Victoria bajó por unas escaleras, y Maggie la siguió.
– Como vas a vivir aquí, tienes derecho a un montón de cosas buenas, como servicio de lavandería gratuito y acceso a las cocinas. Te advierto que tengas cuidado con la comida, porque si no te cuidas, subirás de peso enseguida. Durante mi primer año aquí, engordé casi siete kilos. Ahora voy a todas partes andando.
Maggie le miró los tacones.
– ¿Con esos zapatos?
– Pues claro, me van con la ropa.
– ¿No te hacen daño a los pies?
– Hasta las cuatro de la tarde, no.
Al llegar al piso de abajo, avanzaron por un pasillo muy largo que llegaba hasta el jardín trasero. Se le parecía a uno por donde había pasado con Qadir el día anterior, pensó Maggie.
– Seguimos con la cocina. Tú llamas y pides lo que quieras, cuando tú quieras. Tienen un menú online, así que si pides de ése, ellos encantados. Todo está delicioso aquí, así que si no quieres ponerte como una vaca, evita los postres -miró a Maggie-. Seguro que eres de esas mujeres que no engordan por mucho que coman.
– En mi trabajo hago mucho ejercicio -reconoció Maggie.
Victoria sacó una llave de un bolsillo de la falda y se la pasó.
– Tienes acceso privado. Impresionante.
Esperó a que Maggie abriera una puerta lateral, y al momento accedieron al enorme garaje. Victoria se quedó un momento a la puerta mientras se encendían las luces automáticas, pero Maggie fue directamente al Rolls.
Victoria se acercó al coche.
– Es… bueno… un coche viejo.
– Es un clásico.
– Y está sucio y un poco destartalado. ¿Puedes arreglarlo?
Maggie asintió, imaginándose ya cómo quedaría el coche cuando terminara.
– Necesito piezas originales, si soy capaz de dar con ellas. Será difícil, pero cuando lo termine quiero que quede exactamente como cuando era nuevo.
– Pues la verdad es que parece divertido -Victoria se acercó a una puerta-. Este es tu despacho.
– ¿Despacho? -Maggie había pensado que tendría unas estanterías en el garaje y unas cajas de herramientas, pero no había imaginado que le darían un despacho.
Era un espacio amplio, limpio y totalmente equipado. Aparte de una mesa donde había un ordenador, vio unos estantes con catálogos y un tablero organizador de herramientas que ocupaba toda una pared.
Victoria abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de crédito.
– Tuya. Tienes permiso para adquirir lo que te haga falta para el coche. Qadir no ha limitado tus gastos. -¿De verdad es para mí?
– Totalmente. Anoche estuve aquí y te puse en marcha el ordenador. Ya tienes Internet.
– Gracias… Supongo que ya no estoy en Kansas. A Maggie le apasionaba su trabajo. Trabajar con aquel Rolls Royce iba a ser una experiencia nueva para ella, pero tener todo a su disposición era maravilloso. -¿Eres de allí?
– De Aspen, en Colorado.
– Dicen que es una zona muy bonita.
– Lo es.
– ¿Cómo terminaste en El Deharia? -preguntó Victoria.
Maggie le resumió un poco la historia.
– Entonces mi padre murió y yo decidí que quería hacer el trabajo -concluyó.
Era una versión simple de lo ocurrido, pensaba Maggie, que no le quería contar a una desconocida que había tenido que vender su negocio para pagar las facturas médicas, y que había aceptado ese trabajo con el príncipe Qadir porque era la única oportunidad de recuperar el negocio familiar, como le había prometido a su padre antes de morir.
– Siento tu pérdida -dijo Victoria-. Tiene que ser horrible. ¿Tu madre vive?
– No. Murió cuando yo era un bebé. Me crié nada más que con mi padre, pero fue una experiencia maravillosa. Me encantaba estar con él en el taller y aprender todo sobre los coches.
– Bueno, supongo que será muy práctico -Victoria ladeó la cabeza-. ¿Entonces sólo es eso para ti? ¿Un trabajo?
– ¿Y qué otra cosa va a ser?
– Pues casarte con un príncipe. Yo estoy aquí para eso.
Maggie pestañeó repetidamente.
– ¿Y qué tal te va?
– No muy bien -reconoció Victoria con un suspiro-. Como te he dicho, trabajo para el príncipe Nadim, que es uno de los primos de Qadir. Tengo esperanzas de que un día él se fije en mí, pero de momento no ha pasado nada. Un día me mirará y se enamorará de mí.
Maggie no sabía qué decir.
– Pues tú no pareces muy enamorada de él.
– No lo estoy -respondió Victoria con una sonrisa-. El amor es para los ilusos, es algo que conlleva mucho riesgo. Yo no quiero entregarle mi corazón a nadie. ¿Pero qué niña no crece deseando ser una princesa?
Maggie se dijo que tenía que haber algo más que eso. Victoria era demasiado cariñosa y extrovertida como para preocuparse sólo por el dinero. Maggie pensó que a lo mejor estaba equivocada; ella no tenía muchas amigas, sobre todo porque era mecánico de coches, y eso parecía asustar a la gente. Victoria miró su reloj.
– Tengo que volver -se apoyó sobre la mesa y anotó un número-. Éste es mi móvil. Lámame si quieres preguntarme algo, o si te apetece que cenemos juntas. El palacio es un sitio precioso, pero al principio puede dar un poco de miedo, y a ratos se siente una sola. Así que cuando quieras podemos estar juntas.
Cuando se marchó Victoria, Maggie se preguntó si habría dicho en serio lo de casarse con el príncipe Nadim. Suponía que había mujeres a quienes les interesaba más lo que pudieran sacarle a un hombre que su forma de ser, pero ella no era una de ésas.
Desgraciadamente, al pensar en los hombres pensó en Jon. No quería echarle de menos, ni tener ganas de llamarlo para contarle cómo era el palacio. Jon estaba enamorado de Elaine, y aunque podían seguir siendo amigos, la situación había cambiado. No había vuelta atrás, pero tampoco parecía capaz de seguir adelante.
– No quiero pensarlo -se dijo.
Entonces echó un vistazo a la tarjeta de crédito que le había dejado Victoria.
No le gustaba comprar ropa o fruslerías como a las demás mujeres, pero cuando tenía que comprar cosas para un coche, se entusiasmaba.
– Voy a probarte, a ver qué puedes hacer.
Maggie tecleó el importe, pulsó la tecla y cerró los ojos. Un segundo después, la cantidad que había ofrecido aparecía en la página; y un segundo después, protestaba al ver que otra persona había superado su oferta sólo por dos dólares.
Quería esa pieza; la necesitaba.
Tal vez sería mejor ofrecer el precio completo para hacerse con ella sin preocupaciones. A ella la habían educado en la sobriedad, pero sabía que disponía de poco tiempo, y además sospechaba que al príncipe Qadir le importaría poco ahorrarse veinte dólares.
Al final decidió pagar el importe completo, tecleó la frase y apretó la tecla para realizar la compra. -¿Le duele algo?
Se dio la vuelta y vio al príncipe Qadir entrar en so despacho.
– No me pasa nada. Sólo estoy pidiendo algunas piezas por Internet.
– Entonces será sencillo, ¿no?
– Me he metido en una subasta. Llevo toda la mañana pujando; y ahora hay alguien que me aventaja por dos dólares.
– Entonces tiene que ofrecer lo suficiente para dejarle fuera de combate.
– Es lo que he hecho.
– Bien.
– Seguramente la habría conseguido por menos de haber esperado.
– ¿Y cree que a mí me importa mucho si negocia o no el precio?
Se fijó en su traje sastre y en su camisa de un blanco inmaculado. Parecía un ejecutivo próspero… y desde luego muy apuesto.
– A nadie le gusta que le quiten las cosas -dijo ella.
– De acuerdo, pero dudo que haya un mercado muy extenso de piezas para mi coche, así que el que haya será muy competitivo. Quiero que gane.
– Lo recordaré.
– Pero no está de acuerdo.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó ella.
– Por la cara que ha puesto, me ha parecido que habría preferido negociar, y esperar.