– Bien -dijo él con voz un poco más suave-. Ahora ven a mí, cariñito. -Tomó su mentón entre los dedos y le levantó la cabeza. Luego hundió la húmeda boca en la de ella y volvió a meter la lengua entre los dientes de la muchacha. Ella tembló de asco. Los labios bajaron hasta su cuello. Él la empujó haciéndola caer sobre la cama y se abalanzó sobre ella, levantándole el vestido para liberar los senos pequeños y perfectos. Abrió la boca para morderle un pezón y ella gritó.
Él se detuvo, levantó la vista y la miró.
– Por favor, Dom, tenemos invitados.
Él gruñó, frustrado, y se puso en pie lentamente, la miró con rabia y salió de la habitación tropezando.
Se detuvo un momento en el vestíbulo para recuperar el aliento y aliviar el dolor que sentía en el estómago. Ella tenía razón, maldito sea. No se atrevía a tomarla hasta la noche, pero tenía que tranquilizarse para poder hacerlo. En ese momento, la dama de compañía de su esposa apareció por el pasillo.
Los ojos azules de Dom O'Flaherty se entrecerraron pensativamente, y una sonrisa conquistadora iluminó su bello rostro. Molly se detuvo, lo miró y se percató inmediatamente de lo que quería el esposo de su ama. Le tomó la mano sin decir nada y lo llevó por un largo pasillo hasta una alcoba oscura. Le aflojó la ropa y jadeó de alegría.
– Oh, mi señor… ¡Claro que sí!
Los brazos de Dom se deslizaron alrededor del cuello de la muchacha, que suspiraba excitada:
– Dame un beso, amor mío. -Él se inclinó para buscar la boca tibia que se le ofrecía, mientras tanteaba los botones del vestido de Molly. La apretó contra la pared del fondo y Molly cruzó las piernas alrededor de la cintura del marido de su ama. Él le aferró las nalgas con las manos y se hundió con fuerza en la calidez de la joven. Se movía hacia atrás y hacia delante sin importarle que Molly se golpeara la cabeza contra la pared. Ella gemía de placer y dolor al mismo tiempo. Él se dejó ir con rapidez. Molly se puso en pie y se arregló el vestido. O'Flaherty la dejó sin decir palabra, sin siquiera mirarla. Molly se dejó caer en el suelo, gimiendo.
Skye, que casi nunca rezaba fuera de la iglesia, daba las gracias a todos los santos del calendario por el momentáneo respiro. Pero esa noche no habría forma de evitar lo inevitable. Tendría que someterse a lo que fuera que le hacían los hombres a las mujeres. Tenía algunas ideas vagas al respecto, pero sus hermanas nunca hablaban de sexo y Anne no había llegado a explicarle nada. Estaría a merced de Dom.
Tomó el cepillo y desenredó su cabello. Luego alisó las arrugas del traje de novia, abrió la puerta y abandonó la habitación. Dom apareció en la oscuridad y bajaron al vestíbulo cogidos del brazo para dar la bienvenida a los invitados.
La fiesta había empezado sin ellos, y hubo un general grito de alegría cuando entraron. Dubhdara O'Malley, ya casi borracho, saludó con una respetuosa inclinación y escoltó a su hija y al esposo de ésta hacia el estrado. Skye se horrorizó al ver que la habían colocado entre su marido y lord Burke.
– Buenas noches, señora O'Flaherty. Mis mejores deseos para vos y vuestro esposo -dijo él con formalidad.
– Gracias, milord -contestó ella. No se atrevía a mirarlo. Le parecía que si lo hacía empezaría a llorar de nuevo. Le temblaba la mano cuando cogió la copa para tomar un trago de vino. El corazón de lord Burke se contrajo cuando se dio cuenta.
El O'Malley de Innisfana no había reparado en gastos. Había grandes boles de ostras; fuentes de camarones y langostinos hervidos en vino blanco y adornados con hierbas en todas las mesas; truchas enteras hervidas y rellenas, primero con salmón, después con truchas más pequeñas y finalmente con mariscos. El novio se llenó la boca de ostras mientras recordaba a todos las propiedades afrodisíacas de ese marisco.
El plato siguiente estaba compuesto de patos enteros, capones en salsa de limón, pavos rellenos, palomas rustidas, corderos lechados cocidos enteros, pedazos de carne de ternera en su jugo, conejos cocinados en marmitas, pequeños bocaditos de carne picada, boles de lechuga fresca y cebollitas en vinagre, bandejas de pan troceado y boles de mantequilla. Nadie se quedó sin beber, porque había jarras de plata con vino tinto y blanco, y jarras de barro llenas de cerveza que los sirvientes reponían constantemente.
El último plato consistía en gelatina de todos los colores, flanes, tartas de frutas, lonchas de quesos fuertes, cerezas dulces de Francia y naranjas españolas. El cocinero, contratado especialmente para la ocasión, se lució con magníficas construcciones de mazapán. La decoración superior representaba a una pareja de recién casados, el novio con el pene en evidente erección y la novia con los ojos fijos en ese bulto y una tímida sonrisa en la cara. Se hicieron abundantes brindis, uno tras otro. Algunos eran serios; otros burlones. Finalmente, Dom O'Flaherty se volvió hacia su novia y le dijo:
– Ve a prepararte para mí, querida. He sido agasajado por la generosa hospitalidad de tu padre; ahora quiero ser agasajado por tu precioso cuerpo.
Las mejillas de Skye enrojecieron, temblorosas.
– Tengo que bañarme -se disculpó-. No he podido hacerlo esta mañana.
– ¿Cuánto tardarás?
– Una hora.
– Te doy media, Skye. Ya no quiero excusas.
Ella se puso en pie, y en ese preciso instante se oyó un grito. Ella recogió las faldas de su traje y huyó enseguida con sus hermanas y, tras ellas, un grupo de jóvenes sonrientes. Si atrapaban a la novia o a alguna de sus damas, recibirían un beso como premio. Con rapidez, las hermanas O'Malley llegaron a la habitación de Skye, donde la pareja pasaría la noche de bodas, y cerraron la puerta para que nadie pudiera entrar tras ellas.
Frente al fuego había una tina llena de agua.
Skye miró a su sirvienta con gratitud.
– Gracias, Molly. Te diste cuenta sin que te lo dijera.
– No tuvisteis tiempo antes -replicó la muchacha mientras la ayudaba a desvestirse. Las hermanas se ocuparon de doblar el vestido de Skye y de ordenar la habitación. Sine tomó la tumbilla que se usaba para calentar la cama y la pasó entre las sábanas.
– Las sábanas frías enfrían el ardor de un hombre -observó.
Skye mantuvo la mente fija en el baño. Si se permitía pensar en lo que vendría después, se derrumbaría. Miró la habitación. Aparte de los jarrones llenos de ramas florecidas que habían colocado allí para cumplir con el viejo rito pagano, todo estaba igual. La gran cama de roble oscuro, adornada con terciopelo azul y preparada hoy con sábanas nuevas perfumadas con lavanda. El enorme armario que hacía juego y que ahora estaba vacío porque su ropa ya había sido empaquetada para la partida hacia su nuevo hogar. Skye se lavó con rapidez y salió del baño para envolverse en una toalla recién lavada. Su hermoso cuerpo salió del agua rosado por el calor del baño. Molly la secó con rapidez y le aplicó unos polvos perfumados con una especie de esponja seca de lana. Las hermanas estornudaron cuando el olor se extendió por la habitación.
– Abre un poco la ventana -exigió Moire-. Y busca la bata.
Skye se sonrojó.
– Esa no, Molly. Por favor.
– ¡Skye! -La voz de Moire era severa-. Es una costumbre en la familia O'Malley, y todas la hemos cumplido. Por Dios, hermana, eres la más hermosa de todas. No hay nada de que avergonzarse, niña.
– ¡Pero no me gusta que todos esos hombres me vean desnuda!
– Nosotras, las O'Malley, estamos orgullosas de mostrarles a todos que llegamos al matrimonio sin tacha, sin defectos. Cumplirás el rito. -Envolvió a la novia con la bata, y luego ordenó-: Abre la puerta, Peigi. Oigo llegar a los hombres.
Peigi se apartó del umbral cuando se abrió la puerta y los invitados, sonrientes y divertidos, entraron en la pequeña habitación. Los amigos de Dom O'Flaherty lo habían desvestido a medias. Dubhdara O'Malley se acercó a su hija menor. Estaba borracho, pero cumpliría con su papel hasta el final.