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– Tiene que entrar, doctor -dijo el soldado-. Le están esperando dentro.

El soldado dio la vuelta y se dirigió velozmente hacia el helicóptero. Como era muy cuidadoso y estaba bien entrenado, se detuvo para cerrar bien la verja y subió al helicóptero, que salió en el momento en que Billy consideró que su pasajero ya estaba seguro.

– ¿Todo bien? -gritó a Billy, mientras se disponía a disfrutar el resto de lo que podía ser su primer vuelo en helicóptero o el último, ya que su escuadrón siempre se movilizaba en camiones.

– ¡Supongo que sí! ¡Eh, muchacho, ¿de qué está hecho el suelo del patio? -preguntó Billy.

El soldado le miró y luego lanzó una carcajada.

– ¡Caramba! Iba tan de prisa que ni me di cuenta.

Se dirigieron hacia Hatteras, que no estaba muy lejos de allí. Debajo de ellos, se deslizaban las brillantes aguas transparentes de Pamlico Sound.

– ¡Eh! -rugió el soldado de repente, mirando hacia abajo con terror-. ¿Qué diablos es eso? ¿Son pescados?

Un banco de peces de negras siluetas se movía bajo la superficie del agua, no tan rápido como ellos, pero sí muy ligero, como si oyeran desde el agua el ruido del aparato que volaba sobre ellos.

Billy y el soldado estaban tan ocupados intentando averiguar si eran tiburones, ballenas o delfines, que no se dieron cuenta de que una de las hélices se desprendía y se alejaba volando hasta caer en el agua. El helicóptero también cayó y se zambulló en el agua en medio de una nube de algas, arena y polvo, desapareciendo de la costa, mientras el agua se agitaba como un gato satisfecho, lamiéndose el cuerpo.

El vestíbulo estaba muy frío y el resplandor del color blanco hizo que el doctor Christian cerrara los ojos por un momento, antes de levantar la cabeza para mirar. Encima de su cabeza, el techo era una gran bóveda de vidrio, que permitía la entrada de una pálida luz y formaba listas de sombras negras, que se mezclaban con las formas geométricas del suelo. No había escalera, sólo había cuatro arcadas con gruesas puertas de madera, que parecían oscuras por su antigüedad. Al final del vestíbulo había un nicho blanco con una estatua de bronce de dos metros de alto. Era una copia del Praxíteles, del período Victoriano: Hermes con el infante Dionisios. La hermosa y enigmática cara del dios miraba hacia la nada, porque no tenía ojos y en su brazo descansaba el encantador niño, también ciego. Frente a ellos había una pequeña pileta de agua cuadrada en la que flotaba un lirio azul oscuro, con el cáliz amarillo y tres ojos verdes.

– ¡Pilatos! -exclamó el doctor, produciendo eco con su voz-. ¡Pilatos, estoy aquí! ¡Pilatos!

Pero nadie acudió. Nadie contestó. Las puertas oscuras permanecieron cerradas y las dos estatuas siguieron ciegas e inmóviles y la flor se estremeció por la vibración del aire.

– ¡Pilatos! -aulló y el eco repitió su grito-. ¿Por qué te lavas las manos detrás de mí? -preguntó tristemente a la estatua y luego se dirigió hacia la puerta, que seguía abierta.

En el pasillo miró de reojo, buscando a los guardias con cota de malla, sandalias y escudos, pero ellos también le evitaban.

– ¿Se están escondiendooo? -gritó y luego trató de convencerlos-. ¡Vamos, vamos, salgan! -dijo, riéndose.

Eran unos legionarios cobardes, pensó. Sabían lo que iba a suceder y por eso se escondían. Nadie quería cargar con la culpa, ni los judíos ni los romanos. Y el problema siempre fue ése, nadie quiso nunca cargar con la culpa. Y al final, como siempre, se lo dejaban todo a él. Él debía cargar con todo. Debía cargar el mundo y tomarlo en su espalda, llevar su cruz y morir por su horrible peso.

Salió al patio, que era desnudo, gris y austero. Las paredes eran grises, al igual que el cielo y el suelo, eran diferentes tonos de gris. ¡Ah, pero el mundo era siempre así! Se plantó en el centro del mundo y le pareció tan gris como lo fuera al principio. Era el color del nocolor, el color de la pena, de la desolación, el color del mundo entero.

– ¡Soy gris! -anunció hacia el cielo.

Pero el ser gris no contestó, era mudo.

– ¿Dónde están mis perseguidores? -gritó.

Pero no hubo respuesta. Nadie acudió.

Caminó estremeciéndose dentro de su pijama de seda. Nadie había pensado en ponerle un abrigo. Y las costras de sangre seca que tenía en el muslo empezaron a sangrar nuevamente y sus pies desnudos fueron dejando huellas sanguinolentas. Las huellas iban de la pared al patio y al pasillo, en una caminata sin destino, que guiaba su mente perturbada.

– ¡Soy un hombre! -Aulló y gimió, sollozando sin consuelo-. ¿Por qué no me cree nadie? ¡Sólo soy un hombre!

Caminó de un lado para otro. Y a cada paso exclamaba en voz alta:

– ¡Soy un hombre! Pero nadie contestaba, nadie acudía.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué? -Trató de recordar el resto de la frase, pero no pudo y decidió que no importaba demasiado. Volvió a formular la simple pregunta-: ¿Por qué? Pero nadie respondió.

Al lado de una pared de la casa, había una pequeña choza de piedra, con la puerta de madera cerrada. Y súbitamente, supo que allí estaban todos escondidos. Todos los judíos y los romanos. Se dirigió directamente a la puerta, abriéndola y entró con gesto triunfante. -¡Les he atrapado! ¡Les he atrapado!

Pero no había nadie escondido allí. La cabaña estaba casi vacía. Tenía algunos estantes con herramientas, varios martillos, un gran mazo, un juego de cinceles, dos serruchos, dos gruesos pedazos de cadena, un hacha, rollos de alambre, clavos, soga, una gran navaja abierta y otro rollo de soga más fina. También había utensilios de jardinería, pero mucho más viejos que las herramientas, reliquias de la época en que la casa conociera las risas de muchos niños. Y contra la pared más alejada de la puerta, había unas seis o siete tablas de madera, del mismo tamaño: dos metros y medio de largo, treinta centímetros de ancho y quince de espesor.

Había encontrado el lugar donde el jardinero guardara sus tesoros en otros tiempos, donde los dueños de la casa habían guardado esas tablas de madera, por si el suelo del patio necesitaba reparaciones, porque estaba hecho con antiguos durmientes de ferrocarril, formando un diseño muy hermoso.

El doctor Christian miró de reojo a los tablones y comprendió. Para él no habría el consuelo de la compañía, ni una cruz bien hecha ni alguien que le ayudara a colocarse en ella. Estaba condenado a hacerlo todo él solo. La ausente y silenciosa multitud le había sentenciado a crucificarse él mismo.

Arrastró las tablas y las colocó formando una T. Luego sacó los clavos largos, el mazo, los martillos, el hacha, los cinceles y los dos serruchos. Su idea era unir los dos durmientes, cruzándolos para formar una T, clavando unos clavos. Pero no pudo hacerlo.

Durante cinco minutos se quedó allí, gimiendo y aullando, tirándose del pelo y frotándose las orejas, la nariz y la boca.

Luego empezó a cortar con el serrucho más grande para hacer una muesca en la tabla. Le costaba mucho trabajo y tenía dolores. Decidió que con el hacha podría hacerlo más rápidamente. La levantó y dio un golpe. La cabeza salió despedida del mango y cayó a unos pasos de donde estaba él. Para él no habría ninguna tarea fácil. Debía escoger siempre los caminos más difíciles. Volvió a usar el martillo y los cinceles para sacar los pedazos de madera hasta formar una punta delgada de unos treinta centímetros de largo y seis centímetros de espesor en la tabla.

La segunda tabla le dio un poco más de trabajo, porque tenía que cavar una ranura de treinta centímetros de ancho en el medio para poder encajar la otra tabla. Y seguía teniendo fuertes dolores, que le subían por las axilas y le aumentaban cada vez que golpeaba con el martillo. Le corría el sudor por los ojos, le sangraban los dedos y sabía que si miraba sus pies, podría ver sus huesos, pero no quería mirar.

El trabajo era una terapia, una panacea. El trabajo alejaba el dolor de la mente, daba orden a la confusión y respuesta a los objetivos. El trabajo era la verdadera integridad. La maldición del trabajo era la mayor de las bendiciones.