacha obedeció con el rostro lleno de lágrimas.

Y Niall Burke se encontró con una joven pálida cuyos ojos enrojecidos hablaban de días y días de llanto. Como no le habían advertido sobre los sentimientos de su prometida hacia la Iglesia y la vida religiosa, le molestó que ella afrontase la boda con tan poco entusiasmo.

Esa noche, cuando, ya marido y mujer, se acostaron juntos, Darragh se desmayó al ver a su marido desnudo. Niall logró, con amabilidad y dulzura, que ella le explicase lo sucedido. Conmovido, le acarició el cabello con suavidad.

– Creo que en tales circunstancias, no es necesario que apresuremos la parte física de nuestro matrimonio -dijo con tranquilidad-. Démonos tiempo para conocernos.

Niall no quería violar a una virgen que no deseaba entregarse. Y maldijo a los padres de ambos por la mezquindad de ese contrato matrimonial. La muchacha tenía una vocación religiosa muy desarrollada y él se preguntaba si alguna vez lograría superarla. Se rió con amargura. Le habían quitado a la mujer que amaba, la mujer que le habría dado hijos con gusto, que habría amado a esos hijos, y todo porque su padre pensaba que no poseía los suficientes títulos nobiliarios. Y en su lugar, le habían adjudicado una monja… Era incluso divertido, y Niall se habría reído si no se hubiera dado cuenta de que su esposa todavía parecía preocupada.

– ¿Y qué dirá la gente si no ven las sábanas manchadas mañana por la mañana?

Él rió.

– Oh, Darragh Burke, ¡qué inocente eres! Muchas jovencitas juegan al amor antes del matrimonio y, sin embargo, muestran la sábana teñida de sangre después de la noche de bodas. Muévete, niña, que voy a mostrarte cómo se hace.

Con los ojos muy abiertos, Darragh lo miró coger un cuchillo que los criados habían traído a la habitación junto con un bol repleto de frutas, y vio como Niall se producía con él un pequeño corte en la parte interior de la ingle. Unas gotas de sangre cayeron sobre las sábanas. La virtud de Darragh quedaba a salvo y el honor de su esposo también.

Pasaron dos semanas desde la noche de bodas. Darragh pensaba que había salvado su virginidad para siempre. Había decidido dedicar su amor a Dios y no pensaba entregarse a Niall. Le llevaría la casa, pero eso era todo. La amabilidad de Niall en la noche de bodas le parecía una debilidad de la que podía seguir aprovechándose.