Выбрать главу

Eddie tomó el viejo rifle «Smith & Wesson», que tenía sobre la chimenea y se internó en la niebla. En el juicio aseguró que sólo pretendía asustar al ladrón. Le gritó al invisible ladrón de árboles que se quedara quieto o le pegaría un tiro. Creyó oír un leve movimiento a su izquierda, apuntó hacia la derecha y apretó el gatillo. Harry murió instantáneamente.

El caso despertó sentimientos dispares en el Estado y recibió amplia publicidad a lo largo de todo el país. Ambos abogados eran brillantes y antiguos antagonistas. El juez era famoso por su ingenio. El jurado estaba compuesto por recalcitrantes yanquis de Connecticut, que se negaban a pasar el verano en el sur. Y los bancos de la sala del juzgado estaban ocupados por una multitud de gente, para la cual el caso significaba mucho, pues eran gentes que permanecían en Connecticut todo el año y sufrían el frío sin quejarse; y en el fondo, no comprendían los motivos por los cuales el gobierno les prohibía el consumo de leña. En esos momentos, surgían en ellos infinidad de antiguas y enterradas emociones.

– He decidido ir a Hartford para presenciar el juicio de Marcus -anunció el doctor Christian a su familia una noche, a finales de febrero, después de cenar.

James asintió, comprendiendo en el acto.

– ¡Te envidio! Creo que será fascinante.

– Pero Joshua, ¡hace demasiado frío y, además, eso queda muy lejos! -exclamó su madre, a quien no le gustaba que su hijo se alejara tanto de casa en invierno, pues el recuerdo del destino de Joe le aterrorizaba.

– ¡Tonterías! -exclamó el doctor Christian, incómodamente consciente de los motivos de angustia de su madre, pero sabiendo que, a pesar de ello, iría a Hartford.

– En Hartford siempre hay por lo menos diez grados menos que en Holloman -insistió ella con tozudez.

Él suspiró.

– Debo ir, mamá. Los ánimos están muy caldeados y hace tiempo que no se presentaba una situación que pudiera desencadenar los resentimientos que la gente mantiene enterrados por nuestros problemas actuales. Para empezar, un juicio por asesinato siempre tiene una carga psicológica muy grande y no olvides que este caso en particular está muy relacionado con todas las emociones, que se encuentran en la raíz de la neurosis del milenio.

– Me encantaría ir contigo -dijo James con aire pensativo.

– ¿Y por qué no vienes?

– En esta época del año, no puedo. Creo que sólo uno de nosotros puede abandonar la clínica, y nosotros ya tuvimos vacaciones hace poco, en cambio tú, no. No, debes ir tú, y cuando vuelvas ya nos contarás con todo lujo de detalles.

– ¿Tratarás de hablar con Marcus? -preguntó Andrew.

– ¡Por supuesto! Siempre que me lo permitan y que él esté dispuesto a hacerlo. Pero no creo que se niegue, porque supongo que en este momento debe estar aferrándose a cualquier atisbo de esperanza que se cruce en su camino.

– ¡Ah! -exclamó Miriam-. ¡Entonces tú crees que le condenarán!

– Bueno, lo lógico es que le condenen. En realidad, sólo se trata de saber qué clase de sentencia le dictan. Es una cuestión de grados de castigo.

– ¿Tú crees que él tuvo intenciones de matarle? -preguntó ella.

– Prefiero no arriesgar opiniones hasta que le vea, si es que lo consigo. Me consta que todo el mundo cree que su intención fue matarle, ya que él supuso que apuntaba a su vecino. Ése es el problema que siempre se les plantea a los charlatanes, pero, en realidad, no lo sé. No creo que un tipo del estilo de Marcus se atreviera a matar, a menos que se sintiera respaldado moralmente por sus compañeros del equipo de vigilancia. Cuando se internó en la niebla para ver quién cortaba sus árboles estaría furioso, pero también estaba muy solo y la niebla es el tipo de elemento que tranquiliza rápidamente las emociones. O sea que, no sé qué decirte, Mirry.

Mary lanzó un enorme suspiro. Parecía malhumorada.

– Entonces, ya que James no puede acompañarte, podría ir yo -insinuó.

El doctor Christian sacudió la cabeza enfáticamente.

– No, iré solo.

Ella cedió con aire todavía más malhumorado. A la gente de su familia jamás se le ocurría pensar que ella se moría de ganas por ir a cualquier parte. Sus pensamientos y sus sueños estaban llenos de visiones en las que se veía viajando, en las que las distancias sofocaban el dolor de un amor que aún no había llegado y la ayudaban a olvidar la tiranía de esa familia, tan sofocantemente unida. Y, sin embargo, si ella hubiese mostrado ansiedad, si hubiera saltado de alegría ante la posibilidad de ir a alguna parte, sin duda, Joshua la habría llevado. Pero el verdadero motivo no era que ella no tuviera verdaderas ganas de ir, sino que su familia era estúpida y poco perceptiva, y les importaba tan poco la felicidad de Mary, que ni siquiera se molestaban en saber qué le pasaba. ¡A la mierda con todos! ¿Para qué iba a ayudarles?

Lo único que ansiaba era ser libre, sentirse libre del amor, libre de esa monstruosa familia.

Un autobús cubría diariamente la distancia de sesenta kilómetros, que separaban Holloman de Hartford. Era un viaje agotador por la frecuencia con que el vehículo abandonaba la carretera principal, para que subieran o bajaran pasajeros. En invierno, las únicas rutas que se mantenían despejadas de nieve eran las principales y aquéllas por las que circulaban líneas de transporte de pasajeros.

Si el juicio de Marcus hubiese tenido lugar una semana antes, el viaje habría sido mucho más llevadero. Pero después del deshielo volvía a amontonarse la nieve y la temperatura era de varios grados bajo cero. Cuando el autobús llegó a Midletown la nevada era intensa y siguió nevando durante el resto del trayecto, lo que hizo el viaje todavía más insoportable.

Las credenciales de Joshua Christian le permitieron obtener una habitación en un motel a corta distancia de la sala de los tribunales donde se celebraba el juicio. A los alojamientos públicos se les permitía tener calefacción en las habitaciones desde las seis de la mañana a las diez de la noche y encender un falso tronco que ardía a gas en una chimenea del comedor. Cuando el doctor Christian entró en el comedor la primera noche, se sorprendió de encontrarlo tan lleno, hasta que comprendió que el motivo era el juicio, que había desplazado a la gente, en su mayoría, periodistas, hasta el lugar. Reconoció al maestro Steinfeld, sentado solo en una mesa del rincón, y a Dominic d'Este, alcalde de Detroit, que ocupaba otra mesa en compañía de una mujer de saludable aspecto, de tez blanca, cuyo rostro le pareció vagamente familiar. Al pasar por su lado, se inclinó para observarla y se sintió sorprendido al ver que ella respondía a su mirada con una pequeña sonrisa amable y una inclinación de cabeza que, aunque fría, indicaba que le conocía. Entonces no se, trataba del rostro de alguien famoso de la televisión. Se la debían haber presentado en alguna parte, pero no sabía dónde.

La pobrecita camarera estaba cansada. Él parecía advertirlo en las moléculas del aire que la rodeaban. Se sentó en la mesa vecina a la del alcalde de Detroit y recibió el menú que la camarera le entregaba con una dulce sonrisa de agradecimiento. Y la muchacha la acogió como solía hacerlo la mayoría de la gente, como si le hubiera pasado una copa que contuviera el elixir de la vida. El doctor pensó en la magia que podía contener una sonrisa y se preguntó por qué, cuando él trataba de predicar la sonrisa como una forma de terapia, generalmente, esas sonrisas resultaban triviales, superficiales, como una mala tarjeta de presentación.

El menú consistía en una amplia variedad de platos que iban desde los antiguos platos yanquis a los platos típicos de la Costa Este. Resultaba curioso, teniendo en cuenta lo bien que cocinaba su madre, que a él siempre le interesara más la comida cuando estaba fuera de casa, especialmente cuando el viaje no estaba relacionado con la penosa experiencia de tener que pronunciar conferencias profesionales. Pidió un guiso de almejas al estilo de Nueva Inglaterra, asado a la inglesa con ensaladilla rusa y dejó la decisión del postre para más tarde; y todo ello, sin dejar de sonreírle dulcemente a la camarera.