– Sí. ¡Mala suerte! Despiértelo.
– ¿Qué le digo al ayudante de guardia?
– Algo, lo que sea. ¡No me importa! ¡Hágalo!
La señora Taverner salió rápidamente. La doctora Carriol se puso de pie, se sirvió café y coñac y lo colocó todo en el escritorio antes de volver a sentarse.
– No me di cuenta de que fuera tan tarde. Debo regresar con él. ¡Malditas multitudes! Si no le importa, voy a volver en helicóptero.
Y creo que lo mejor es mandar al doctor Christian en helicóptero directamente, antes de que amanezca, a Pocahontas Island. Está acostumbrado a viajar con Billy, nuestro piloto, así que no se alarmará.
Por supuesto, iré con él. El equipo médico nos aguardará en Pocahontas.
Con el tiempo que me queda, creo que llegarán ellos antes que nosotros.
Por lo menos así debería ser si usted se da prisa -dijo en tono amenazador.
– ¡Puedo asegurarle, doctora Carriol, que pienso darme toda la prisa que pueda! Poner en peligro la vida del doctor Christian es algo que no entra en mis planes-dijo con gran dignidad. Tomó la botella de coñac, llenó su vaso hasta el borde y tomó un trago-. Yo tomaré uno decente, si no le importa.
Sonó el interfono.
– Señor, están despertando al señor Reece. Volverán a llamar.
– Muy bien, gracias. -Tomó varios tragos de coñac-. Será mejor que se ponga en marcha, Judith.
Miró el reloj e hizo una mueca.
– ¡Mierda! No llegaré antes de las cinco, aunque vaya en helicóptero. No se olvide de dar las instrucciones al equipo médico y dígales que les encontraré en Pocahontas Island con el paciente. ¡Ah!, y dígales que vaya también alguien que entienda de motores diesel.
– ¡Maldición! Es usted peor que mi esposa. ¡Deje ya de rezongar! El lugar va a estar en perfecto orden, demonios, se supone que iba a ocuparlo el Presidente. ¡Dios mío, qué feliz seré cuando todo este carnaval haya terminado!
– Yo también, señor Magnus. Muchas gracias, le mantendré informado.
Cuando ella se marchó, Harold Magnus se estaba sirviendo su tercer coñac y se disponía a encender otro cigarro.
En la recepción la doctora Carriol se detuvo para llamar a Billy y decirle que se reunirían en el aparcamiento del Capitolio.
– ¡Cómo desearía que el Ministerio tuviera una pista de aterrizaje! -dijo al colgar el teléfono. Luego miró detenidamente a la señora Taverner-. Está totalmente agotada.
– Así es. No he vuelto a casa desde que el doctor Christian salió de Nueva York.
– ¿De veras?
– Sí, es que el señor Magnus estaba en la Casa Blanca y alguien tenía que ocuparse de que todo marchara. Usted ya le conoce. Es de los que nunca delegan su autoridad.
– Es un hijo de puta. ¿Por qué le aguanta?
– ¡Oh; no es tan malo cuando las cosas están en orden! Y ésta es una de las pocas categorías altas en el servicio federal.
– Será mejor que se vaya, pero antes hable con el Presidente, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, doctora Carriol. Buenas noches.
El señor Magnus vio que eran las cuatro de la mañana en el reloj, mientras acababa de un trago su tercera copa de coñac. Parpadeó y bostezó, la cabeza le zumbaba. Normalmente, el coñac nunca se le subía a la cabeza. No sabía qué iba a pasarle si las cosas continuaban tan mal. Realmente, no se sentía demasiado bien. Pero él había decidido que no tenía diabetes y no le importaba lo que dijeran los médicos. No había cenado. Tampoco le importaba la doctora Carriol y todos sus médicos. Al recordar a la doctora Carriol después de un rato, recordó todos los pedidos que ésta le había hecho. Apretó el interfono para que viniera la señora Taverner a escuchar sus instrucciones. Pero ella habló primero.
– El Presidente está en la línea, señor. No parece muy contento.
El Presidente no estaba nada contento.
– ¿Por qué diablos me despierta? -preguntó con voz adormilada.
– Bueno, señor Presidente, yo estoy despierto y todavía no he podido cenar por un problema de estado, así que, ¿por qué diablos va a dormir usted? ¡Es su nación, no la mía! -dijo entre risitas.
– ¿Harold, es usted?
– ¡Yo, yo, yo!, ¡Por supuesto que soy yo! -cantó el señor Magnus-. Son las cuatro de la mañana y yo soy un tesoro.
– ¿Está borracho?
– ¡Dios mío! Debo estarlo -dijo, incapaz de controlarse-. Le pido disculpas, señor Presidente. Hace mucho que no como y bebí coñac. Lo siento, realmente lo siento,
– ¿Me ha despertado para decirme que está borracho y hambriento?
– Por supuesto que no, tenemos un problema.
– ¿Cómo?
– El doctor Christian no va á seguir caminando. Estuvo aquí la doctora Carriol y me dijo que está mortalmente enfermo. Parece ser que la Marcha del Milenio va a terminar sin su líder.
– Ya veo.
– No obstante, el resto de las personalidades está en buen estado físico, así que, con su permiso, tengo la intención de dejar qué ellos dirijan mañana la marcha, que será encabezada por su familia, naturalmente. Pero necesitamos que alguien diga la oración del doctor, Christian y pensamos que no podía ser otro que usted.
– Sí, estoy de acuerdo. Será mejor que venga a la Casa Blanca un poco más tarde. Me las arreglaré para que también esté presente la doctora Carriol. Quiero saber qué pasa con el pobre doctor Christian. Y, usted, haga el favor de dejar el alcohol. No olvide que mañana es el gran día.
– Sí, señor, por supuesto, señor. Gracias, señor.
El ministro colgó el receptor lleno de agradecimiento. La cabeza no cesaba de darle vueltas y se sentía realmente enfermo, tan cansado que pensó que nunca más volvería a ser capaz de levantarse de su escritorio. Y, sin darse cuenta, dejó caer pesadamente la cabeza y se quedó dormido de inmediato. O pasó del estado de alteración a la inconsciencia, lo cual era un grave síntoma de hiperglucemia.
En la oficina exterior, el escritorio de la señora Taverner estaba vacío. Había aprovechado la llamada del Presidente para dirigirse al baño. Al salir se sentó un momento en el borde del sofá, porque le temblaban las piernas, en una mezcla de agotamiento y colapso nervioso. Pero terminó recostándose y se quedó dormida en un descanso sin sueños.
Esa noche el doctor sintió que debía hacer un esfuerzo mayor y pasó un poco de tiempo con su querida familia. Sabía que les había descuidado mucho desde que se publicara el libro, que su trato con ellos había sido muy injusto y que ellos no tenían la culpa de que la clínica de Holloman se hubiera desintegrado. Y, sin embargo, les había culpado, a ellos que dependían tan desesperadamente de él, que siempre se habían mostrado tan ansiosos por complacerle. Recordó la forma patética en que observaban su conducta, desde que se reunieran en Nueva York para apoyarle.
Por eso hizo el esfuerzo y se sentó a charlar con ellos, e incluso bromeó y rió un poco. Comió lo que su madre le había preparado, hizo algunas advertencias a James, Andrew y Miriam; sonrió con especial dulzura a Martha e incluso trató de llevarse bien con Mary. No la quería, no estaba segura del motivo, pero había varias razones posibles.
Pero pagó muy caras esas horas que pasó con ellos. Ó tal vez, le sentara mal la comida. En cualquier caso, el dolor de brindarse fue espantoso y la cena duró demasiado. ¿Cuánto se podía amar a los propios verdugos? ¿Cómo se podía amar a un traidor? Mientras se iba quedando dormido se hacía ésas y otras preguntas, una y otra vez, pero le resultaba muy difícil responderlas y sabía que vagabundeaba por extraños rincones de su mente.
El sueño no llegó hasta que la doctora Carriol se fue. No podía dormir si ella le estaba mirando, así que fingió que dormía. Cuando la doctora se fue, realizó su pequeño milagro y se durmió. Y admitió que desde que ella empezara a ocuparse de él, estaba mejor preparado para soportar los dolores de la noche.
Durmió profundamente, libre y tranquilo hasta las cuatro de la madrugada. No le molestaron los sueños ni le llegaron sonidos.