Michael se plantó e intentó echarse hacia atrás.
– ¡No! ¡No la toque!
Pero Joseph se arrodilló al lado de la cabecera de la cama, sacó un largo y afilado cuchillo de deshuesar y lo colocó junto a la mejilla de Patsy. Ésta temblaba y sollozaba, y los ojos se le habían inundado de lágrimas.
– Hazlo, Michael, hazlo, haz lo que quieran.
Michael cerró los ojos unos instantes, lo cual era algo que los muchachos blancos como azucenas nunca podrían hacer. No rezó ninguna oración, pues no conseguía acordarse de ninguna, pero le pidió a Dios que mantuviese a salvo a Patsy, y a Jason, y que no permitiera que el «señor Hillary» les hiciese demasiado daño. Luego subió a la cama y miró a Patsy a los ojos, y le pidió a Dios que lo matara en aquel preciso momento. Un ataque al corazón, una apoplejía, que le cayera encima un rayo. Daba igual. «Mátame, Dios mío. No permitas que Patsy sufra.»
Pero el «señor Hillary» le metió la mano a Michael entre las piernas, le arañó el escroto con aquellas largas y afiladas uñas suyas, y luego le cogió el pene y lo metió en la vagina de Patsy. Incluso metió dentro de la vagina de Patsy dos o tres de sus propios dedos junto con el pene de Michael para poder acariciarlos a los dos a la vez. Michael notó que Patsy estaba rígida como una piedra a causa de la revulsión que aquello le causaba, y que tenía los músculos de la pelvis cerrados; pero entonces, el «señor Hillary» comenzó a azotarle los muslos a Patsy con la fusta de montar, y ella se encogió y se relajó.
– Se supone que disfrutáis con esto -dijo en voz baja el «señor Hillary»-. De todo el dolor y de todo el placer.
Puso el extremo de la fusta entre las nalgas de Michael y se la metió por el ano.
– De todo el dolor, Michael, y de todo el placer. Ahora… échate hacia adelante.
El estómago y los pechos de Patsy estaban completamente tapados por la guirnalda de rosas rojas. Si se echaba hacia adelante, Michael se la apretaría contra la carne y le clavaría las espinas.
– No puedo -dijo en un susurro.
– ¿Qué? -le preguntó el «señor Hillary».
– No puedo. No puedo hacerle daño.
El «señor Hillary» retrocedió y miró fijamente a Michael con fingida incredulidad.
– ¿Que no puedes? ¡Entonces tendremos que ayudarte! ¡Joseph! ¡Bryan! ¡Ayudadle!
Riéndose, Joseph y Bryan se acercaron a la cama y obligaron a Michael a echarse sobre los pechos de Patsy. Los pinchazos de las espinas de las rosas eran una agonía. Se les desgarró la piel, se les laceraron los nervios. Pero ahí no acabó todo. Joseph y Bryan obligaron a Michael a cabalgar adelante y atrás sobre Patsy, empujándolo hacia abajo a cada embestida, cada vez con más fuerza. Patsy chillaba de dolor y Michael se mordía las mejillas por dentro con tanta fuerza que la sangre le salía por las comisuras de los labios.
– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -cantaban a dúo Joseph y Bryan; y empujaban a Michael cada vez más abajo, hasta que su pene estuvo arremetiendo bien dentro de Patsy y las espinas de las rosas hicieron trizas ensangrentadas el pecho de ambos-. ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera!
Ahora, el «señor Hillary» volvió a avanzar y extendió la mano como si esperase que Jacqueline supiera exactamente lo que él deseaba. Y así era: ella le pasó dos largos tubos de metal.
– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -seguían entonando Joseph y Bryan.
Y a pesar de las lágrimas, a pesar de la sangre, a pesar de la angustia que sentía por Patsy, Michael empezó a sentir que iba a alcanzar el climax.
– ¡Más aprisa! -les urgió el «señor Hillary»-. ¡Más fuerte!
Le azotó las nalgas desnudas a Michael con la fusta, y le azotó el escroto hasta que Michael no pudo distinguir qué era dolor y qué era éxtasis sexual.
Michael sintió una sensación de agarrotamiento entre las piernas. Se le arqueó la espina dorsal, y luego eyaculó de un modo como nunca lo había hecho antes. Sintió como si estuvieran sacándole la espina dorsal de la espalda, vértebra a vértebra, y estuviera saliéndole por el pene.
Se dejó caer pesadamente sobre Patsy, y ésta lanzó un grito de dolor. Se debatió, se retorció e intentó quitárselo de encima a empujones, pero los muchachos blancos como azucenas lo mantenían echado sobre ella. Lo mantenían echado con fuerza y no lo dejaban moverse.
Permanecieron tumbados sobre la cama, sangrando, temblando y llorando, y los muchachos blancos como azucenas continuaban apretándolos uno contra el otro cada vez con más fuerza. El «señor Hillary» dio la vuelta a la cama y se detuvo sobre ellos; golpeaba suavemente un tubo contra el otro, de modo que producían un tintineante y agudo ritmo.
– Y ahora, ¿qué me decís? -les preguntó, aunque Michael apenas lo oía-. ¿Es dolor o es placer? ¿Quién me lo sabe decir?
Metió la mano entre las piernas de Michael y sacó de la vagina de Patsy el pene, que iba ablandándose, con un dedo doblado en forma de gancho. Luego metió los dedos en la vagina de Patsy con curiosidad obscena y obstétrica, estirándola, mirando cómo salía de ella el semen con una lascivia remota, roja como la sangre.
– Sois hermosos los dos -murmuró, y pasó los dedos arriba y abajo por los muslos de Patsy; y también por los muslos de Michael; y fue entonces probablemente cuando éste comprendió realmente lo que era el «señor Hillary». Un ser perfecto, perfectamente corrupto. Un entendido en todas las cosas hermosas, de las cuales una era hacer el amor, cuyos gustos se habían vuelto totalmente depravados.
El «señor Hillary» era un ángel. O, por lo menos, el verdadero reverso de un ángel.
Patsy estaba mordiéndose los labios de dolor, y sollozaba. Michael, sangrando, dijo:
– Dejad que me levante. En el nombre de Dios, ¿quieren dejar que me levante, por favor?
El «señor Hillary» le pasó a Michael la palma de la mano por la espalda y por las nalgas.
– Primero, Michael, tengo que saborearte. Primero tengo que contaminarte.
Michael forcejeó e intentó liberarse, pero los muchachos blancos como azucenas eran mucho más fuertes que él. Sintió la punta del tubo de metal del «señor Hillary» hundiéndosele en la parte inferior de la espalda, y apretó los músculos.
– Esto va a gustarte -le dijo el «señor Hillary» con voz extraña. Luego siguió hundiendo el tubo en la espalda de Michael, y éste sintió un dolor como no lo había experimentado nunca, tan fuerte que se encogió y se retorció encima de Patsy, y las espinas le desgarraron a ésta los pechos aún más salvajemente, y le cruzaron el pecho de arañazos sangrientos.
– ¡No! -gritó Michael, que estaba llorando como un niño-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!
Pero el tubo del «señor Hillary», frío como el hielo, se hundió aún más a través de músculos, membranas y extremos de nervios, hasta que tocó en el riñon izquierdo; y luego buscó más arriba, hasta que localizó la glándula suprarrenal. Michael sintió el agudo tubo en lo más profundo de la espalda. Ahora ni siquiera deseaba morir, porque ya no comprendía qué significaba morirse. Yacía encima de Patsy como un peso muerto, mientras el «señor Hillary» sorbía y sorbía, y luego se incorporaba con la cara transformada y el pecho henchido de satisfacción.
Jacqueline estaba de pie muy cerca de él; le acariciaba el brazo, y de vez en cuando levantaba la rodilla y se la frotaba contra el muslo, tocándolo, apretándose contra él. «Hazme daño a mí también. Tómame a mí también.» Pero el «señor Hillary» sacó los tubos de la espalda de Michael, luego cruzó la habitación, se estiró, se pasó la punta de los dedos por el pecho y por el estómago, y sonrió. Parecía satisfecho.
Los muchachos blancos como azucenas levantaron cuidadosamente a Michael, que seguía encima de Patsy, y lo trasladaron hasta uno de los sillones. Apartaron la guirnalda de rosas y la dejaron caer en el suelo. Luego le soltaron las ataduras a Patsy y la ayudaron a levantarse, tan solícitos y suaves como si ella hubiese sufrido un accidente de automóvil en lugar de un deliberado acto de perversión sádica.