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Joseph se aproximó a Michael y le empujó el pecho con uno de los tubos de metal.

– ¿De verdad creías que ibas a poder hacernos dormir tan fácilmente? Tú eres demasiado pecador, y también lo es esta mujer, con la que tú has pecado, e igualmente lo es este hombre, Matthew. Los pecadores nunca pueden vencer a otros pecadores.

Los muchachos blancos como azucenas se congregaron en torno a ellos; los rozaban y susurraban, y Michael sintió tanto miedo de lo que aquellos muchachos podrían hacerle que ni siquiera era capaz de abrir la boca.

El tamborileo fue haciéndose más fuerte y el griterío se había vuelto casi insoportable. Michael vio a una mujer con el pelo en llamas, rodando y rodando, y a un hombre castrado gritando de dolor y desesperación.

El grasiento humo se extendió sobre ellos y los ocultó, y de él salió la más brillante de las luces, una luz incandescente que a Michael apenas le resultaba posible mirar.

Al principio pensó: «Ésta es el aura de ellos, ahora es cuando nos matan.» Pero luego se dio cuenta de que los muchachos blancos como azucenas iban cayendo de rodillas, uno a uno, y de que intentaban protegerse los ojos. Hasta Joseph terminó por arrodillarse sobre la arena y postrarse apretando la cara contra ella.

La luz revoloteó sobre ellos, deslumbrándolos a todos, y luego se oyó una voz clara que decía:

– Dormid… tenéis que dormir. -Michael levantó la vista atónita. Todos y cada uno de los nervios de su cuerpo se emocionaron de orgullo y reconocimiento. Era Jason, su hijo, fiero y brillante, la fuerza de la inocencia, la fuerza de la ausencia de pecado. Había venido a hacer lo que su padre era incapaz de hacer-. Dormid -dijo, y le sonrió a Michael con afecto-. Dormid, todos vosotros, dormid.

Uno a uno, los muchachos blancos como azucenas fueron cerrando los ojos de color sangre y se durmieron. Al hacerlo cayeron primero de rodillas, y luego cuan largos eran al suelo. El polvo se levantó formando olas y llenó toda la habitación, polvo de siglos, polvo de momia, el polvo de las cosas que habían vivido durante demasiado tiempo. Los trajes se vaciaron, las chaquetas cayeron al suelo, las perneras de los pantalones quedaron vacías y planas.

No duró todo ello más que unos cuantos minutos; pero en esos pocos minutos, Michael había tenido la sensación de sentir el paso de los siglos. Había visto pirámides y esfinges, zigurats y antiguas tumbas. Había visto soles rojos salir y soles rojos ponerse. Ahora no quedaba más que ropa desechada, polvo que iba asentándose y unas cosas encogidas y marchitas que parecían vegetales.

Volvían a estar en la biblioteca, en Goat's Cape, y los muchachos blancos como azucenas se habían dormido y se habían desmoronado por completo.

Jason estaba sentado en el sillón del «señor Hillary», con el pelo electrizado y los ojos abiertos de par en par.

Michael se acercó a él, le cogió la mano y notó que le chisporroteaban los dedos, cargados de electricidad estática.

– Lo has hecho -dijo-. Tú lo has hecho.

Jason lo miró con los ojos muy abiertos, infantilmente triunfante.

Michael recorrió la habitación cojeando y tocó una de aquellas cosas secas con el pie. Ésta se abrió y se desmoronó en forma de polvo ocre.

Se acercó y le cogió la mano a Megan.

– Gracias -le dijo; y la besó. Ella se alzó y le rodeó el cuello con el brazo para prolongar el beso.

Y fue justo entonces cuando entró Thomas.

Fuera, en la ambulancia, Patsy estaba esperándolos. Los sanitarios la habían atendido, le habían curado las heridas y le habían administrado un tranquilizante; el sargento Jahnke estaba tomándole declaración. Jason aceptó una Coca-cola y se la bebió de pie junto a la ambulancia, con aspecto cansado y extremadamente adulto.

David Jahnke salió de la ambulancia al ver que Michael se acercaba y lo saludó con un dedo y una divertida mirada.

– Vaya persecución que ha hecho. Va a tener que enseñarme cómo se hace.

– Lo haré -le contestó Michael-. Cualquiera puede hacerlo, si lo intenta de verdad. ¿Estás preparada para marcharnos ahora? -le preguntó a Patsy-. Todo ha terminado. No verás nunca más a esos hombres. Jamás.

Matthew Monyatta se acercó y le dio una palmada a Michael en la espalda.

– Ha sido algo estupendo y mágico lo que hemos hecho ahí, ¿no? Tú, la señora Boyle, ese hijo tuyo y yo.

Michael le apretó la mano y asintió. No había necesidad de decir nada más. Una vez que dos hombres han compartido la mente, la intimidad es absoluta, no importa la edad que tengan, no importa de qué raza sean.

Mientras los sanitarios ayudaban a Patsy a salir de la ambulancia, alguien más se acercó: era Jacqueline, que llevaba una chaqueta de policía echada sobre los hombros. Una mujer policía no la perdía de vista.

– Adiós -dijo dándole a Michael un beso en la mejilla-. Espero que puedas perdonarme.

Michael se limpió la mejilla con el dorso de la mano.

– No creo que sea cosa mía perdonarte. Además, no creo que pueda. Al menos, todavía no.

– Te he dejado una cosa -le dijo Jacqueline-. Algo que te va a hacer falta.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?

– Vuelve a la biblioteca. Lo he metido en el respaldo del sillón del «señor Hillary».

La mujer policía cogió a Jacqueline por el brazo y se la llevó. Ésta se dio la vuelta, le dirigió una sonrisa a Michael por encima del hombro y le gritó:

– ¡No lo olvides! ¡Es algo que vas a necesitar!

– ¿Qué dice? -quiso saber Matthew.

– A mí que me registren -repuso Michael. Pero le tiró las llaves del coche a Jason y le dijo-: Ábrele el coche a tu madre, ¿quieres, Jason? Yo voy a buscar algo que me he dejado.

Volvió al faro y subió por las escaleras. En la biblioteca, Thomas estaba de pie observando los restos polvorientos de los muchachos blancos como azucenas, mientras un fotógrafo de la policía tomaba fotografías. Miró fugazmente a Michael y dijo:

– Hola, Mikey.

Pero había poco afecto en su voz.

Michael se acercó al sillón del «señor Hillary», y cuando Thomas estaba de espaldas, metió la mano por el respaldo. Al principio no palpó nada, pero luego, de pronto, se tropezó con un acero frío y afilado, y a punto estuvo de rebanarse los dedos.

Con mucha cautela sacó el objeto por una grieta de la parte de atrás de la tapicería. Era el cuchillo de deshuesar que tenía Jacqueline, el mismo cuchillo que ella había usado para abrir en canal a Víctor.

Michael miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que Thomas no miraba y se metió el cuchillo en la manga. No sabía por qué. Ni siquiera quería pensar por qué.

Al salir, Thomas le dijo:-Ahora ten cuidado.

– Sí -dijo-. Tú también.

– ¿Vas a quedarte en Plymouth Insurance? -le preguntó Thomas.

– No lo sé. Es posible que empiece a buscar algo menos emocionante.

Michael tenía la impresión de que Thomas quería decirle algo más, pero al final no lo hizo: simplemente le volvió la espalda, sacó un cigarrillo y lo encendió.

Michael bajó cojeando por los escalones y fue a reunirse con Patsy y Jason. A lo lejos, dos niños hacían volar una cometa. Ésta se hundía y ondeaba movida por la brisa marina como si intentase escalar por la ladera de una montaña invisible.

DIECINUEVE

Michael, Patsy y Jason volvieron a New Seabury, y al cabo de una semana, Michael escribió una carta de dimisión a Edgar Bedford en la que le decía que había decidido no trabajar más en investigaciones de seguros.

Empezó a trabajar en un invento de fibra óptica para crear imágenes holográficas de cebos, que aparecerían al final de los sedales de pescador y que serían capaces de atraer a cualquier clase de peces que quisieran. Al contrario que las moscas de verdad, éstas se moverían, cambiarían de color y costarían menos de diez dólares cada una.