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La Peor Historia

De todas las historias de amor, ciertamente, la mía fue la peor y más absurda mentira. La muestra clara de que el ser humano no es más que un personaje con una vida efímera y tan vacía, que busca esconder su realidad en la fantasía. Es la raza más mediocre, porque se cree dueño del universo, pero ante cualquier desgracia se vuelve una diminuta bola de nervios compadeciéndose de su ridícula existencia mientras pretende seguir con vida.

 

Si, eso somos, cobardes con ganas de vivir. Pretenciosos con descaro. Orgullosos sin disimulo. Caprichosos, egoístas, rencorosos, odiosos.

 

Capaces de ser todo lo peor, pero cuando amamos damos todo lo mejor.

 

Yo no fui la excepción, y no me arrepiento haber formado parte de una de las realidades más ridículas de la vida. El estar enamorada fue para mi la mas bonita experiencia, mientras duró, mientras él y yo estuvimos juntos. Fuimos una pareja cualquiera, con un romance cualquiera, en una vida cualquiera.

 

Nos conocimos durante una feria de empleos y profesiones. Yo aún no escogía qué hacer con mi vida, apenas había completado un curso intensivo de enfermería, mientras él parecía tener la vida resuelta y las decisiones tomadas. Yo era una inexperta indecisa, mientras él tenía todo decidido. Él era perfecto y muy bello, yo era una chiquilla tímida. Él era fuerte y grande, yo pequeña y cobarde.

 

Él era bombero, yo no quería serlo. Pero su discurso sobre la importancia de ayudar a otros y el cómo salvar vidas había cambiado la suya, me hizo reflexionar sobre mi vida y lo que estaba haciendo con ella, mientras otros, así como lo hacia él, daban todo por mantener a salvo incluso a alguien como yo. Habló de lo importante que sería el formar parte de una élite especializada en rescate y atención primaria de salud durante catástrofes. El gobierno se estaba preparando para acontecimientos desastrosos y estaban convocando a todo aquel que deseara unirse al equipo de rescate.

 

Ese chico, que en esos días no pasaba los veintitrés y era notablemente más alto que yo, promovía un movimiento de apoyo unánime durante catástrofes. La idea me pareció maravillosa, pero no tenía dotes de rescatista y era tan fuerte como una hoja seca. La desilusión se hizo presente al notar la gran cantidad de chicos y chicas con complexiones atléticas más desarrolladas que las mías y visiblemente mucho más resistentes que yo. Me sentía pequeña e indefensa ante ellos. Pero el mal sentimiento desapareció en el mismo momento en el que también habló sobre el equipo de primeros auxilios. Mis ojos brillaron ante la idea de formar parte de una unidad que propiciaría ayuda inmediata en un momento determinado.  

 

No es por darme dotes de superioridad, pero era la mejor de mi clase y contaba con una especialización en primeros auxilios acreditada por una universidad en el extranjero. Contaba con un buen currículum, lo suficientemente elaborado para tener una oportunidad de demostrar todo lo que había aprendido. Tenía todo el conocimiento y al mismo tiempo todo el temor.

 

El miedo a equivocarse es básicamente el primer error del ser humano.

 

Intente verme lo más pacífica posible, mientras me acercaba al stand de inscripciones. Los candidatos seríamos sometidos a una prueba escrita, los que aprobaran pasarían por una práctica. Solo los más capacitados tendrían la oportunidad de pertenecer a la Unidad de Rescate Especializada en Catástrofes (UREC).

 

Mientras tomaba una de las fichas él se acerco a mi, y me deslumbro con una de sus magníficas sonrisas, esas con las que siempre conseguía todo lo que quería de mí; me dijo, con su mano en mi hombro, que había tomado la mejor decisión al escoger servir a los demás con mis habilidades en vez de buscar un puesto lucrativo en alguna institución de renombre. Agradeció a cada uno de los presentes que tomamos la decisión de optar por formar parte de el “gran equipo”, como él solía llamarles.

 

La prueba escrita no fue tan complicada, al cabo de veinte minutos ya había detallado perfectamente cómo realizar una Reanimación Cardiovascular paso por paso. Había contestado las preguntas acerca de cómo suturar y qué tipo de heridas son las que las necesitan y las que no. Pasados los treinta minutos ya había culminado una breve explicación del tipo de heridas que necesitan alcohol etílico, las que necesitan ser curadas con agua oxigenada o las que simplemente pueden ser solo lavadas con abundante agua y jabón. Además, ya había narrado los pasos a seguir para socorrer a una persona en medio de una crisis respiratoria, un trauma craneal, una herida de bala y hasta la abertura de una herida previamente suturada. Al final del examen había una pregunta de respuesta libre, decidí hacer un análisis sobre los tipos de infecciones que suelen propagarse luego de una inundación y cómo proceder en cada uno de los casos. Al terminar me sentía bastante orgullosa de mi misma.

 

No era experta, y lo sabía muy bien, sin embargo; no esperaba menos que ese sobresaliente en rojo, letras mayúsculas y en grande en la esquina derecha de mi hoja de respuestas. El instructor lucía bastante animado al entregarme el documento, y no era para menos, porque parafraseando sus palabras, mis respuestas fueron exactas al cien por ciento.

 

Para la práctica si fue un poco más complicado, siempre fui mejor en teoría, pero me esmeré dentro de lo posible, para conseguir al menos una buena calificación. Hice mi mayor esfuerzo por no confundir un dimenhidrinato con una difenhidramina, o un taladol con un tramadol, las pinzas con las tijeras, el algodón con las gasas, etc., pero logré pasar, increíblemente con otro sobresaliente. Me sentía satisfecha conmigo misma. Había logrado entrar a un equipo, en el que no solo ayudaría a las personas, sino que también estaría al lado de él.

 

Mi primer día fue fatal, estaba demasiado nerviosa y preocupada por causar una buena primera impresión a mis nuevos compañeros. Pero como enfermera novata no tenía mucho qué defender. Mis nuevos compañeros solían molestarme por mi apariencia poco femenina. Decían que tenía el porte perfecto para confundirme con un chico. Pero la verdad no me inmutaba en lo absoluto, al contrario, me divertía ver sus caras de confusión cuando no lograban molestarme con algún comentario hiriente o con sarcasmo. Nunca me herían, y cómo hacerlo, cuando él estaba allí para defenderme, darme una sonrisa e invitarme a almorzar.

 

Nunca supo de todas las citas que cancelé, las reuniones a las que nunca fuí, las personas que dejé plantadas, y todo solo para poder sentarnos juntos en un restaurante pequeño y bien modesto. Un lugar acogedor en el que una bella señora nos servía “lo de siempre” sin siquiera esperar a que lo pidiéramos. Un lugar hermoso al que él siempre llamó segundo hogar. Para mi era el primero, porque estábamos juntos.

 

Nunca olvidaré aquella ocasión en la que salvamos a una linda chica junto a su perro, me tocó curarla. Yo me tragaba los celos al vendarle las heridas, mientras ella le hacía ojos bonitos y le coqueteaba. Fue la primera vez que sentí ganas de dejar a una persona varada en medio de la nada, su perrito por el contrario había sido de lo más mono.

 

Después de ese momento tan despreciable, porque así había decidido llamarlo, él se dedicó a realizar no una ronda, que le correspondía por regla cada día y terminaba antes del almuerzo, sino muchas al día, ciertamente me daba pereza contarlas. Pero era emocionante verlo aparecer sorpresivamente por la enfermería con algún dulce para mí. Con los días los dulces aparecían acompañados de notitas de ánimo  en mi locker.

 

Empezaron a aparecer los mensajes hasta la madrugada mientras uno de los dos estaba de turno nocturno. Los “pensé en ti y te compré esto” eran el pan de cada día. Los domingos dejaron de ser monótonos para mí, porque los pasaba con él, en algún parque, jugando con su perro o conociendo un poco más de la ciudad que me vio nacer pero que nunca recorría por temor a perderme. Las despedidas por teléfono se hacían más y más largas. Los saludos más íntimos. Las conversaciones más abiertas. Los secretos no existían.