La doctora Carriol alzó las cejas.
– Me parece que exageras un poco cuando hablas de dejarles sin trabajo, Sam. Todos son empleados del Ministerio del Medio Ambiente y lo seguirán siendo. En realidad, pasarán a depender de Moshe, con quien colaborarán en un nuevo proyecto que vamos a encomendarle, siempre que lo deseen. En caso contrario, les concederé la oportunidad de trabajar en algún otro proyecto del ministerio. ¿De acuerdo?
Sam se encogió de hombros.
– Por mí, de acuerdo, pero preferiría que me dieras una orden por escrito.
– Dado que las órdenes por escrito forman parte de la política de la Cuarta Sección, esa responsabilidad recae sobre ti, Sam.
El doctor Abraham sintió sobre su cabeza la sombra de una espada de Damocles y se apresuró a rectificar su anterior actitud.
– Gracias, Judith. Perdóname si te he ofendido, pero sinceramente, esto ha sido un shock. He trabajado cinco años junto a un grupo de gente y sería muy despreciable como jefe si no protegiera los intereses de mis subordinados.
– Estoy de acuerdo, Sam, siempre que mantengas ciertas distancias. ¿Acaso piensas que algunos de tus colaboradores se negarían a trabajar bajo las órdenes de Moshe?
– ¡Oh, no! ¡No se trata de eso! -exclamó Sam con aire deprimido-. En realidad, creo que todos estarán encantados.
– Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
– Nada -contestó él suspirando y en una actitud de agobio-. Absolutamente nada.
La doctora Carriol le dirigió una mirada fría y especuladora.
– ¡Muy bien! -fue todo lo que dijo al ponerse en pie-. Les agradezco nuevamente a todos el trabajo que han hecho. Y les deseo buena suerte. Moshe, ven a verme mañana por la mañana, ¿quieres? Te tengo reservada una tarea muy especial a la que tendrás que dedicarte de lleno y que mantendrá ocupado a todo tu equipo.
El doctor Chasen no había pronunciado aún una sola palabra, porque conocía a la jefa de la Cuarta Sección mucho mejor que el pobre y balbuceante Sam. Judith era una excelente jefa en algunos aspectos, pero era mejor no irritarla. Era tan dominante que, a veces, parecía que su corazón fuera un bloque de hielo. Chasen estaba amargamente desilusionado por haber sido retirado de la Operación de Búsqueda, y ningún nuevo proyecto, por fascinante que fuera, le libraría de la desolación que a cualquier científico le produce el no poder ver los resultados definitivos de su trabajo. Sin embargo, era lo suficientemente sensato como para saber que no lograría nada discutiendo.
En la atmósfera de la sala de conferencias siguió reinando un leve aire de amargura. Los tres investigadores se retiraron en cuanto pudieron, dejando a la doctora Carriol y a John Wayne en posesión del salón.
La doctora Carriol miró su reloj.
– Sin duda, el señor Magnus todavía debe estar en su oficina, y supongo que debo ir a verle. -Lanzó un suspiro observando el montón de páginas con notas taquigráficas de su secretario-. ¡Pobre John! ¿Podrías empezar a transcribir eso ahora mismo?
– No hay problema -contestó él, reuniendo todas las carpetas que había sobre la mesa.
Las oficinas del Ministerio del Medio Ambiente se encontraban en el mismo piso que la sala de conferencias para ejecutivos, que también utilizaba Harold Magnus en caso de necesidad.
La enorme sala de espera se encontraba desierta porque eran ya más de las cinco. Había varias puertas que la comunicaban con las oficinas de las secretarias, las salas de las fotocopiadoras, las oficinas de sus auxiliares y demás despachos que el ministro debía tener cerca. La primera de las puertas de cristal conducía a la espaciosa oficina de la secretaria privada del ministro, que todavía se encontraba allí cuando entró la doctora Judith Carriol. La vida privada de la señora Helena Taverner era objeto de considerable curiosidad dentro del ministerio, ya que parecía dedicar todas las horas de su vida al servicio de Harold Magnus, el cual nunca demostraba su agradecimiento. Unos aseguraban que estaba divorciada; otros sostenían que era viuda, y el resto sospechaba que el señor Taverner no había existido nunca.
– ¡Hola, doctora Carriol! ¡Me alegro de verla! Entre, entre. El ministro la esperaba. ¿Quiere que le sirva una taza de café?
– Sí, por favor, señora Taverner.
Harold Magnus estaba sentado tras un gigantesco escritorio de nogal y había vuelto la silla giratoria hacia la ventana. Desde allí podía observar los escasos vehículos que circulaban por la calle K. Como era ya de noche y no había rastros de lluvia que reflejaran las luces de los edificios sobre la calle, lo único que podía observar era simplemente el reflejo de su oficina y de su propia persona. Pero en cuanto oyó que se cerraba la puerta, se volvió para enfrentarse con la doctora Carriol.
– ¿Cómo fue todo? -preguntó.
– Se lo contaré en seguida, en cuanto la señora Taverner me haya servido un café.
Él frunció el entrecejo.
– ¡Maldita sea! Estoy demasiado ansioso por enterarme de lo que pasó para preocuparme de comer o de beber.
– Eso es lo que dice en este momento. Pero en cuanto empecemos a hablar del asunto y yo no quiera detenerme, me dirá que se muere si no come algo. -Lo dijo, no con el tono indulgente de una mujer ante una persona más poderosa, sino como la cosa más natural del mundo, pues en realidad, era ella la que detentaba el poder y él, en cambio, gozaba simplemente del favor de un capricho político. Judith Carriol se instaló en un cómodo sillón frente al escritorio del ministro.
– ¿Sabe una cosa? Cuando la conocí, me equivoqué con respecto a usted -dijo él de repente, siguiendo su típica costumbre de iniciar una conversación con una frase que, aparentemente, nada tenía que ver con el tema a tratar.
La doctora Carriol no se dejó engañar. Generalmente, las observaciones de este hombre estaban muy calculadas.
– ¿Y cuál fue ese error, señor Magnus?
– Me pregunté con quién se habría acostado para llegar a conquistar su cargo.
Ella parecía divertida.
– ¡Qué actitud tan anticuada!
– ¡Tonterías! -exclamó el ministro vigorosamente-. Es posible que los tiempos hayan cambiado, pero usted sabe tan bien como yo que en todas las carreras de las mujeres que van en busca del poder, hay una buena dosis de cama.
– ¡De algunas mujeres! -aclaró Judith.
– ¡Exactamente! Y yo creí que usted era de ésas.
– ¿Por qué?
– Por su aspecto. Y ya sé que hay muchas mujeres atractivas que no se valen de la cama para trepar a las alturas, pero nunca he pensado en usted como en una mujer atractiva. La considero sugerente. Y mi experiencia, que es considerable, me dice que las mujeres atractivas no eligen el camino directo.
– Pero, supongo que, por supuesto, ha cambiado de idea con respecto a mí.
– ¡Por supuesto! En realidad cambié de idea después de mantener una breve conversación con usted.
La doctora se acomodó en el sillón.
– ¿Y por qué me lo dice en este momento?
Él la miró con aire burlón y no contestó.
– Ya veo, para mantenerme en mi lugar.
– Tal vez.
– Le aseguro que no es necesario. Sé cuál es mi lugar.
– ¡La felicito!
La señora Taverner entró con el café y un par de finas botellas que contenían coñac y un whisky escocés muy difícil de encontrar.
– Gracias, Helena -dijo el ministro, que sólo se sirvió una taza de café-. Sírvase lo que quiera, doctora Carriol.
El ministro era un hombre gordo, aunque no lo parecía. Sus labios eran gruesos y sus cejas, pobladas, y su espesa mata de cabello rubio no lucía una sola cana, a pesar de que ya había cumplido más de sesenta años. Sus pies y sus manos eran delicados, y su profunda voz era un melodioso instrumento que sabía manejar magistralmente. Antes de que Tibor Reece le nombrara para presidir el más importante de los ministerios, era un renombrado abogado especializado en casos relacionados con el medio ambiente y sabía defender, tanto a los acusados de destruirlo como a sus paladines. Eso le hizo poco popular en muchos círculos, pero el presidente Reece hizo caso omiso de las opiniones adversas, porque consideró valioso el hecho de que supiera defender ambas posturas. Su tarea como ministro del Medio Ambiente consistía en asegurarse de que la política trazada por sus superiores en la Casa Blanca fuese fielmente llevada a cabo, y como en realidad dedicaba gran parte de su actividad a estos fines, le soportaban con bastante buen humor. En realidad, si no se hubiera dedicado a pasatiempos tales como crear contraseñas, le habrían considerado el mejor ministro que había tenido el Medio Ambiente en su corta historia. Hacía siete años que ostentaba ese cargo, desde que Tibor Reece fuera elegido Presidente de los Estados Unidos, y en las altas esferas de Washington todo el mundo suponía que se mantendría allí mientras Tibor Reece permaneciera en la Casa Blanca. Como la enmienda constitucional, que databa de la época de Augustus Rome, no había sido modificada y en las elecciones que debían convocarse en noviembre de ese año, la oposición no tenía la menor posibilidad de triunfo, todo el mundo daba por hecho que Harold Magnus sería ministro otros cinco años.