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Patsy no dijo nada, excepto:

– La ropa, por favor, denme mi ropa.

Sin volverse, el «señor Hillary» sonrió y dijo:

– Una auténtica hija de Eva. «Luego los ojos de ambos se abrieron, y se dieron cuenta de que iban desnudos» -citó.

Patsy, histérica, le gritó:

– ¡No! ¡No! ¿Qué clase de monstruo es usted?

El «señor Hillary» se volvió con mirada flamígera. Pero luego vio a Patsy, desnuda, arañada y sangrante, y volvió la cara hacia otra parte.

– No soy un monstruo, Patsy, los monstruos no existen.

Ella se puso los tejanos; temblaba y lloraba.

– ¡Es usted malvado!

El «señor Hillary», con infinita tranquilidad, dijo:

– «Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas; y tomaron esposas, las que ellos quisieron. Y engendraron hijos en ellas. Y éstos fueron los poderosos hombres que existieron antaño, hombres de renombre. Luego el Señor vio que la maldad del hombre era grande sobre la tierra, y que cada propósito, cada pensamiento de su corazón no era más que mal, continuamente. Y Dios dijo: "El final de toda la carne ha llegado ante Mí; porque la tierra está llena de violencia por causa de los hombres."»

– El «señor Hillary» guardó silencio durante unos instantes y luego añadió-: Génesis, capítulo seis, tres mil años antes del nacimiento de Cristo. Y aun así, parece que fue ayer.

Y fue entonces cuando se oyó un sonido distante, agudo y ululante.

– ¿Qué es eso? -le preguntó el «señor Hillary» a Bryan.

Éste se acercó a la ventana de la biblioteca y miró hacia el exterior.

– No es nada -dijo-. No veo nada en absoluto. -Pero luego añadió-: Un momento, es la policía. Cuatro coches de la policía. Cinco. Vienen hacia aquí.

– ¿La policía? -dijo el «señor Hillary» incrédulo.

Thomas llamó varias veces con la mano a la puerta del faro y aguardó.

– ¿Puedes creer que exista semejante lugar?

David estaba atusándose el pelo.

– Está aislado y es barato. ¿Qué más podría pedir un maníaco homicida?

– No te hagas el listo -le conminó Thomas-. Este tipo, Hillary, es mucho más de lo que parece a primera vista.

Miró a su alrededor y se cercioró de que los seis agentes de uniforme estuvieran en sus puestos, así como los dos ayudantes del sheriff del condado de Essex que le había proporcionado su viejo amigo el sheriff Protter, en parte por cortesía y en parte para poder vigilar de cerca todo lo que hiciera. Luego aporreó la puerta por segunda vez.

– Hay llamador -le indicó David.

– Los llamadores son para los vendedores -repuso Thomas-. Los policías llaman con la mano.

Al parecer, los golpes habían sido oídos, pues la puerta se abrió silenciosamente y dos hombres de cara blanca aparecieron en la entrada, ambos con gafas de sol, ambos vestidos de negro.

El sargento Jahnke les mostró la orden de registro.

– ¿Hay aquí alguien llamado «señor Hillary»?

Los hombres de cara blanca dijeron que no con la cabeza.

– Bien, aunque no se encuentre aquí ese «señor Hillary», tenemos una orden para registrar este lugar, y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Así que hagan el favor de apartarse.

Sin pronunciar palabra, los jóvenes le cerraron la puerta en las narices a Thomas. Éste y el sargento Jahnke se miraron atónitos.

– Ni siquiera han dado un portazo -dijo David.

Thomas tiró del llamador y se puso a aporrear la puerta con el puño.

– ¡«Señor Hillary»! ¡«Señor Hillary»! ¡O quienquiera que sea usted! ¡Es la policía! ¡La P-O-L-I-C-í-A, la policía! ¡Se lo advierto! ¡Abra ahora mismo esta maldita puerta antes de que la echemos abajo a patadas!

Continuó aporreando la puerta una y otra vez y luego se echó hacia atrás, jadeando, para tomarse un respiro. Estaba a punto de ponerse a dar golpes otra vez cuando la puerta se abrió y un hombre alto de pelo blanco apareció ante ellos; llevaba gafas oscuras y un abrigo gris largo.

– ¿El «señor Hillary»? -le preguntó Thomas-. Soy el teniente Thomas Boyle, de la Brigada de Homicidios de Boston. Tengo una orden para registrar esta casa… es decir… este faro.

– ¿Puedo verla? -le preguntó el «señor Hillary».

El sargento Jahnke se la pasó y él la estudió cuidadosamente. Luego se la devolvió.

– ¿Qué me dice? -preguntó Thomas.

– Esta orden parece auténtica. Desgraciadamente, no puedo dejarlos entrar. Estamos en cuarentena. Meningitis.

Casi había cerrado la puerta cuando Thomas metió el pie para impedírselo.

– «Señor Hillary…» con meningitis o con dolores menstruales, de todos modos vamos a entrar.

– No pueden hacerlo.

– ¿Quiere que me abra paso a la fuerza? Tengo un montón de refuerzos ahí afuera. No me gustaría que nadie resultase herido. ¿Le gustaría a usted?

El «señor Hillary» parecía malhumorado.

– Teniente Boyle, ésta es mi casa y tengo derecho a preservar mi intimidad.

Thomas movió en al aire la orden de registro.

– Hay un juez del condado de Essex que no cree que tenga usted derecho a su intimidad.

El «señor Hillary» permaneció en silencio unos instantes y se quedó completamente inmóvil. Luego le hizo una seña a Thomas para que se acercase, para poder hablarle al oído.

– Teniente -le susurró-, tengo arriba a Michael Rearden, a la señora Rearden y al joven Rearden. Creo que es mejor que continúen sanos y salvos, ¿no le parece? Así que dé media vuelta y vuélvase por donde ha venido. Yo hablaré directamente con Hudson, el jefe de policía, y a la hora de comer, usted podrá dar por concluido este caso y seguir con otra cosa que realmente sea importante, como quién escribe con aerosol todos esos grafiti en la torre Hancock, o quién se dedica a escupir en el puerto, por ejemplo.

Thomas miró de cerca al «señor Hillary». Lo miró directamente a los ojos, a pesar de que éste llevara las gafas oscuras puestas.

– ¿Está usted amenazándome? -quiso saber.

El «señor Hillary» sonrió.

– Sí, estoy amenazándolo.

– ¿Cómo puede demostrarme que ellos están aquí?

El «señor Hillary» hizo un movimiento con la cabeza y le señaló hacia el noroeste.

– El coche de Michael se encuentra ahí fuera. ¿Qué más pruebas necesita?

– Me gustaría verlo y hablar con él.

– No creo que eso sea posible, teniente. Creo que lo mejor que puede hacer usted es marcharse. Dejemos esto en un pequeño malentendido.

Thomas permaneció de pie ante la puerta y no dijo nada. Pero luego se dio la vuelta e hizo señas a dos de los agentes de uniforme; los llamó:

– ¡Agente Wilson! ¡Agente Ribeiro! ¡Vengan aquí! ¡Vamos a llevar a cabo un registro!

El «señor Hillary» retrocedió y se puso rígido.

– No es una buena idea, teniente. Podría usted echar a perder su carrera.

– Bueno, tendré que correr el riesgo -le dijo Thomas-. Sargento Jahnke, regístrenlo todo de arriba abajo, y que no salga nadie de aquí.

– Sí, teniente -repuso David. Pero sin decir nada más, el «señor Hillary» cerró la puerta del faro, y la cerró con llave. Thomas miró a David, y éste exclamó-: ¡Oh!

Wilson y Ribeiro subieron corriendo por las escaleras con las pistolas desenfundadas. Wilson era gordo y mofletudo, Ribeiro lucía un poblado bigote negro. Thomas dijo:

– De acuerdo, haremos el registro en cuanto consigamos abrir esta puerta.

– Tenemos un mazo grande en el coche, señor -dijo Ribeiro.

– Esto es de roble macizo de más de cien años de antigüedad -le indicó Thomas-. Vamos a necesitar algo más que un mazo, vamos a necesitar dinamita.