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Joseph continuó sonriéndole.

– Eres más complicado de lo que pareces, ¿verdad, Michael?

– Ahora sí -repuso Michael.

Se fue cojeando hasta el centro de la biblioteca y sostuvo en alto el disco de zinc y cobre, para que todos los muchachos blancos como azucenas pudieran verlo claramente.

– Mirad esto -les ordenó; y el disco destelló y brilló a la luz del sol-. Mirad esto y pensad en dormir. Ninguno de vosotros ha dormido nunca… pero pensad en ello ahora. Pensad en descansar, en la paz. Pensad que la oscuridad os inunda los ojos.

– Se movió de un lado a otro sosteniendo el disco levantado para que todos pudieran verlo-. Ahora vais a dormir, después de meses, después de años y siglos de vigilia. Vais a dormir ahora y a descansar para siempre… Os sentís cansados, vais a dormir. Os sentís cansados, vais a dormir…

Al recitar aquellas monótonas palabras, un extraordinario escalofrío recorrió la biblioteca. Los libros crujieron, el polvo se levantó de los estantes, que llevaban largo tiempo sin que nadie los limpiara. Se percibió en el aire un aroma fuerte y seco a desierto, a interminables llanuras saladas y a estanques vencidos por el sol. Se produjo un cegador estremecimiento de luz de sol, y se percibió la sequedad.

Michael sintió que él mismo empezaba a deslizarse hacia la oscuridad de un profundo trance hipnótico. Al hacerlo advirtió que Matthew se hallaba junto a él. Podía sentir el carácter de aquel hombre, orgulloso, primitivo y fuerte. También podía sentir a Megan, más suave, pero igualmente decidida. Los tres se hundieron cada vez más profundamente en aquel trance, y al hacerlo sus auras parpadearon con un ligero resplandor blanco y rosado. Era el aura combinada de los tres, una carga de alto voltaje de electricidad etérea. Bailó y resplandeció de uno a otro, y luego fue desvaneciéndose poco a poco. Después sobrevino la oscuridad: una oscuridad fría y submarina en la cual las auras de los tres se hundieron silenciosas y transparentes como medusas.

Michael se encontró caminando por la playa. El sol era cegador, pero el cielo estaba negro. Brillantes gaviotas blancas estaban clavadas en el aire inmóviles. Sus pies producían un sonido suave, como de azúcar cayendo sobre la arena.

Entre las dunas yacían cientos de cadáveres diseminados por todas partes, con la ropa moviéndose por la brisa del mar. Eran los cuerpos de todas aquellas personas que habían caído víctimas de los muchachos blancos como azucenas generación tras generación: políticos, diplomáticos, médicos y juristas, hombres de paz y mujeres de devoción.

Michael descubrió que estaba llorando, que las lágrimas le caían libremente por las mejillas y que tenía un nudo en la garganta producido por la pena. Por primera vez veía la tragedia en toda su magnitud. Los muchachos blancos como azucenas habían matado sin piedad a cualquiera que hubiese intentando luchar para traer calma y entendimiento al mundo. Y, al mismo tiempo, también habían masacrado a miles y miles de personas inocentes. Y todo ello en nombre del caos, todo ello en nombre de la disensión, de los celos, de la crueldad y de la guerra.

Se percató de que Matthew iba caminando a su lado, y luego, al otro lado, vio a Megan. Intercambiaron miradas, pero no dijeron nada. Continuaron caminando hacia la orilla del mar por la arena seca; a lo lejos podían ver las siluetas negras, que reverberaban a causa del calor, de los muchachos blancos como azucenas.

Ellos no caminaban ahora por la playa, no, estaban caminando por un desierto vasto y cegador. El mar, de alguna manera, se había encogido, se había retirado, y la arena se había vuelto plana y dura. El sol caía a plomo sobre la cabeza de Michael, quien, a medida que caminaba, empezó a sentir que el desierto iba estirándose, iba haciéndose cada vez más extenso, y que ellos tres nunca conseguirían llegar vivos al final de aquel desierto. Caminaron y caminaron sin decir nada; pero, poco a poco, las imágenes de los muchachos blancos como azucenas empezaron a empequeñecerse a lo lejos y finalmente desaparecieron.

– Los hemos perdido -dijo Megan en el interior de la cabeza de Michael.

– Están engañándonos -dijo Matthew-. Son más fuertes que nosotros… están tirando de nosotros para alejarnos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Megan con ansiedad.

– No tenemos elección -dijo Michael-. Ya estamos aquí y tenemos que ir tras ellos.

Matthew hizo un signo con la mano izquierda, un signo complicado y extraño que había sido utilizado por los hombres de las tribus de Olduvai para protegerse del mal de ojo.

– Tienes razón -dijo-. No tenemos elección. Éste es nuestro destino. Éste es el camino que tenemos que recorrer.

Caminaron durante horas, pero el tiempo no pasaba. El sol seguía fijo en la misma posición. Las gaviotas continuaban inmóviles. Al cabo de un rato, sin embargo, vieron humo en el horizonte lejano. Una mancha negra y espesa contra un cielo negro. Vieron chispas que formaban remolinos y gente que corría y bailaba. Con una rapidez fuera de lo normal, se encontraron, de pronto, caminando entre multitudes de hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas, turbantes y chilabas: ropas apagadas y simples.

– Tiempos bíblicos -dijo Matthew-. Nos han devuelto a los días de Aarón.

Siguieron caminando entre humo, polvo y gente que bailaba hasta que llegaron a la enorme y burda estatua de una cabra, hecha con barro y paja y pintada de oro. Había sido construida sobre un gran pedestal de ladrillo y se elevaba diez o doce metros contra el cielo negro azabache. Los ojos de la cabra eran dos fuegos de alquitrán que arrojaban humo y chispas. Tenía los cuernos retorcidos, y de ellos colgaban cientos de calaveras humanas de adultos y de niños. Daban golpes unas contra otras y traqueteaban movidas por el viento del desierto.

Los muchachos blancos como azucenas estaban de pie sobre el pedestal, en silencio, esperando, con los ojos de color rojo sangre y las caras blancas como el caolín.

Joseph avanzó hasta el borde del pedestal.

– Creíste que podrías derrotarnos, que nos habíamos dado por vencidos. Pero nosotros no existimos en el tiempo. Somos indestructibles. Eres tú, ahora, quien va a convertirse en cenizas. Eres tú, ahora, quien va a ir a reunirse con su Creador.

Levantó ambas manos y un enorme y orgiástico clamor se elevó de entre la multitud de semitas. Michael se dio la vuelta y vio que se arrancaban la ropa unos a otros y luchaban entre sí. Vio a un hombre desnudo que le sacaba los ojos a una mujer con los dedos, se los metía enteros en la boca y luego se ponía a danzar una danza obscena, triunfante y frenética. Vio a seis hombres que obligaban a una muchacha a tumbarse sobre la arena, y los seis la penetraron mientras ella pataleaba, manoteaba y les clavaba las uñas.

Los tambores retumbaban, las trompetas sonaban estridentes y el polvo, muy denso, se elevaba sobre el desierto mezclándose con el humo de alquitrán de los ojos del ídolo caprino.

– ¡Tú! -gritó Michael-. ¡Eres tú quien va a ir a reunirse con su Creador!

La tierra tembló. El griterío se hizo más fuerte. Entre el humo y el polvo, Michael contempló violaciones, apuñalamientos, estrangulamientos. La sangre volaba por el aire en una lluvia fina y pegajosa.

Los muchachos blancos como azucenas bajaron por los escalones que había a un lado del enorme pedestal; cada uno de ellos llevaba en la mano dos delgados tubos de metal. Los golpeaban uno contra el otro en un ritmo constante e insistente.

– Van a torturarnos -dijo Megan-. Van a chuparnos hasta dejarnos secos.

Michael se dio la vuelta, pero la orgiástica muchedumbre los presionaba y los rodeaba muy de cerca, demasiado cerca como para que pudieran escapar, igual que hacía la muchedumbre en sus pesadillas. Los muchachos blancos como azucenas se acercaban cada vez más sin dejar de golpear los tubos. Sonreían con la cara tan blanca como un espantajo, y tenían los ojos de un rojo brillante, insomnes y llenos de ansia de venganza.