– Parece que estáis en un buen atolladero -comentó Michael al tiempo que se sentaba en el sillón giratorio y comenzaba a balancearse adelante y atrás.
– No me digas. Y están presionándome para que llegue rápidamente a una solución. Tengo a Henry Croteau encima de este caso diecisiete veces al día. Y nuestro amado presidente Edgar Bedford está encima de mí casi setenta veces al día.
– ¿Y la policía? ¿Coopera?
– Ése es otro aspecto raro. Cuando Hudson, el jefe de policía, habló por primera vez con la prensa prometió una «completa, franca y valiente investigación». Pero, hasta el momento, la policía parece estar tratando este caso con aproximadamente tanta seriedad como si el G. I. Joe se cayese de su Huey de plástico.
– ¿Y la Agencia Federal de Aviación?
– Silencio absoluto. Se niegan a hablar aunque sólo sea de los hallazgos preliminares. Dicen que tienen que recomponer todos los restos del accidente antes de poder averiguar cualquier por qué o por lo tanto. Están actuando con tanta cautela que ni siquiera admiten que tengan hallazgos preliminares.
– ¿Quién se encarga de la reconstrucción?
– Tu viejo amigo Jorge da Silva.
– ¿En serio? No es propio de Jorge mostrarse reservado. ¿Y qué hay de la oficina del forense?
– Lo mismo. -Joe hizo como que se cerraba la boca con una cremallera-. Lo único que el forense está dispuesto a decirnos hasta ahora, y cito más o menos textualmente, es que «el grupo de O'Brien se vio implicado en un fatal accidente de helicóptero y aparentemente no hubo supervivientes».
Michael se quedó pensando durante unos instantes y luego dijo:
– «El grupo de O'Brien.» ¿Cuántas personas lo formaban exactamente?
– Si tú no lo sabes, yo tampoco -repuso Joe al tiempo que un destello le aparecía en los ojos-. El hecho llano y simple es que nadie quiere decirlo. En aquel helicóptero habrían podido ser hasta ocho personas. ¿Y qué demonios es eso de que «aparentemente no hubo supervivientes»? No hay nada aparente en la supervivencia, por lo menos no que yo sepa. Si alguna vez tengo la desgracia de sufrir un accidente de helicóptero, Dios no lo quiera, no quiero sobrevivir aparentemente. Quiero estar allí mismo, en las noticias de la noche de la NBC, vivito y coleando, con un tiznón en la nariz y una tirita en la frente, alabando la pericia y el valor del piloto.
– Entonces -quiso saber Michael-, ¿nadie ha confirmado oficialmente el número de muertos?
– Exacto. ¿Sabes lo que me dijeron? «El trauma físico que sufrieron fue tan severo que todavía no se ha conseguido una identificación completa.» Y un huevo, no se ha conseguido. Tú y yo estuvimos en Rocky Woods, y allí no había que conseguir nada. Si uno quería saber los cadáveres que tenía, bastaba con contar las cabezas, como hicimos nosotros, estuvieran pegadas a algo o no.
Michael, pensativo, dijo:
– Estaba John O'Brien, ¿verdad? Y su esposa Eva O'Brien. Y su hija. ¿Estoy en lo cierto?
– Eso es. Sissy O'Brien, de catorce años.
Michael iba contando con los dedos.
– Y, por supuesto, también habría un piloto. ¿Sabes si había un copiloto?
– No, no. Pero había un joven pez gordo del departamento de Justicia, un tal Dean McAllister. Había volado desde Washington la noche anterior para poder acompañar al señor O'Brien en el viaje para la ceremonia del juramento.
– Entonces eran cinco. Eso no debería de ser muy difícil de averiguar, incluso después de un incendio. ¿Quién es el médico forense?
– Raymond Moorpath, del Hospital Central de Boston.
– ¿Moorpath? Ahora ejerce la medicina privada.
– De todos modos, allí es donde llevaron los cadáveres, y Moorpath se dedicó a hacer los honores, a petición de alguien de muy, muy, arriba. Pero no me puedes negar que Moorpath fue siempre el mejor, especialmente con las víctimas de incendios.
Michael se quedó pensando un rato. Luego dijo:
– ¿Quieres una cerveza?
Joe se encogió de hombros.
– Si tú te tomas otra.
– Vamos a la cocina.
Salieron del estudio. Una súbita ráfaga de viento levantó una pequeña ventisca de papel en el escritorio de Michael y la puerta se cerró con un golpe tras ellos. Echaron a andar en fila india por la estrecha pasarela de madera que llevaba hasta la puerta de la cocina, produciendo en los tablones un sonido hueco con los pies. A su izquierda no había nada más que la playa llena de hierba y el mar, muy brillante. A la derecha, un empinado tramo de peldaños blanqueados por el sol conducía hasta el patio delantero de cemento, que hacía cuesta, donde Patsy estaba lavando con una manguera el Mercury Marquis del 69, color verde desvaído, mientras Jason, con las piernas colgando al aire, miraba cómo trabajaba su madre encaramado a la pared de ladrillo. Patsy levantó la cabeza, los miró y los saludó con la mano; Michael le devolvió el saludo de la misma manera y le gritó alegremente:
– ¿Cómo va el lavado del coche, cariño?
Al mismo tiempo, sin embargo, le hizo un sutilísimo gesto con la cabeza y abrió mucho los ojos, para indicarle que la presencia de Joe no le hacía ninguna gracia.
Patsy sonrió y continuó trabajando con la manguera. Michael no se había sentido nunca tan cerca de nadie, hombre o mujer, en toda su vida. Patsy y él reían juntos, se preocupaban juntos, prácticamente respiraban al unísono. Él la quería, pero el modo como convivían día a día era mucho más complicado que cualquier cosa a la que él hubiera llamado amor antes. Era un completo entrelazado físico, emocional e intelectual.
Patsy medía escasamente un metro sesenta centímetros; llevaba una melena irregular y descuidada de cabello descolorido por el sol y tenía cara de muñeca, con ojos azules de porcelana, nariz respingona y los labios rosados y gruesos. Aquel día llevaba puesta una camiseta a rayas rosas y blancas muy ceñida que le resaltaba los escasos pechos, el más diminuto par de pantalones cortos de algodón que se puedan imaginar y unas botas de goma de color rosa fluorescente.
El presidente de Plymouth Insurance, Edgar Bedford, en cierta ocasión, la había llamado despreciativamente «la muñequita de Michael». Pero a pesar de aquel aspecto de muñeca Barbie, Patsy era una persona culta, divertida y decidida; y era de estas cualidades de las que se había enamorado Michael. Desde luego, era una mujer que llamaba la atención, y también resultaba sexualmente atractiva, por supuesto, y todo ello contribuía a que a Michael le encantase. Pero Patsy era capaz de mantener una conversación sobre Mozart, Matisse o Guy de Maupassant en cualquier cena; o de hablar sobre la teoría del Big Bang; o sobre política y censura; o sobre rock and roll; o sobre la ordenación de las mujeres; o sobre si la Tierra está calentándose realmente o no.
Michael y Joe entraron en la cocina; en ella se encontraban una mesa lisa y limpia, el fregadero, grande y anticuado, y unos móviles tintineantes construidos con cisnes, yates y verduras. Michael abrió la nevera, sacó dos cervezas y le lanzó una a Joe. Luego se sentó a horcajadas en una silla, desenroscó el tapón de su botella, echó la cabeza hacia atrás y dio un trago largo rápido.
– Decididamente, todo esto suena como si alguien estuviera intentado ocultar algo -dijo Michael-. La cuestión, desde luego, es averiguar por qué, y si significa algo en términos de reclamaciones de seguros.
– La póliza de John O'Brien cubre la muerte por accidente exclusivamente -le explicó Joe-. Excluye de forma específica el suicidio y el homicidio.
– ¿Y en cuánto está valorada exactamente?
– En doscientos setenta y ocho millones de dólares.
– De manera que, evidentemente, a Plymouth Insurance le interesa demostrar que lo mataron deliberadamente o que planeó su propia muerte.