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La doctora Carriol contuvo el aliento. Ante ella se abría un claro y definido panorama. Era como si le mostrara un mundo nuevo, que no era una visión inspirada por Dios, por cualquier Dios, sino por su propia mente. Inconscientemente, el doctor Christian le estaba diciendo lo que tenía que hacer y cómo.

– ¡Bravo! -exclamó. Y, liberada de su intelecto consciente, fue a apoyar su mano sobre la de él-. ¡Me encantaría que tuviera la oportunidad de demostrar sus puntos de vista!

El doctor parpadeó, sorprendido por la fervorosa reacción de esa mujer, que le había escuchado tan fríamente. En ese momento, advirtió que no estaba acostumbrado a que le escucharan con frialdad.

Clavó su mirada en esos dedos blancos, delgados y casi siniestros, que se curvaban alrededor de los suyos; los apartó suavemente con la otra mano.

– Gracias -dijo con muy poca convicción.

La euforia había pasado. Joshua Christian daba su discurso por terminado.

Ella se puso en pie.

– Creo que ya es hora de volver al juzgado -anunció.

Esa noche, la doctora Carriol estuvo paseando por su cuarto, a pesar del frío, ya que a las diez de la noche apagaban la calefacción. Se suponía que a esa hora los huéspedes estaban acostados y arropados porque, de lo contrario, tendrían que atenerse a las consecuencias.

¡Qué tontería cometió tocándole! En el momento en que sintió el contacto de su mano, él se había apartado como si fuera un ácido. Decididamente, ése no era un hombre al que se pudiera apelar a través de sus hormonas. Pero, a pesar de todo, ¡qué clase de hombre era el que era capaz de provocar a Judith Carriol hasta el punto de llevarla a tomarle la mano!

En algún momento, entre la medianoche y el amanecer, todas sus dudas se esfumaron y decidió que el doctor Christian, desconocido y sin someter a prueba, era el hombre indicado. ¡Qué hombre! Si era capaz de conmoverla así, sería capaz de conmover a millones de personas. No le cabía la menor duda. De repente comprendió hasta qué punto eran tortuosas las ramificaciones que partían de la concepción central de la Operación de Búsqueda. Tal vez su subconsciente ya hubiera intuido las pautas generales, pero los niveles del pensamiento, que se encontraban por encima de lo que ella llamaba su conciencia viviente, jamás se habían internado en los recovecos y corredores, que en ese momento se extendían ante ella. Él era el hombre.

A partir de ese momento, todo se reducía a una simple cuestión de logística, de reunir al hombre con sus seguidores. En cierto modo, esa idea ya estaba en la mente de Joshua Christian, como cera caliente que sólo necesita ser modelada.

Pero la respuesta no consistía en una simple revisión del sistema de reubicación. Él era la respuesta, él en sí mismo. En él encontrarían todas las respuestas, el modo de cicatrizar sus heridas. Y ella, nadie más que ella, iba a proporcionarle esa posibilidad.

De alguna manera, aquella mujer le había estropeado la última parte del día, pensó el doctor Christian, arropado en la cama. Ya no le resultaba fácil controlar al oleaje que zarandeaba a su alma frágil. Parecía que su ser, su persona, ya no tuvieran validez frente a esa tremenda fuerza, que ardía en su interior. Lleno de dudas y temores, se preguntó por la naturaleza de esa fuerza, analizando si sus orígenes eran internos o externos, y si él había generado la fuerza o la fuerza le había generado a él, para ponerle en marcha, utilizarlo y arrojarle después a un lado, cuando su propósito hubiese sido cumplido.

Tenía que reflexionar sobre ello. Durante ese largo invierno, no había hecho otra cosa que pensar. Pensó que su tiempo se acababa, que él tenía algo que hacer. Pero no sabía qué, tal vez una misión que cumplir. ¡No lo sabía! Simplemente ignoraba qué era lo que tenía que hacer y cómo debía hacerlo.

Se preguntaba qué significado tendría la aparición de esa mujer. Judith Carriol era una mujer extraña y misteriosa. Sus ojos eran opacas perlas, cubiertas de varias capas, que un hombre debería pelar indefinidamente hasta llegar al verdadero centro de su ser: Inmóvil y veloz; elegante y remota. Leonardo da Vinci debió haberla utilizado a ella para pintar su tela más famosa. Aunque, en realidad, ella era una tela, un autorretrato. Se preguntó hasta qué punto sería hábil ella como artista. Ese día vestía de violeta, un color que contrastaba con el tono de sus ojos y sombreaba su blanca piel con una sutil y exquisita opalescencia y daba a su cabello un tono negro azulado.

Cuando ella tocó su mano, él tuvo un presentimiento. No fue un estremecimiento carnal; más bien, por el contrario, fue un frío estremecimiento. Y en ese momento de congoja, supo que ella tenía un sentido para él. Instantáneamente, le tuvo un miedo horrible y por eso había apartado la mano. Y, en ese momento, estaba despierto pensando en las cosas que menos deseaba recordar. ¿Por qué habría aparecido ella justamente ese invierno, el invierno de su descontento, aumentando su vaga inquietud y agudizando su sensación de soledad? ¿Por qué habría aparecido justamente en ese momento? Porque eran necesarias las pautas. Desde luego, Dios existía porque, en caso contrario, ¿cómo era posible que un simple hilo tuviera tanto sentido en medio de tantas casualidades?

Ella no era joven; por lo menos, tenía cuarenta años. A pesar de su buen aspecto, él sabía calcular la edad real de las personas. Hubiera preferido que ella fuera joven, porque la juventud era insegura y no era difícil conseguir que asumiera las culpas sin cuestionar demasiado los motivos por los que se la desdeñaba. Pero ella era muy perceptiva, y consciente de ello. No era alguien a quien se pudiera apartar sin una razón válida e inteligente. No acababa de comprender esa abrumadora sensación, increíblemente fuerte, de que debía alejarse de ella, de que debía regresar a Holloman, para volver a su cotidiana rutina. Si era posible que un hombre leyera su futuro en el rostro de una mujer, ¿sería posible que un futuro fuera tan grandioso, tan espantoso?

«¡Mamá! ¡Necesito a mi familia! ¡Necesito a mi madre! ¿Por qué no le insistí a James, para que me acompañara? Hasta la presencia de Mary sería mejor que este aislamiento. ¿Cómo pude alegrarme de verme libre de los lazos amorosos, amables y serviciales de mí familia?»

A medida que avanzaba la noche, sentía sus párpados cada vez más pesados. «¡Oh, sueño, líbrame de esta angustia! ¡Dame un poco de paz!» Y llegó el sueño. El último pensamiento consciente que recordó al despertar fue la firme resolución de no permitir que ella le robara su alma. De alguna forma, no importaba cuál, él seguiría siendo dueño de su propio destino.

Ambos durmieron hasta bien entrada la mañana, así que ninguno de los dos asistió al juicio de Eddie Marcus. Se encontraron accidentalmente en una esquina cerca del motel, cuando él regresaba de dar un paseo y ella acababa de salir.

Se detuvieron para mirarse; ella, con ojos ansiosos y brillantes; él, con ojos aprensivos y cansados.

Entonces él se acercó y comenzó a caminar a su lado.

– Una parte de usted es muy feliz en Holloman -afirmó ella, mientras su aliento formaba una nube tan blanca como el paisaje nevado que les rodeaba.