En junio, Skye cumplió dieciocho años. El tiempo era extrañamente soleado y cálido para Irlanda. Su joven cuerpo, rebosante de salud ahora, estaba empezando a necesitar amor de nuevo, aunque fuese el de Dom. A pesar de que los habían invitado en dos ocasiones a pasar la Noche de Reyes en casa de los MacWilliam, ella había preferido quedarse en Ballyhennessey, usando el embarazo como primera excusa para no viajar, y después, fingiendo una enfermedad.
No se atrevía a ver de nuevo a Niall, aunque su mente y su cuerpo lo deseaban con una desesperación que casi la desgarraba. Con lo que Eibhlin le había explicado, tal vez hasta hubiera aceptado ser su amante sin que nadie lo supiera. La tentación había sido grande pero Skye se resistió, sabiendo que en realidad no deseaba ser otra cosa que su esposa.
Dom y su padre habían ido a la celebración de la Noche de Reyes. Skye había insistido en que fueran y la dejaran sola con los dos niños. Aunque había hablado con ellos sobre la necesidad de encontrar un esposo para Claire, en ambas ocasiones habían regresado diciendo que no aparecía ningún pretendiente adecuado para ella. Skye no lo entendía. Gracias a Dubhdara O'Malley, Claire tenía una dote respetable que ni su padre ni su hermano podían robarle. O la muchacha había sido demasiado selectiva, o había alguien en su vida que no era respetable, alguien al que seguramente veía día tras día. Skye decidió averiguar qué estaba sucediendo, porque Claire tenía ya diecisiete años y Skye no quería que se quedara en el castillo para siempre.
Eligió el momento con cuidado: una noche, después de cenar, cuando tanto Gilly como Dom habían desaparecido. Vio que Claire se dirigía a sus habitaciones en un ala del castillo. Skye nunca había estado allí antes. Nunca la habían invitado y hasta ese momento no le había parecido que hubiera razones para violar la intimidad de Claire.
Cuando el castillo quedó en silencio, subió sigilosamente por las escaleras hasta las habitaciones de su cuñada. Entró en el salón y descubrió allí gran parte de los objetos de su dote que habían desaparecido. Las ventanas estaban cubiertas con el terciopelo francés que había pensado usar en su dormitorio. El pequeño mueble de roble pulido que Dubhdara y Anne le habían regalado para su habitación adornaba una de las paredes. Y sobre el mueble vio su bandeja de plata con las copas y jarras de cristal veneciano…
– ¡Asquerosa zorra! -insultó entre dientes-. ¡Voy a arrancarte la piel!
¡Por Dios!, ahí estaban sus boles de plata y sus candelabros… Primero sorprendida, después furiosa, estuvo a punto de bajar en busca de su esposo para pedirle una explicación. Y entonces, oyó risas y un rumor de voces, una de ellas definitivamente masculina. Venían del dormitorio, un poco más arriba.
«Ajá -pensó-, la señorita Claire tiene un amante. Bueno, sea quien sea, ya descubrirá que tiene una nueva esposa, a menos, claro está, que ya la tenga. Sirviente o señor, le obligaré a casarse con Claire.» Skye se deslizó con sigilo por la escalera, llegó al descansillo y luego se acercó a la puerta entreabierta del dormitorio. Cuanto más se acercaba, tanto más vividamente oía los ruidos característicos de una vigorosa escena de amor. Llegó hasta la puerta y espió a través de la rendija.
Lo que vio confirmó sus sospechas: Claire y un hombre, ambos desnudos, enredados en un abrazo. El color inundó las mejillas de Skye cuando vio las largas piernas blancas de Claire rodeando el cuerpo de su amante. El hombre se hundía con fuerza, sin piedad, en esa mujer sudorosa y desesperada de pasión. Claire empezó a gemir.
– ¡Más, Dom, más! ¡Más, sí, hermano querido! Ah, ¡qué placer, qué placer!
Skye sintió que una primera oleada de náuseas recorría su cuerpo y se aferró a la puerta. ¡Dom! ¡Dom era el amante de Claire! ¡Su propio hermano! Lentamente, Skye se dejó caer al suelo, todavía agarrada a la puerta, al borde del desmayo.
– ¡Puta! -gruñía Dom-. ¡Qué putita eres, hermanita mía! ¿Te hago el amor hasta que no puedas ponerte de pie? Ya lo hice una vez, ¿te acuerdas? Pero esta noche quiero hacerlo hasta que me pidas clemencia, y entonces me darás placer de otra forma; puedo inventar cien maneras…
– Sí, sí… -jadeaba Claire-. Lo que quieras, amor mío. Haré lo que me pidas, absolutamente todo… Oh, Dom, ¿no te satisfago siempre, siempre?
Todavía de rodillas, Skye se sentía congelada de horror y de espanto.
– ¡A cuatro patas, perra!
Claire obedeció, y entonces Dom la sodomizó. Fue un acto cruel que repitió varias veces. Skye sintió el sabor amargo del vómito en su garganta, mientras Claire gritaba:
– ¡Así, que me duela, Dom! ¡Haz que me duela!
Pero Dom retardaba su eyaculación. Puso a su hermana boca arriba y la montó. Colocó su miembro en la boca abierta y deseosa de la muchacha. Skye cerró los ojos para no ver esa escena degradante, pero no pudo evitar escuchar los obscenos sonidos guturales de Claire, ni los gruñidos de placer de Dom. Incapaz de contenerse un segundo más, un sollozo audible escapó de su garganta.
– ¡Dios! -chilló Claire-. ¡Hay alguien ahí fuera! ¡Alguien nos ha descubierto!
Dom saltó de la cama y abrió la puerta con un gesto brusco. Vio a su esposa casi desvanecida en el suelo.
– Vaya, vaya -murmuró con furia-, ¿qué tenemos aquí? Si es mi querida esposa.
Los ojos de Claire se entrecerraron con malicia.
– ¡Perra! ¿Cómo te atreves a espiarme? -chilló.
– No estaba es… espiando -tartamudeó Skye con voz temblorosa-. Quería hablarte sobre tu matrimonio.
Dom empezó a reírse como un demente, pero una mirada de su hermana lo calmó.
– ¿Casarme? ¿Para qué quiero casarme yo, estúpida? -le espetó Claire-. El único hombre que he amado en mi vida es Dom y no pienso dejarlo nunca. ¡Y es mío! Se casó contigo sólo por tu dinero y para conseguir un heredero. Ahora tiene ambas cosas. Ya no te necesitamos, excepto para administrar las propiedades. Así que sal de aquí, y no se te ocurra volver a espiarme.
Skye se volvió para huir, pero una de las manos de Dom la agarró de un hombro. Con la otra, su esposo le acarició el seno, y cuando el pezón se endureció, Dom empezó a reírse a carcajadas.
– Hace mucho tiempo, Skye.
Ella trató de liberarse. Claire chilló desde la cama:
– ¡Déjala, hermano! ¡No la necesitas, me tienes a mí!
– ¡Cállate, perra! Ella también me gusta. Y me apetece haceros el amor a las dos al mismo tiempo.
– ¡No! -aulló Skye, tratando de llegar hasta la puerta, pero los brazos de Dom la rodearon y entonces Claire la miró y sus ojos pálidos y azules se llenaron de deseo. Se acercó a ella y le arrancó la bata azul. Cuando el cuerpo de su cuñada apareció ante ella, los ojos de Claire se relajaron y se humedecieron. Se acercó más a Skye y acarició su cuerpo. Skye retrocedió para evitarla, enferma de asco. Claire se rió como una bruja.
– ¡Déjame a mi primero, hermano! ¡Deja que yo la prepare para ti, por favor! Puedes mirar mientras lo hago. Recuerda cómo te gustaba verme con la sirvientita esa que tuvimos.
– ¡No, Dom! ¡No, no, Dios mío!
Dom le sonrió a su hermana con dulzura, los ojos brillantes por el recuerdo. Después asintió.
– Yo miraré desde lejos, Claire, pero cuando yo te lo ordene, debes dejarla. ¡Prométemelo ahora! Nada de bromas como con la pequeña Sorcha.
– Sí, amor -ronroneó Claire, y entonces, ataron a Skye, que luchaba denodadamente, a los barrotes de la cama.
Claire se abalanzó sobre la muchacha y, cogiendo su cabeza entre las manos, la besó lentamente, con los labios muy húmedos. Skye fingió un desmayo, y entonces, muerta de risa, Claire empezó a explorar a su antojo la piel de su víctima. La degradación de Skye agregaba placer a su juego erótico. Apresó los pezones de Skye con el pulgar y el índice y los acarició con suavidad antes de inclinarse y chuparlos. Atada por los brazos, Skye luchó por escaparse, pero sus esfuerzos solamente lograron excitar más a Claire.