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Él asintió y, prescindiendo de ella de forma grosera, hizo girar su silla hasta quedar frente a la ventana.

– Muchas gracias por todo, doctora Carriol. Manténgame informado -dijo, mientras se dirigía a la amplia puerta triple de cristal, que lo separaba del mundo duro y frío de la calle K.

Pero ella no regresó todavía a su casa. La Cuarta Sección estaba desierta, pero cuando entró en sus propias oficinas, encontró a John Wayne, que levantó la mirada al verla pasar junto a su escritorio. ¡El bueno de John! Si uno deseaba que su hijo fuera una torre de fortaleza, debía bautizarlo con el nombre de John. Por experiencia propia, la doctora Carriol creía en la fuerza de los nombres. Nunca había conocido a una Pam, que no tuviera un gran atractivo sexual, ni a un John, que no poseyera una gran fortaleza, o a una Mary, que no tuviera los pies firmes sobre la tierra. Súbitamente pensó en Joshua Christian.

Las carpetas ya estaban guardadas en la pequeña caja fuerte de su oficina, en la que apenas cabían. Las sacó y las distribuyó a su alrededor sobre el escritorio, frunciendo el entrecejo, mientras decidía cuáles debía guardar y cuáles debía tirar. En el momento en que tomaba la de Joshua Christian, apareció John.

– Siéntate, John. Dime, ¿qué piensas de todo esto?

La máxima diversión de la Cuarta Sección consistía en hacer comentarios sobre la relación que unía a la jefa con su extraño secretario. Se oían toda clase de especulaciones de tipo físico, pero cuando la doctora y él se encontraban a solas, John cambiaba y no se mostraba tan neutro, aunque no por ello, parecía más masculino. Los dos poseían los mejores antecedentes de seguridad de todo el Departamento; los de John eran incluso más elevados que los de Harold Magnus. Y eso era algo que sólo ellos dos sabían.

– Creo que todo fue muy bien -contestó él-. Hubo algunas sorpresas, una de ellas totalmente inesperada. ¿Quiere ver las copias?

– ¿Ya las ha pasado?

– Tengo una copia en borrador.

– Te lo agradezco, pero no, gracias. De momento, con lo que puedo recordar tengo suficiente material para reflexionar-. Suspiró apoyando las yemas de sus dedos contra sus párpados y de repente, dejó caer las manos, dirigiendo una rápida mirada a John. Ésa era una de sus poses favoritas, que, por cierto, resultaba muy eficaz. Pero en el caso de John no daba resultado, ni ella lo pretendía. Lo hacía simplemente por costumbre.

– Realmente, el viejo Moshe superó a los otros dos, ¿no te parece? ¡Y de qué forma!

– Es un hombre muy brillante -convino John-. Supongo que le va a encargar el trabajo de reubicación.

– Por supuesto.

– Y usted se encargará de sus tres candidatos.

– Por nada del mundo le concedería ese trabajo a otro. -Bostezó involuntariamente y se tapó la boca con una mano, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-. ¡Dios mío! Estoy muerta de sueño. ¿Te importaría traerme un poco de café? No quiero sacar este material de mi oficina y me gustaría quedarme un rato.

– ¿Quiere eso decir que le apetecería comer algo?

– No, sería demasiado trabajo, pero si queda algún sándwich en la mesita, me conformaré con eso.

– ¿A quién piensa investigar primero, señora? -Aunque estuvieran solos, él nunca la llamaba por su nombre de pila, ni ella le había pedido jamás que lo hiciera, pues ese trato mantenía demasiado bien el status.

Judith abrió los ojos, haciendo un expresivo gesto con las cejas.

– ¿A quién sino al senador David Sims Hillier vii? Vive justamente aquí, en Washington. -De repente, se estremeció ante un pensamiento que se le acababa de ocurrir-. ¿Te das cuenta de que los otros dos me obligarán a viajar a Connecticut y a Michigan, con el frío que hace allí en invierno?

John Wayne esbozó una sonrisa irónica. Tenía una bonita dentadura que no se mostraba cuando sonreía de esa forma.

– La nueva Alaska -comentó.

– ¡Oh, no es para tanto! -contestó ella. Después se encogió de hombros-. Bueno, por lo menos, no debo ir en seguida.

Permaneció en su oficina hasta después del amanecer. Conocía ya casi de memoria el contenido de cada carpeta, era capaz de unir nombres y rostros con los más variados trozos de información y ya se había formado sus propias hipótesis sobre las cualidades y debilidades de cada uno. En realidad, casi había descartado a dos de los candidatos y estaba convencida de que cuando llegara el gran momento ni siquiera debería mencionárselos a Tibor Reece.

Por supuesto, el doctor Joshua Christian no era uno de esos dos que ya había descartado. Después de leer una profusión de notas e informes sobre él, ese hombre la intrigaba. Ese individuo había forjado frases memorables, dignas de darse a conocer y, además, le parecía sumamente satisfactorio el nombre que él había dado a la depresión y falta de esperanzas cada vez mayores, que habían empezado a expandirse por todo el país treinta años antes: la neurosis del milenio.

Pero no iba a ser nada fácil investigarle. Ya había sopesado los aspectos negativos señalados en la carpeta. En su círculo profesional era considerado como un rebelde y no era demasiado aceptado ni respetado por sus colegas. Por otra parte, sus actitudes no eran siempre muy consistentes y su campo de acción era tan reducido que inducía a creer que sus pensamientos se movían también en un campo muy reducido. Existía alguna posibilidad de que sufriera del complejo de Edipo. La doctora Carriol no tenía muy buena opinión de los hombres de más de treinta años, que todavía vivían con su madre y que jamás se habían aventurado a tener una aventura sexual con un hombre o una mujer. Aunque ella era frígida, consideraba, al igual que la mayoría de la gente, que el celibato voluntario era mucho más difícil de comprender que cualquier otra alternativa sexual, incluso las perversiones más extremas. La fuerza necesaria para resistirse a las necesidades primarias de uno mismo era mucho más sospechosa que la debilidad de sucumbir a ellas o de evitarlas. Y los ojos de Joshua Christian no eran los ojos de un hombre frío o insensible…

No podía presentarse en su clínica sin más, porque él podía mirarla con desconfianza. Tampoco debía mencionarle la palabra «Washington», ya que la opinión que tenía de la capital y de su burocracia no era exactamente hostil, pero sí bastante desconfiada. Por otra parte, aunque ella renovara sus contactos con los psicólogos de la Universidad de Chubb, no era demasiado probable que él la invitara. No sabía qué forma de acercamiento debería utilizar, pero, desde luego, debería ser muy natural y lejos de toda sospecha.

Ya era hora de volver a casa, hora de volver a la calle y de toparse con alguno de los diarios suicidios en su camino hacia la parada del maldito autobús. Se dijo a sí misma que aquello no iba a durar siempre y que algún día ella se contaría entre los pocos privilegiados, que podían ir de casa al trabajo en coche. Para la población en general, los coches sólo estaban permitidos durante las vacaciones y por un máximo de cuatro semanas anuales. Era sensato que las vacaciones se hubieran convertido en un precioso interludio, ansiosamente esperado y que finalizara entre lágrimas y suspiros apesadumbrados. En la historia de los Estados Unidos, ningún gobierno había prestado tanta atención como el actual a la sensibilidad de los ciudadanos, pero ningún gobierno de los Estados Unidos había sido tampoco tan deprimente. Por eso, había sido tan necesario organizar la Operación de Búsqueda.

Georgetown era su hogar y le resultaba encantador. Como esa parte del país todavía no era exageradamente fría en invierno, la doctora Carriol había decidido no proteger con tablones las ventanas de su pequeña casita de ladrillos, para poder gozar durante todo el año de la deliciosa vista de la encantadora calle bordeada de árboles y de las viejas casas que se alineaban en la vereda de enfrente.