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El maestro Steinfeld se puso de pie para abandonar el comedor, saludando solemnemente a sus conocidos con inclinaciones de cabeza y se detuvo para cambiar unas palabras con un colega de televisión de Detroit. El alcalde d'Este le presentó a su acompañante y el maestro Steinfeld se inclinó para besarle la mano, con lo cual el pelo le cayó sobre la cara y le permitió enderezarse con un teatral movimiento de cabeza, para que el mechón se volviera a colocar en su lugar.

El doctor Christian les observaba divertido por el rabillo del ojo. Pero en ese momento llegó su primer plato y concentró su atención en el humeante guiso y descubrió que el fondo del plato estaba lleno de almejas y patatas cortadas en dados.

Decidió que no iba a tomar postre, porque la comida había sido excesivamente abundante, fresca y exquisita.

– Tráigame simplemente un café y un coñac doble, por favor. -Hizo una seña con la cabeza, indicando que el comedor estaba repleto-. Esta noche ya no cabe un alfiler -comentó.

– Es por el asunto de Marcus -explicó,1a camarera, pensando que le había tocado servir al hombre más atractivo del comedor. El maestro Steinfeld era maravilloso, aunque exhibicionista y el alcalde d'Este era tan apuesto, que parecía una figura de cera. Pero el doctor Christian era realmente agradable. Con su sonrisa parecía decirle que la encontraba simpática e interesante, sin que pareciera por ello que estaba tratando de hacer una conquista.

– Me llamaron para que viniera a ayudar -continuó explicando la muchacha, para que se diera cuenta de que ella era una profesional-. Normalmente, los martes tengo el día libre.

El doctor Christian dedujo que la muchacha era una campesina práctica y poco sofisticada y que procedía de algún lugar con un nombre sonoro como «la tierra de Goshen» o algo así.

– No pensé que este juicio pudiera ser tan importante -comentó él.

– Aparecerá en todos los periódicos. ¡Pobre hombre! Todo lo que él quería era un poco de leña -dijo ella con un tono solemne.

– Pero eso está prohibido por la ley -le recordó el doctor Christian en un tono que no mostraba la menor desaprobación.

– La ley no tiene corazón, señor.

– Sí, eso es absolutamente cierto. -Le miró la mano izquierda-. Veo que está usted casada. Y, sin embargo, trabaja.

– Y, ¿qué quiere? Las cuentas no se pagan solas.

– ¿Y ya ha tenido a su hijo? -Lo preguntaba porque, generalmente, cuando una mujer tenía a su hijo, renunciaba a su trabajo.

– Todavía no. John, mi marido, dice que debemos esperar hasta que consigamos la reubicación permanente en el sur.

– ¡Me parece muy sensato! ¿Y cuándo creen que será?

Ella suspiró.

– No lo sé, señor. Primero, John tiene que encontrar allí un trabajo y, además, debemos buscar un lugar en el que haya espacio para vivir. Ya hemos presentado la solicitud, así que ahora sólo nos queda esperar.

– ¿Y a qué se dedica John?

– Es plomero en la planta industrial de Hartford.

El doctor Christian echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

– ¡Entonces no debe preocuparse! Seguro que encontrará trabajo en algún lugar más cálido, porque ni siquiera a las máquinas que sustituyen a los hombres les gusta arreglar cañerías.

Ella parecía estar más animada. En realidad, pasó varios días hablando a su familia y a sus amigos de ese maravilloso hombre, al que había servido en el comedor del motel.

El café era excelente, al igual que el coñac, un «Rémy Martin», y la camarera tuvo el detalle de llenarle la copa dos veces. Plenamente satisfecho y gozando de una cálida sensación, sintió deseos de fumar un cigarrillo, lo que significaba que había encontrado un placer poco habitual en esa comida. Pero no quería fumar en el comedor y salir afuera, con el frío que hacía, hubiera sido un disparate. De modo que se limitó a admitir para sus adentros que, de vez en cuando, le sentaba bien alejarse de su hogar y de la clínica. Era una pena que disfrutara tan poco de sus conferencias profesionales, pero, lógicamente, nadie podía disfrutar de un ambiente que le resultaba ridículo y donde el principal protagonista era él mismo. En cambio, un juicio por asesinato…, eso era otra cosa.

Se puso de pie sin demasiadas ganas y después de agregar una generosa propina a la camarera, salió lentamente, sin acordarse de mirar a la mujer de cabello oscuro, a la que había conocido en alguna parte.

A sus espaldas, mientras seguía en compañía del alcalde de Detroit, la doctora Judith Carriol pensó en la conversación del doctor Christian y la camarera, que había estado escuchando desvergonzadamente. ¡Muy interesante! Le había hablado con tanta bondad a la muchacha. En definitiva, no fueron más que una serie de comentarios banales, pero había tanta sinceridad en sus palabras que fue como si la joven hubiese adquirido nueva vida. Carisma. Se preguntó si sería eso lo que Moshe Chasen denominaba carisma.

Dominic d'Este estaba inmerso en un monólogo sobre el programa de reubicaciones, en el que defendía apasionadamente la actitud del gobierno, que sólo concedía permisos para las reubicaciones durante el invierno. Ella asentía de vez en cuando para alentarle a seguir hablando y, mientras tanto, podía pensar libremente en lo que le diera la gana. Decididamente, ese candidato carecía de carisma. A pesar de ser una persona cálida, encantadora y llena de personalidad, era también insoportablemente aburrido cuando le brindaban la oportunidad de extenderse en sus temas favoritos, como en ese momento. Pero por lo menos, no era una de esas personas que necesitan asegurarse la atención de su interlocutor. Sonrió irónicamente para sus adentros.

Ya había terminado con el senador Hillier. Para alguien de su posición, éste era un personaje fácil de conocer en Washington, sin que el encuentro resultara extraño o sospechoso. La había impresionado, aunque ella no esperaba otra cosa. Era un hombre dinámico, inteligente y cariñoso. Desde la infancia había sido educado en la antigua tradición norteamericana de que, en el cumplimiento de un cargo público, no había que buscar un interés personal. Y, sin embargo, después de pasar una agradable tarde en su compañía, la doctora Carriol tuvo la sensación de que el senador David Sim Hillier vii estaba profundamente enamorado del poder. Era evidente que no le interesaba ni el dinero ni la posición que le proporcionaba el poder, sino el poder en sí mismo, lo cual, desde el punto de vista de la doctora Carriol, era infinitamente más peligroso. Además, estaba de acuerdo con Moshe Chasen en que Hillier no tenía carisma, porque tenía que trabajar para atraer a los que se movían dentro de su círculo y los engranajes que se movían sin cesar dentro de su mente, se podían percibir en la expresión de sus ojos. Y, desde luego, el carisma era un fenómeno que se producía sin esfuerzo.

Con ese viaje a Hartford conseguía matar dos pájaros de un tiro, aunque no había viajado hasta allí para contactar con el alcalde. Le hubiera, resultado muy difícil acercarse al doctor Christian y eso era algo que ya presintió al leer sus informes en la carpeta. Pero afortunadamente, a John Wayne se le había ocurrido la idea de hacerle seguir por detectives privados. Y fue una brillante idea, porque cuando el doctor Christian compró el billete de autobús y reservó su habitación en el motel, la doctora Carriol ya se estaba preparando para viajar a Hartford.

De repente, descubrió que allí también se encontraba el alcalde de Detroit. Por supuesto, le pareció lógico que asistiera al juicio de Marcus. Hartford era una ciudad norteña, y aparte del material del juicio en sí, las tomas cinematográficas que se hicieran en Hartford, podrían ser aprovechadas para distintas emisiones de su programa «Ciudad Norteña». Había dedicado ese día al alcalde, con quien había trabado relación a través de un amigo común, el doctor Samuel Abraham. Dominic d'Este sabía lo suficiente sobre ella para desear que fuera su aliada y consideraba que podía serle de utilidad en Washington, en sus luchas por conseguir trabajo para Detroit. Por lo tanto, a la doctora Carriol no le resultó nada difícil pasar con él una tarde, en la que le vio dirigir a su equipo de televisión y finalizar ese día con esa comida tete á tete.