Estaba más pálida que el vestido, y si Dom se hubiera molestado en mirarla más de cerca, habría descubierto la mirada acosada, indefensa que tenía en los ojos. El somnífero que la había hecho beber su hermana la empujaba a cumplir con la farsa. Tenía reacciones tan tenues y débiles que casi no se oía lo que decía y se movía como una muñeca de madera. La familia pensaba que eran los nervios por la boda.
Los declararon marido y mujer. Dom y Skye se volvieron para tener enfrente a sus familias y, en ese momento, las puertas de la capilla se abrieron bruscamente para dar paso a Niall Burke, con el rostro atravesado por la angustia, los ojos llenos de un dolor que sólo Skye podía entender. Skye quería morirse.
– ¡Que bese a la novia! ¡Que bese a la novia! -llegaron los gritos de los invitados a la boda.
Dom O'Flaherty se volvió hacia Skye y la obligó a mirarlo.
– Ahora -anunció con voz triunfante-, ahora sí que me perteneces… -La buscó con la boca. Presionó para meter la lengua entre los tiernos labios de la muchacha. En torno a ellos se oían los gritos de aliento. La lengua era suave y exigente. Skye quería escapar de ese horror y se desmayó.
– ¡Ajá! -gritó Dubhdara O'Malley con alegría-. ¡Aquí está la prueba de la inocencia de mi hija! ¡El primer beso y se desmaya. Aflójale las cintas, Dom. Me han dicho que sabes mucho sobre atuendos femeninos…!
Mientras las carcajadas que saludaban la ocurrencia de O'Malley retumbaban en la capilla, Dom O'Flaherty levantó a su mujer y la sacó de allí. Niall Burke lo miró, indefenso, mientras el muchacho se llevaba a una Skye desvanecida hacia la escalera. Hubiera querido golpear a ese joven que la apretaba entre sus brazos con los ojos llenos de un ansia de posesión evidente para cualquiera.
Por primera vez en su vida, el heredero de la más poderosa familia de Irlanda había fracasado en su empeño. Durante los últimos tres días había intentado infructuosamente hablar con el O'Malley, pero Dubhdara no había querido recibir a nadie debido a la indisposición de su esposa. Dadas las circunstancias, Niall no sospechaba que fueran a casar a Skye con tanta rapidez. Pensó que tendría tiempo de hablar con su anfitrión. Aunque la situación hubiera resultado embarazosa, no habría habido afrenta en que el O'Malley cambiara al heredero de los Ballyhennessey por el heredero de los MacWilliam de Mayo.
Niall empujó para abrirse paso con los demás hasta el dormitorio. Dom dejó a su esposa sobre la cama. Con dedos temblorosos desató las cintas del vestido de la muchacha. Sin pensar demasiado en su público, acarició el bultito suave y cálido de los senos de Skye. La lujuria de esos ojos pálidos y azules era evidente y Niall sintió que lo dominaba una rabia desatada.
– Bueno, bueno, hijo mío, no habrá nada de eso hasta esta noche -se rió O'Malley-. Tu mujer debe estar en condiciones de encabezar todos los brindis que van a hacerse en la fiesta y eso no será posible si la tomas ahora.
O'Flaherty se sonrojó entre vivas y gritos de alegría. Eibhlin se abrió paso entre la multitud para acercarse a Skye, se arrodilló junto a su hermana y empezó a frotarle las muñecas.
– Molly, el vino, por favor, y una pluma quemada. Papá, sería de gran ayuda que toda esta gente se marchase. Tú también, Dom. Si Skye va a disfrutar de su fiesta, será mejor que la dejes un rato sola.
La habitación fue vaciándose poco a poco, y Eibhlin y Molly sentaron a Skye en la cama. Primero quemaron la pluma y después la sacudieron bajo la nariz de la muchacha, a la que sin dilación forzaron a tomar vino drogado. Skye tosió, tembló y abrió los ojos.
– Te has desmayado -dijo la monja con voz seca.
– Él…, él me metió la lengua en la boca. Eibhlin… -trató de explicar Skye asustada-. Él… dijo que yo le pertenecía…
– Y es cierto.
– ¡No! ¡Jamás perteneceré a Dom O'Flaherty! ¡Ni a ningún hombre!
Eibhlin se volvió.
– Puedes marcharte -le dijo a Molly, que, evidentemente, no deseaba hacerlo. Luego en voz baja, le preguntó a su hermana-: Es Niall Burke, ¿no es cierto, Skye? No te ha arrebatado la virginidad, ¿verdad?
Skye meneó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
– Quería casarse conmigo, Eibhlin. Iba a decírselo a papá.
– Pero no lo ha hecho, y si lo ha hecho, papá no ha aceptado su propuesta. Estás casada con Dom O'Flaherty, Skye. Tienes que enfrentarte a la verdad. Es tu deber ser una buena esposa para él. Él te ama y es tu señor a los ojos de la Iglesia.
– ¡No puedo hacer eso, Eibhlin! ¡Imposible! Odio a Dom, detesto que me toque.
– Algunas mujeres son así, Skye. Tal vez eres una de ellas.
– ¡No! ¡Cuando Niall Burke me besó fue perfecto! Lo deseé. Como una mujer desea a un hombre… en el matrimonio. Pero no me siento así con Dom.
– Duérmete, pequeña -propuso la monja con suavidad-. Pronto tendrás que inaugurar la fiesta de tu boda.
Skye se recostó, suspirando. Las hierbas empezaban a surtir efecto y, de pronto, se quedó dormida, la cara todavía humedecida por las lágrimas. Eibhlin meneó la cabeza. ¿Qué había sucedido para que papá insistiera en ese matrimonio sabiendo que Skye no lo deseaba? Dubhdara siempre había dado todos los gustos a su hijita menor, porque la adoraba, adoraba su belleza espectacular y su amor al mar. Nunca antes la había forzado a nada.
Eibhlin se puso a pensar. Tal vez su padre deseaba que la última de las hijas de los O'Malley dejara el hogar para poder disfrutar de él a solas con su segunda esposa y sus cinco hijos varones. De todos modos, aunque no pensaba decírselo nunca a su hermana, la monja comprendía y compartía el asco que le causaba Dom. Era un hombre empecinado, vanidoso y, a pesar de su educación, casi totalmente ignorante. Eibhlin suspiró. No podía hacerse nada. Eso era todo. Vivían en un mundo de hombres y una mujer decente tenía sólo dos opciones: esposa o monja. «Tal vez -pensó- algún día será diferente.» Volvió a la capilla a rezar por su hermana. Era lo único que podía hacer por el momento.
Cuando Skye se despertó unas horas después, la terrible realidad de su situación cayó sobre ella como un tornado de angustia. Su conocimiento de los hombres era muy limitado pero, instintivamente, comprendía que su esposo era el tipo de hombre que gozaba imponiéndose a los débiles e indefensos. A Dom le gustaba ganar. No tenía que permitir que descubriese lo mal que se sentía.
Se levantó de la cama lentamente, un poco mareada, y se lavó la cara con agua de rosas. Todavía sin vestirse, respiró hondo para despejarse. Se volvió al abrirse la puerta, furiosa porque violaban tan pronto su intimidad.
– ¿Cómo osas entrar en mi habitación?
Dom sonrió con pereza.
– Olvidas, Skye, cariñito, que tengo derecho a entrar en tu habitación cuándo y cómo quiera. Soy tu esposo.
Ella tembló.
– No olvido nada, Dom -respondió con valentía. Él se acercó a ella, y entonces el coraje de Skye se derrumbó-. No te me acerques… -advirtió retrocediendo, pero él la siguió hasta que ella sintió la cama contra sus piernas. La mirada que había en esos ojos celestes la aterrorizaba y tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir de pie y mirarlo a los ojos. Oía el latido de su propio corazón aterrorizado.
– Tu timidez de virgen me gusta… hasta cierto punto, Skye. -La mano de él le tocó la mejilla y se deslizó hasta el hombro, luego se cerró sobre su brazo-. Soy tu esposo y no toleraré que me desobedezcas. Nunca. Tu padre te toleró demasiadas cosas y yo no pienso hacerlo. Te enseñaré como enseño a las perras de mi jauría y tú cumplirás con tu deber para conmigo. Cuando olvides cuál es ese deber, te castigaré. ¿Me comprendes, Skye?
– Sí, Dom. -Ella tenía los ojos bajos, en un gesto que parecía de sumisión, pero que en realidad escondía su odio.