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– Vamos, tío, tú eres un negociante consumado. ¿No pactaste con tus amigos de Roma para que se anulara el matrimonio de Niall? Los dos sabemos que la razón por la que me quiere el MacWilliam no es ni mi cabello negro ni mis ojos azules ni mis tetas. Está pensando en nuestros barcos, pero esos barcos no son míos y no puedo entregarlos. Son de mis hermanos y no quiero que los hijos de mi padre se queden sin lo que les corresponde sólo para conseguir mi felicidad. Le ofrezco a ese viejo astuto una dote mayor que la de cualquiera de sus candidatas de la alta aristocracia, y también le ofrezco algo mejor que dinero, porque soy muy buena madre y suelo dar a luz varones… ¡Tiéntalo con eso! A pesar de su inteligencia, no tiene más que un heredero. Yo le daré media docena de nietos.

El obispo rió.

– Eres una mujer muy astuta y muy malvada, sobrina. Tu actitud hacia el sacramento del matrimonio resulta bastante escandalosa. Estoy pensando en las penitencias que debo imponerte.

– Las aceptaré con gusto, tío, si Niall Burke realmente me ama. -Y Skye se puso seria de nuevo-. Eso es lo que tengo que saber. La última vez aceptó la voluntad de su padre con demasiada facilidad y no luchó por mí. Ahora debe enfrentarse al MacWilliam para probarme que me ama.

– ¿Y si el MacWilliam rechaza tu propuesta?

– No lo hará. Pero si lo hace, y Niall realmente me ama, se casará conmigo de todos modos.

– Muy bien, Skye. Que sea como tú quieras.

– Gracias, tío -replicó ella con los ojos bajos, y él se rió y le palmeó la espalda con cariño.

El MacWilliam rugió cuando fue informado de las condiciones de Skye, pero Seamus O'Malley permaneció firme. Incluso después de la boda, Skye seguiría siendo la O'Malley y tendría el control absoluto sobre los asuntos de familia.

– Los O'Brian tienen una chica excelente que ya está madura para el matrimonio -dijo el MacWilliam con expresión astuta.

– Que se la lleve el diablo -gritó Niall, y el obispo disimuló una sonrisa-. Quiero a Skye y pienso casarme con ella aunque tenga que romperte el cuello.

El MacWilliam miró a su hijo con aire ofendido.

– Si estás tan decidido, así sea. Espero que no tardes en darme varios nietos. No me estoy haciendo más joven, te lo aseguro.

Seamus O'Malley volvió a casa de su sobrina para comunicarle con alegría que sus términos habían sido aceptados y que Niall Burke había luchado por ella. Los O'Malley estaban muy excitados porque uno de ellos iba a casarse con Niall Burke. Pero Skye estaba tranquila. No se alteró en ningún momento.

– Debes ser de hielo -le hizo notar su hermana Peigi-. Él es lo que siempre deseaste. Y Dios sabe que su reputación con las mujeres haría que cualquiera cayera desmayada de amor por él. Tú ya tuviste una muestra de su forma de hacer el amor, así que tienes que estar contenta con la idea de casarte con él.

– Sí, pero todavía no me he casado, Peigi. Tengo miedo de alegrarme demasiado pronto y de que todo acabe siendo sólo un sueño. Si no pierdo la calma y no llamo la atención, tal vez los espíritus que pueden envidiar mi buena fortuna no se den cuenta y me olviden.

– Dios tenga piedad de ti, hermanita, ¿qué tonterías paganas son ésas? Gracias a Dios que no llevas nuestros negocios de esa forma.

Skye meneó la cabeza y no dijo nada. Sabía que incluso allí, en el corazón de la devota Irlanda, se colocaba comida y bebida en los umbrales como ofrenda a los espíritus de la magia. Sabía que la comunidad marcaba a algunas muchachas de virtud ejemplar como sagradas y que el cuidado de su virginidad quedaba en manos de un espíritu celta muy antiguo que se materializaba para defender la inocencia de la niña y destruir a cualquier violador que la amenazara. Ella y los hombres de su flota rendían tributo a Mannanan MacLir, el antiguo dios irlandés del mar, antes de cada viaje.

Además, habían pasado dieciocho meses desde la última vez que había visto a Niall y estaba un poco asustada. En ese tiempo ningún hombre la había molestado. Su aversión a ser tocada había amainado un tanto y ahora le permitía a Mag que la bañara y la vistiera de nuevo.

Como si Niall hubiera adivinado sus temores, llegó sin hacerse anunciar a la isla de Innisfana. La encontró en la rosaleda de su madre, cortando algunos pimpollos florecidos. Durante unos minutos, se quedó de pie, a la sombra de un árbol y la miró. Se dio cuenta de que nunca la había visto en un momento en que no estuviera ocupada. Iba vestida a la irlandesa, con una falda brillante y roja de lana suave y liviana. Se la había levantado y él se dio cuenta de que estaba descalza y con las piernas desnudas. Su blusa era de lino fino y blanco y estaba muy bien lavada. Las mangas eran cortas y el escote, profundo, un escote que dejaba entrever los senos cuando se inclinaba para inhalar la delicada fragancia de las flores. Su cabello renegrido estaba suelto en el viento y aleteaba ligeramente sobre sus hombros siguiendo el ritmo de la leve brisa. Llevaba una canasta ancha, casi chata, con bastantes rosas. Inis, su enorme perro, caminaba lentamente junto a ella.

Estaba más hermosa de lo que él la recordaba y el corazón de Niall latió un poco más rápido cuando se dio cuenta de que esa mujer iba a ser su esposa. Ya no tenía la inocencia de la joven de quince años que él había conocido. Y le resultaba difícil recordarla así, ahora que, con la sangre temblando de emoción, veía a esa criatura de diecinueve años. Dejó que sus ojos se demoraran sobre el tenue color rosado de las mejillas, sobre la forma en que sus pestañas trazaban finas rayas negras contra la piel del rostro. La grácil figura de Skye O'Malley se movía con gracia infinita. Con sólo mirarla, sentía un placer intenso.

Después de un rato, dio un paso para apartarse del árbol en que se había escondido y al descubrirlo el gran perro de Skye tensó su cuerpo y empezó a gruñir para advertir a su ama de la presencia de un extraño.

– Me alegro de que estés tan bien protegida, Skye.

– Estira la mano, Niall, para que Inis pueda olfatearte. -Skye palmeó al perro-. Es un amigo, Inis. Niall es mi amigo.

Lord Burke dejó que el perro lo olfateara. Luego lo palmeó y le habló para tranquilizarlo. El animal lo miró primero con desconfianza, con sus ojos líquidos color ámbar, y luego una nariz fría y húmeda se hundió en su mano.

– ¡Le gustas!

– Y si no le hubiera gustado, ¿qué?

– Habríais tenido dificultades para reclamar vuestros derechos maritales después de la boda, milord -dijo ella, bromeando.

Luego se puso seria de pronto, y él, también. Después de un momento, Niall le tendió los brazos y ella, sin dudarlo un momento, caminó hasta él y dejó que la abrazara. Los brazos de Niall la rodearon y ella se quedó quieta, escuchando junto a su mejilla el rápido latido del corazón del hombre a quien amaba.

– Te amo, muchacha -dijo él con voz tranquila.

– Yo también te amo, milord Burke. Me gustaría sellar este amor con un beso -propuso Skye con suavidad, levantando la cabeza.

La boca de él la buscó con dulzura. Al primer contacto de los labios, ella se sintió aterrorizada, pero notó que la gran mano de Niall le acariciaba el cabello y lo oyó murmurarle al oído:

– No, amor, no temas, soy Niall, y te amo.

Entonces, con un suspiro, ella se le entregó y cuando él la soltó finalmente, vio sus ojos azules, resplandecientes de alegría.

– ¿Ahora estás bien, amor mío? -le preguntó él, aunque sabía la respuesta.

– Sí, milord. Por un momento… Pero ya se me ha pasado.

– Siempre seré cariñoso contigo, Skye.

– Lo sé -dijo ella-. ¿Cuánto rato llevabas espiándome?

– Unos minutos. Estabas preciosa con los pies descalzos y las rosas en tus manos.

– Una imagen no muy digna, diría yo -enrojeció ella-. Como la O'Malley debería haber navegado a tu encuentro, prometido mío.