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– Tal vez yo lo mataría a él -murmuró lord Burke con voz calma.

Capítulo 6

El hijo de Skye, Ewan, nació en primavera. Eibhlin ayudó en el parto. Había llegado al castillo de los O'Flaherty inmediatamente después de la Noche de Reyes. La pobreza del pequeño castillo de los O'Flaherty la había impresionado. Anne le había repetido las descripciones de Skye, pero la monja había supuesto que la amargura de su hermana menor la hacía exagerar. Ahora veía que lo que le había contado Anne era verdad, una verdad terrible.

Las paredes del edificio estaban muy deterioradas y se filtraba aire por todas partes. El suelo estaba desnudo y apenas se veía alguna que otra alfombra desgastada y mugrienta. Los pocos tapices que colgaban de los muros estaban casi pelados por el uso y no contribuían a caldear las habitaciones. El mobiliario era pobre y escaso. Eibhlin estaba asombrada. Sabía que su padre y su madrastra habían enviado muebles y adornos con Skye, como parte de la dote, pero cuando interrogó a su hermana, lo único que consiguió fue una confusa explicación acerca de Gilly y Dom y de sus enormes deudas.

Con su hermana a su lado, Skye pasó un invierno tranquilo y el parto fue relajado y fácil. Eibhlin se marchó cuatro semanas después. Regresó a los pocos meses, porque el segundo hijo de Skye, Murrough, vino al mundo apenas diez meses después del primero.

Murrough nació durante una terrible tormenta de mediados de invierno. Por suerte, el parto también resultó fácil porque esta vez Eibhlin había tenido que luchar con otros factores además del nacimiento mismo. Los vientos habían soplado con tal fuerza que en algunas partes de la casa el suelo estaba cubierto de dos centímetros de nieve. El viento había atravesado las agrietadas paredes y las ventanas cubiertas sólo con pieles de oveja. Eibhlin estaba furiosa. La desesperaba ver vivir así a su hermana. La dote de Skye había sido usada para pagar deudas de juego, o vino, o regalos para las mujeres que divertían a Dom y a su padre. Eibhlin se juró una cosa: Skye no volvería a dar a luz un bebé en esas circunstancias, no hasta que Dom se tomara las cosas más en serio.

– Diez meses entre un bebé y otro es poco tiempo -recriminó a su hermana-. Ahora debes descansar por lo menos un año antes de concebir de nuevo.

– Díselo a Dom -murmuró Skye con la voz muy débil-. Dentro de un mes volverá a acostarse conmigo. A pesar de sus putas, me desea ardorosamente. Además, yo creía que no se podía concebir mientras se amamantaba.

– Un cuento de viejas que ha hecho mucho daño -replicó Eibhlin-. Y te aseguro que voy a hablar con Dom. Y te daré la receta de una poción que impedirá que concibas.

– ¡Eibhlin! -Skye estaba escandalizada y divertida al mismo tiempo-. ¿Tú?, ¿una monja? ¿Cómo sabes todo eso?

– Sé tanto como cualquier médico -replicó Eibhlin-. Más incluso, porque soy también comadrona y conozco las hierbas medicinales. Es tradición entre las viejas. Los médicos desprecian esas cosas, pero se equivocan. Puedo explicarte varias formas de impedir la concepción.

– ¿Y la Iglesia no las prohíbe? ¿No son pecaminosas, hermana?

La monja le respondió con voz tensa:

– La Iglesia no ha visto bebés inocentes muriendo de hambre porque hay demasiadas bocas que alimentar en la familia. No ha visto a bebés y madres congelados hasta la muerte, azules de frío porque no hay mantas ni ropa suficiente en esas chozas que llaman casas, porque no hay comida ni leña para calentarse. ¿Qué saben esos curas y esos obispos bien cebados y apoltronados en sus casas de piedra sobre esas almas y sus sufrimientos? Yo ayudo como puedo, Skye. A las inocentes y supersticiosas les doy un «tónico» para ayudarlas a recuperar fuerzas después de varios partos. No saben lo que les doy. Si lo supieran no lo tomarían, porque realmente creen en la condenación eterna que promete la Iglesia. Tú, hermana, no eres tan tonta.

– No, Eibhlin, no lo soy. Y no quiero más hijos de Dom. No quiero perder mi juventud antes de tiempo. Voy a criar a este hijo sabiendo lo que hago. Una de las amantes de Dom dio a luz hace un mes. Tiene los senos como enormes odres y me divertirá que alimente a mi hijo y al bastardo de Dom. Puede vivir aquí con los dos niños y tener a la nodriza de Ewan como compañía.

– Te has endurecido, Skye.

– ¿De qué otra forma podría sobrevivir en esta casa? Ya has estado aquí lo suficiente como para saber cómo son los O'Flaherty.

La monja asintió.

– ¿Has podido encontrar un marido para Claire?

– No y no creo que pueda hacerlo a menos que convenza a Dom de que le dé una dote. Gilly y Dom se jugaron la dote que le había dejado su madre. No queda nada. Y si no supiera ciertas cosas, juraría que esa chica es medio boba, porque no le importa. Los pocos jóvenes que han venido a cortejarla se han topado siempre con una absoluta indiferencia. Uno resulta ser demasiado gordo; otro, demasiado flaco. Este es un bufón y el siguiente no tiene sentido del humor. Uno es excesivamente ardiente y el otro no tiene sangre en las venas. No la comprendo. No tiene vocación religiosa, ni interés por nada ni nadie, según veo. Tampoco parece decidida a controlar su propia vida, como yo hubiera querido. No le importa nada.

– Tal vez quiere quedarse con su padre y su hermano. Algunas mujeres son así.

Skye miró a su hermana con expresión cándida.

– ¿Realmente crees eso, Eibhlin?

– No -le llegó la respuesta, rápida, directa-. Es una chica taimada, siempre con secretos, a pesar de su aspecto angelical. Hay algo… -y Eibhlin dudó, no queriendo ser injusta, pero en verdad preocupada-. Hay algo maligno en Claire, algo perverso -sentenció.

Skye estaba de acuerdo. Pero no podía hacer absolutamente nada con Claire a menos que le encontrara un marido. Lo que le molestaba más era que Claire siempre estuviera riéndose de ella, como si escondiera un secreto que no quería compartir con nadie, especialmente con Skye.

Eibhlin regresó pronto a St. Bride's, pero habló con Dom antes de irse. Cuando la monja ya no estaba, Dom le dijo a Skye:

– Ya que tu hermana me asegura que tu salud se resentirá si te doy otro hijo, no creo que tengas derecho a quejarte si busco diversión en otra parte.

– ¿Me he quejado alguna vez? -le preguntó ella, divertida, escondiendo su alegría ante la idea de que él la dejara en paz.

– No, eres una buena chica y me has dado dos hermosos varones.

Skye sonrió con dulzura y se mordió la lengua para evitar reírse. Dom la consideraba solamente un tesoro valioso, algo de lo que podía vanagloriarse. Skye se había transformado, le dijo, exactamente en lo que él quería que fuese, una excelente ama de llaves y una buena madre. Estaba dispuesto a ser generoso, a dejarla tranquila por un tiempo.

La vida de Skye tomó un cariz distinto, un cariz que le trajo la paz que ella deseaba. Trabajó para administrar las propiedades y fue ella la que mantuvo a toda la familia. Logró incluso pagar el tributo anual a los MacWilliam. Ni Dom ni su padre se preocupaban por lo que ella hacía, siempre que tuvieran dinero y el tiempo necesario para seguir con sus diversiones.

Skye manejó a los campesinos con firmeza pero con justicia. Acostumbrados a la dejadez de los O'Flaherty, se habían vuelto muy díscolos. Al principio la odiaron, pero cuando llegó el invierno y descubrieron que por primera vez en muchos años no pasarían frío, sus casas no tendrían goteras y había comida suficiente para todo el invierno, bendijeron a su señora. Ella les había dado el milagro de un invierno sin desdichas ni preocupaciones.

Luego, un día, cuando Ewan ya había cumplido dos años y Murrough dieciséis meses, Skye se percató de que Dom no la había molestado en todo ese tiempo. Bendijo en silencio a la mujer o mujeres que lo mantenían ocupado. Y después, reflexionando sobre eso, recordó que hacía muchos meses que nadie le contaba algún chisme sobre Dom y sus amantes. Eran ideas inquietantes.