El abrigo gris fue lo último que cayó, y quedó flotando al viento de un lado a otro, como una hoja al caer; ardía lentamente según caía. Por fin fue a dar sobre la superficie del mar y cubrió los quemados restos del «señor Hillary» igual que hubiera hecho una madre.
A su lado, Michael nadaba, magullado y sin rumbo, entre el oleaje, esforzándose por respirar por la boca.
Inmediatamente, Thomas se acercó a uno de los ayudantes del sheriff del condado de Essex, que estaba de pie boquiabierto al lado de su coche, y le dijo bruscamente:
– Llame a los guardacostas, rápido. Quiero que los saquen a los dos del agua inmediatamente, al muerto y al otro que no está tan muerto.
Luego se acercó a Megan y dio unos chasquidos con los dedos justo delante de su cara. Ella no reaccionó al principio, pero entonces él volvió a chasquear los dedos y le palmeó las mejillas.
– ¡Megs! ¡Megs! ¡Soy yo! ¡Sea lo que sea, lo hayas hecho como lo hayas hecho, lo has conseguido!
Megan asintió con la cabeza y sonrió.
– Ahora solamente nos queda un pequeño asunto sin terminar, cariño. Los hombres blancos blancos. Los muchachos blancos como azucenas.
Michael encontró a Jason encerrado en una de las pequeñas habitaciones blanqueadas que había al final de la escalera de caracol. En cuanto abrió la puerta, Jason atravesó la habitación corriendo y lo abrazó con fuerza. Se negaba a soltarlo.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Michael-. No te han hecho daño, ¿verdad?
Jason dijo que no con la cabeza. No lloraba, pero no tenía intención de soltar a su padre.
– Hueles a hospital -le dijo.
– Me he hecho unos arañazos, nada más. Los sanitarios me los han desinfectado.
– ¿Está bien mamá?
– Mamá también tiene arañazos. Pero está bien.
Jason lo miró a la cara.
– Te he visto por la ventana. Te he visto elevarte por el aire. ¿Cómo has hecho eso?
– Uno puede hacer lo que sea si lo intenta con el empeño suficiente.
– Pero tú estabas allí arriba, en el aire.
– No lo he hecho yo solo. Me han ayudado Megan y un hombre negro llamado Matthew. Lo hemos hecho juntos.
– ¿Y los otros hombres? -le preguntó Jason.
– La policía los tiene a todos encerrados abajo, en la biblioteca. No tendrás que volver a ver a ninguno de ellos.
Jason lo abrazó aún con más fuerza.
– Vamos -dijo Michael al tiempo que le revolvía el pelo a su hijo-. Vamos a ver a mamá.
Bajaron por la escalera de caracol. En la biblioteca habían reunido a los muchachos blancos como azucenas y los tenían bajo vigilancia policial; eran trece en total. Jason apartó la mirada cuando Michael lo condujo a través de la habitación hasta la otra puerta.
– Adiós, Jason -dijo Joseph mientras se quitaba las gafas oscuras; pero Jason no se volvió a mirarlo.
Michael estaba bajando con Jason por las escaleras de la entrada cuando Thomas salió y dijo:
– ¡Michael! ¿Tienes un momento?
Michael le dio un beso a Jason y le dijo:
– Cuida de mamá, ¿quieres? -Luego se dirigió a la mujer policía que estaba al pie de los escalones-: ¿Quiere hacer el favor de llevarlo a la ambulancia?
– No tardes mucho, ¿eh? -le pidió Jason.
– No -le dijo Michael; y le dio un beso-. No tardaré mucho.
Volvió a entrar en la biblioteca. Thomas, Megan y Matthew se encontraban junto a la chimenea, con la cara muy sería. Thomas dijo en voz baja:
– Matthew ha hecho una sugerencia.
– ¿Ah, sí? ¿Qué?
– Dice que lo más probable es que los muchachos blancos como azucenas salgan de esto indemnes, que no paguen por lo que han hecho. Son inmortales a todos los efectos. No se les puede matar, y tampoco se les puede hacer daño. Aunque consiguiéramos llevarlos ante un tribunal, tienen demasiados amigos en puestos de importancia que se encargarían de que salieran libres.
– Entonces, ¿qué propones?
– Yo propongo que intentemos hipnotizarlos -dijo Matthew-. Ponerlos a dormir.
– Pero si lo hacemos, se marchitarán, ¿no es así? Eso es lo que dijiste.
Matthew asintió.
Michael miró a Thomas.
– ¿Qué opinas tú al respecto? ¿No infringiremos sus derechos legales? Quiero decir, si los matamos, ¿no seremos nosotros también culpables de homicidio?
– No son humanos, en el sentido normal de la palabra -dijo Matthew-. Sólo son cosas, sólo son una enfermedad. Un virus no tiene derechos legales, y ellos tampoco.
Michael bajó la vista hacia Megan.
– ¿A ti qué te parece?
Ella se encogió de hombros.
– Ya has visto lo que hemos hecho en la playa. Los tres unidos te hemos hecho volar. Podríamos volver a hacerlo con los muchachos blancos como azucenas. Al fin y al cabo, no es ningún crimen hipnotizar a alguien para que duerma.
– Lo es si uno sabe que eso va a matarlos.
– Tú quieres librarte de ellos tanto como yo, ¿no? -le preguntó Thomas.
– Más -respondió Michael-. Pero nosotros no somos vigilantes; y tampoco somos asesinos.
Thomas consultó el reloj.
– Entonces considéralo de este modo. Tienes diez minutos para poner a dormir a estos personajes. Hazlo en recuerdo de Elaine Parker y de Sissy O'Brien. Hazlo por Victor y por todas aquellas personas que murieron en Rocky Woods.
Megan alzó una mano y le cogió la suya a Michael.
– Yo creo que es nuestro deber, Michael. Lo creo realmente.
– Muy bien -convino Michael-. Intentémoslo.
Michael se acercó a Joseph, que estaba de pie con las manos juntas a la espalda y una expresión de paciente resignación en el rostro.
– Así que esto es el fin -le dijo Michael.
Joseph se encogió de hombros.
– ¿El fin? Esto no es el final. Esto no es ni siquiera el principio del fin. Aquí sólo estamos unos cuantos, pero hay cientos más como nosotros. Nos reconocerás una y otra vez.
– Tú ya sabes lo que vamos a hacer, ¿no es así? -le preguntó Michael.
Joseph asintió.
– Sí, desde luego. Y lo agradeceremos. Ninguno de nosotros sabe lo que es dormir. -Hizo una pausa y luego añadió-: No deberías sorprenderte tanto. El deseo de descansar es igual de fuerte que cualquier otro deseo: igual que la lujuria, el hambre, la avaricia o la venganza.
– Venganza -dijo-. ¿Por qué tengo la sensación de que la venganza es algo en lo que estáis estafándome?
– Porque la venganza es un castigo que se le impone a alguien que nos ha ofendido de alguna manera. Lo que tú vas a hacernos ahora a nosotros… eso no es un castigo, sino que es la consecuencia natural de todo lo que ha sucedido, y nosotros lo aceptamos. Podríamos haber escapado, vuestras armas de fuego no habrían podido detenernos, tú ya lo sabes. Nosotros somos los que hemos tomado la decisión de que nuestras vidas terminen, no vosotros. Y aunque hubierais conseguido detenernos, vuestras prisiones no habrían podido retenernos allí, y eso suponiendo que alguno de vuestros jueces hubiera estado dispuesto a condenarnos. Puede que el «señor Hillary» haya desaparecido, Michael… pero la influencia de los seirim durará toda la eternidad.
Michael miró muy de cerca a Joseph. Éste estaba burlándose de él, tratando de quitarle mérito a lo que había hecho. En realidad, Michael sentía en su interior un profundo cansancio y una desesperación aún más profunda. La muerte de Azazel se había llevado consigo todo el significado de la extraña existencia de aquellos seres. Habían perdido a su líder, a su mentor y a su inspiración, al ser en el interior de cuyo cuerpo habían ardido los pecados del mundo como asfalto en llamas. Sin él, sin Azazel, ¿qué quedaba en el mundo moderno para un atajo de extraviados anacrónicos y malvados?
– Yo sé por qué no habéis escapado -le dijo a Joseph en voz tan baja que nadie más pudo oírlo-. No habéis escapado porque no hay ningún lugar adonde podáis escapar, no tenéis ninguna finalidad, ningún futuro, ningún apocalipsis. No tenéis nada.