La bandera que les había entregado el Dey para que hicieran la travesía sin problemas había desaparecido en la tormenta y dos barcos los atacaban al mismo tiempo. No había otra alternativa. Tenían que luchar. Los hombres de Skye estaban ansiosos por entrar en combate. Sacaron las armas y se volvieron con furia hacia el enemigo.
Volaron los ganchos de abordaje y la Gaviota se vio aprisionada por el barco pirata. Debajo de las cubiertas, la tripulación trabajaba con rapidez para hundir al otro barco, que se aproximaba peligrosamente, y en cubierta, Skye, espada en mano, comandaba a sus hombres contra los piratas que habían abordado la nave.
Horrorizado, orgulloso del coraje de Skye, pero temiendo por su vida, lord Burke desenvainó su espada y se dispuso a subir a cubierta, pero MacGuire lo detuvo.
– Está bien, muchacho. Quedaos conmigo. Si vais allá arriba con ella, estará más preocupada por vos que por el barco. No os necesita. Si nos llama, iremos; pero por ahora impediremos que los infieles puedan bajar a las bodegas por esta escalera. -Y el capitán, con la pipa entre los dientes, saltó hacia delante para enfrentarse a un rufián barbudo y de cabello encrespado que estaba tratando de llegar a los camarotes. Niall, que se daba cuenta de que MacGuire tenía razón, se sumó a la lucha.
Los artilleros de la Gaviota lograron hundir la segunda nave y el grito de triunfo se elevó sobre las cabezas de los hombres de la O'Malley, que ya empezaba a obligar a los invasores a abandonar el barco. Los ganchos desaparecieron. Lentamente empezó a formarse una lengua de agua entre ambos barcos. Los piratas huyeron hacia su nave.
Lo que sucedió después nunca quedó claro para los marineros que lo vivieron. Una gigantesca ola solitaria, que formaba parte de la tormenta que habían dejado atrás, embistió a la nave con furia, por su costado y Niall Burke fue arrastrado por encima de la borda hacia el mar. Oyó que Skye gritaba su nombre y luego Inis aterrizó junto a él en el agua. Vio que arriaban un bote a toda velocidad y supo, que en un segundo, él y el perro volverían a la cubierta de la Gaviota.
En el barco, arriba, Skye estaba fuera de sí. La tripulación no la reconocía.
– ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Vosotros, idiotas, más rápido! Arriad el bote antes de que desaparezcan. ¡Si se ahoga él o el perro voy a colgaros del mástil, lo juro!
El bote golpeó contra el agua y los remeros lo llevaron hasta lord Burke e Inis. Skye dirigió el rescate desde la cubierta del barco. En el espumeante mar, la oscura cabeza de Niall flotaba cerca del pelaje plateado de Inis. Con la atención puesta en el rescate, todos se olvidaron de los piratas.
El capitán y la tripulación de la nave enemiga habían estado observando el espectáculo y de pronto, a una señal del capitán pirata, su barco se aproximó con rapidez a la Gaviota. Sin darle tiempo a reaccionar, tomó a Skye por la cintura, la levantó de la cubierta de la Gaviota y la pasó a su barco.
Ella se volvió con un alarido de furia, intentado arañarle, pero su captor se rió con los dientes blancos sobre la cara morena y la barba negra. Ella luchó contra él y oyó que su tripulación gritaba, pero ahora los piratas atacaban con los mosquetes en un intento de entorpecer el rescate de lord Burke.
El bote había llegado hasta él finalmente y los hombres pudieron sacar del agua al hombre y al perro.
– Gracias a Dios -sollozó Skye.
Oyó que Niall gritaba su nombre y se volvió, cogiendo a su captor desprevenido. Se liberó un momento y gritó:
– ¡Niall! ¡Niall!
Se escuchó el chasquido ronco de un mosquete y una mancha roja brotó del pecho de lord Burke. Skye miraba, horrorizada, paralizada; un grito sacudió el aire cuando ella lo vio caer en el bote.
– ¡Lo he matado! ¡Dios mío! ¡Lo he matado! -Y, con un gemido de angustia, se deslizó hacia la oscuridad que se elevaba hacia ella para librarla del dolor.
SEGUNDA PARTE
Capítulo 8
El jardín de Kahlid el Bey estaba pensado para ser un paraíso de paz y perfección. Era rectangular y quedaba justo debajo de la casa del Bey, un edificio de dos plantas construido en mármol, que se elevaba sobre la ciudad de Argel. La vista desde el jardín y la casa era magnífica. Desde allí podía distinguirse la ciudad con su nuevo fuerte turco -el Casbah- y el azul del Mediterráneo que salpicaba la arena más abajo.
Había limoneros y naranjos y altos pinos siempre verdes y rosas de todos los colores imaginables. Una pileta en forma de T, con el travesaño largo sembrado de fuentes ocupaba el centro del paseo.
Los senderos, de grava ligera muy bien cuidada, tenían pequeños bancos de mármol a espacios regulares. El jardín de Khalid el Bey rebosaba de sonidos cristalinos: la sonrisa de las fuentes, las canciones de los pájaros y el murmullo de la brisa entre los pinos. De vez en cuando, el zumbido de una abeja.
El único ser humano que disfrutaba del jardín en ese momento era una hermosa mujer que dormitaba en una tumbona. Vestía un caftán azul pálido muy simple y calzaba sandalias de cuero adornadas con oro. Su piel era clara y en sus mejillas se insinuaba un tenue rastro de rubor. Los párpados, suavemente sombreados con carbón azul. Su cabello negro, pesado, casi azul, se desparramaba alrededor de sus hombros.
Khalid el Bey, que acababa de salir al jardín, se quedó de pie, en silencio, mirándola. Era un hombre alto, en sus años de esplendor, con cabello negro que empezaba a teñirse de plata en las sienes. Su piel era dorada y ese color se destacaba junto a la corta barba negra. Sus ojos color ámbar, casi oro, estaban rodeados por largas pestañas negras, no muy comunes en un hombre, pero sí muy atractivas. Khalid el Bey no era ni extremadamente delgado ni abusivamente grueso, lucía un cuerpo musculoso, firme y bien cuidado, que ejercitaba regularmente. Tenía la cara oval, los ojos separados, la nariz larga y aristocrática, los labios delgados pero sensuales.
Ahora, mientras miraba a la hermosa mujer que dormitaba en su jardín, sentía que su instinto no lo había engañado. Esa mujer era realmente hermosa, aunque cuando se la habían traído, hacía ya dos meses, no lo parecía. Entonces estaba muy delgada, con el cabello opaco y sucio. Y había sufrido una fuerte impresión. Sin embargo, él había intuido una preciosa joya bajo esa suciedad y ese aspecto deslucido y, a pesar de las objeciones de Yasmin, la había comprado para su Casa de la Felicidad.
La mujer se había recuperado lentamente. Él en persona la había alimentado con pollo picado. Y había tenido que ponérselo entre los labios partidos la primera semana. La había tratado con dulzura y ella le había respondido. Él era el primero al que había dirigido la palabra.
– ¿Quién sois vos?
– Mi nombre es Khalid el Bey.
– ¿Dónde estoy?
– En mi casa, en la ciudad de Argel.
Ella volvió a su silencio. Después de un momento, se aventuró a decir:
– ¿Cómo llegué aquí?
– Os trajo el capitán Rai el Abdul. Decidme ahora, hermosa mujer, ¿cómo os llamáis?
– Me llamo Skye -le contestó ella.
– ¿Y de dónde venís? -la provocó él.
Los grandes ojos color zafiro de la muchacha parecían confusos y no tardaron mucho en llenarse de lágrimas.
– No lo sé -sollozó-. No sé de dónde vengo. Seguramente el capitán Abdul debe de saberlo.
Khalid el Bey meneó la cabeza.
– No. Él os recibió de otro barco que partía a un viaje muy largo. Mi capitán, en cambio, volvía a casa. -Luego, al notar que había miedo en los ojos de ella, Khalid dijo con más familiaridad, como para tranquilizarla-: No te asustes, hermosa Skye. Estoy seguro de que, muy pronto, lo recordarás todo. Sabemos que eres europea porque estamos hablando en francés, aunque tu acento no parece ser el de esa lengua. Hablaremos de nuevo más tarde.