Trabajó gimiendo, llorando, vagando en un abismal océano de dolor.
Y finalmente consiguió tener las dos tablas listas. Las juntó clavando dos largos clavos, aunque cada golpe le provocaba una curva de agonía, cuya duración le parecía eterna. Y golpeó con tal fuerza que cuando acabó, se dio cuenta de que había clavado la cruz al suelo. Sollozó, arrodillado, balanceándose, pero al cabo de un rato se calmó y consiguió aplicar la misma voluntad que usaba cuando caminaba durante el invierno. Colocó la cabeza del hacha para hacer palanca y liberó la cruz del suelo.
Se dio cuenta de que no tenía dónde colocarla. No había ningún legionario para cavar un agujero. No había ningún lugar donde colocarla, para que aguantara su propio peso. Pensó…, y decidió que si había hecho su propia cruz, tenía que haber un lugar para ponerla.
Encontró la respuesta al comienzo del túnel que conducía a la puerta de entrada. En medio de la arcada había un gran gancho de hierro, donde quizás en la época de los reyes del tabaco, colgaba un caldero.
Regresó hasta donde estaba la cruz, tomó la cabeza del hacha y calzó la hoja entre los dos clavos que unían la cruz. Pero cuando la volvió a golpear, la cabeza del hacha se hundió tan profundamente, que nada volvería a sacarla.
Cortó la soga con la navaja, hizo un nudo y lo pasó por el agujero en la cabeza del hacha. La anudó varias veces y luego usó el resto de la soga para arrastrar su cruz y empujó para levantarla.
Necesitaba una silla, no podría seguir adelante sin una silla. Debía ir a la casa, pasando por una de las oscuras puertas de madera. Allí estaba el comedor y había una mesa de refectorio negra, con bancos negros de madera. Pero pesaba demasiado y no podría arrastrarlos para su propósito, especialmente en ese momento, en que su energía iba declinando.
Finalmente, en la quinta habitación que entró, descubrió lo que buscaba, un taburete bajo, muy grande y cuadrado, de cuarenta centímetros de alto. No creía que pudiera alcanzar el gancho, pero lo sacó afuera, haciendo un gran esfuerzo. No podía darse por vencido. Gimiendo y resoplando, acudió a sus últimas reservas, apretando los puños contra su delgado cuerpo, mientras lágrimas de angustia le corrían por la cara.
Colocó el taburete debajo del gancho en la entrada del pasillo. Trepó y pasó la soga por la curva del gancho.
La cruz se movió cuando tiró de la soga y logró enderezarla. Se detuvo para atarla y luego bajó del taburete, pero se cayó y se agarró al palo vertical de la cruz, hasta quedar tirado en el suelo mirando hacia arriba.
– ¡Soy un hombre! -dijo de mala gana y volvió a levantarse.
Fue al cobertizo y tomó el rollo de soga, los clavos y la navaja… Regresó a la cruz y clavó dos clavos en cada punta de la tabla horizontal, calculando el largo de sus brazos para que los clavos sobresalieran y quedaran a la altura de sus muñecas. Luego pasó un lazo entre los clavos.
Casi estaba listo. Se hallaba de nuevo en el mismo camino en el que seguramente había estado dos mil años antes. El peso de un hombre no puede ser aguantado con simples clavos. La piel y los huesos se desgarrarían y los romanos no cometían errores físicos tan simples como ése. Los clavos se utilizaban para inmovilizar al condenado, pero en realidad los ataban. Así que decidió que iba a atarse.
Se quitó el pijama con un doloroso gemido de triunfo por haber demostrado a los que le observaban ocultos que un hombre podía realizar lo imposible. Había demostrado eso al Pilatos y a su pequeño ejército de soldados romanos, a los sacerdotes y al pueblo. Ahora podían verle y observar cómo un hombre, como cualquier otro, podía organizar su propia muerte.
De pie en el suelo, terminó de levantar su cruz y cuando estuvo totalmente derecha, el borde inferior del madero vertical quedó apoyado en el suelo. Se encaramó al taburete, sosteniendo la soga con la mano. La cruz estaba en perfecto equilibrio y no necesitó sostenerla mientras se paraba sobre el taburete Los brazos horizontales de la cruz encajaban a ambos lados de la arcada y, aunque no lo había calculado, el hecho de que encajara le pareció una evidencia más de que todo había sido planeado. Tiró de la soga para tensarla y luego se ató con un nudo corredero, que luego anudó. Pero no cortó la soga restante, que todavía colgaba del lazo que sujetaba la cruz al gancho.
Esta vez había colocado el taburete de madera rozando al madero vertical. Pasó la soga por debajo de su brazo izquierdo, lo ató a la tabla vertical e hizo lo mismo con el brazo derecho. Hizo varios nudos a la soga.
Se volvió para que su espalda quedara contra la cruz y miró hacia el patio. Luego dobló las rodillas y pasó la cabeza por el lazo, sosteniéndolo con el mentón antes de enderezarse. Con los brazos abiertos, deslizó las manos entre los lazos de las puntas, del madero horizontal, que eran demasiado flojos para mantener sus brazos en el momento en que apoyara todo el peso de su cuerpo. Pero también había razonado esa posibilidad con la más insana lógica de la locura. Sus dedos tiraron de las sogas hasta quedar firmemente atadas.
– ¡En tus manos encomiendo mi espíritu! -gritó con voz ronca y dio un puntapié a la banqueta.
Todo el peso de su cuerpo se apoyó en las sogas, de la garganta y de las muñecas. El dolor no era tan terrible, pensó. No era peor que cuando apretaba sus brazos y oprimía los forúnculos llenos de pus, ni peor que el beso de Judas Carriol, ni peor que esas interminables caminatas.
Era mucho más fácil de soportar que el dolor que su misión le había proporcionado, mucho más llevadero que la angustia de su vocación, la larga agonía de su vida mortal. ¡No, el dolor no era tan intolerable como todo eso!
– ¡Soy un hombre! -trató de decir, pero como era un hombre no pudo, porque la soga le impedía hablar y apenas le dejaba pasar el aire a sus fatigados pulmones.
Su atormentada vista le hizo ver que el patio estaba lleno de gente. Su madre estaba allí, hermosa, arrodillada mirándole, con la marmórea inmovilidad de un dolor perfecto. También estaban James, Andrew, Miriam, Martha y Mary, pobre Mary. Vio a Tibor Reece y a su lado a un hombre muy gordo y supo que era Harold Magnus, al senador Hillier, al mayor O'Connors y a todos los gobernadores. Y a Judas Carriol, que sonreía mientras agitaba serpentinas plateadas. Las puertas se abrieron con gran estruendo y aparecieron todos los hombres, mujeres y niños del mundo, con las manos tendidas hacia él, pidiéndole que les salvara.
– ¡Pero yo no puedo salvarles! -les decía su mente delirante-. ¡Nadie puede salvaros! ¡Yo soy solamente uno de ustedes! Soy un hombre. ¡Sálvense ustedes mismos! Háganlo y sobrevivirán. Hagan eso y la raza del hombre sobrevivirá para siempre. -Ésa fue su última frase consciente: para siempre.
Murió, no por la cuerda que le apretaba el cuello, sino por el peso de su cuerpo, que le arrastraba hacia abajo tan pesadamente, que le iba acercando cada vez más a la muerte, mientras iba partiendo la consciencia. La presión era tan fuerte que no permitía que el aire entrara en sus pulmones. Se hundió en un dulce sueño. Era un hombre gris con una cruz gris, en un rinconcito gris de un gran mundo gris.
Caía una lluvia grisácea que lavó la sangre que manchaba su cuerpo, dando un resplandor a su descolorida piel gris.
Había permanecido en la isla exactamente tres horas.
Capítulo 13
El último tramo de la Marcha del Milenio comenzó esa mañana de un viernes de mayo con Andrew, James y Miriam, al frente del desfile. Dirigieron a los manifestantes hacia la ruta, seguidos por el sonriente grupo de jefes y militares del Gobierno. Nadie parecía demasiado molesto por la ausencia de Joshua Christian, y así lo demostraba la amplia sonrisa del senador Hillier, que de alguna manera había conseguido caminar solo, justo detrás de la familia Christian y a varios pasos de distancia de los demás.