Después de aquello no había conseguido dormir bien durante más de seis semanas. Después, una mañana, mientras mantenía una conversación telefónica con los bomberos de Boston acerca de los puntos de fusión, había colgado el aparato, se había marchado de las oficinas y no había regresado nunca más. Al principio, Edgar Bedford había intentado demandarlo por incumplimiento de contrato, pero más tarde, cuando Joe le hubo enseñado a Edgar unas cuantas de las peores fotografías de Rocky Woods, se había convencido (aunque de mala gana), y se lo había tomado con más calma.
Incluso ahora, dieciocho meses más tarde, Michael seguía soñando que se abría paso a través de aquellos bosques oscuros y llenos de humo mientras las luces de las linternas zigzagueaban por todas partes y los helicópteros rugían por encima de ellos. Seguía soñando con la niñita que había encontrado, sentada bajo un árbol y con los ojos abiertos, como si siguiera viva. Y, de hecho, entonces él había gritado: «¡Aquí hay uno vivo!», al tiempo que se daba cuenta de que era imposible que nadie sobreviviera a una caída libre de ochocientos metros, y que lo que estaba mirando en realidad era sólo media niña, de la cintura para arriba. La pequeña, cuyo cabello era sedoso y de color maíz, todavía sostenía una muñeca en sus manos.
Más que cualquier otra cosa, el recuerdo de aquella niñita había hecho que Michael no pudiera volver a ejercer nunca en su antiguo trabajo. Hasta había averiguado el nombre y la dirección de la pequeña: Sarah-May Williams, de Alsace Drive, Indiana, de cuatro años. Sus padres también habían muerto.
Entre los dos, Joe y él, habían examinado a cada una de las víctimas; a todas menos a una, una muchacha de dieciséis años llamada Elaine Parker. Habían encontrado su bolso y su equipaje y uno de los zapatos, pero Elaine Parker se había desvanecido para siempre en Rocky Woods, como si no hubiera existido nunca.
– Dame un respiro, ¿quieres, Michael? -le dijo Joe-. Dime que lo pensarás.
– Lo siento, Joe. No necesito hacerlo.
– ¿Ni siquiera por los viejos tiempos?
En aquel momento se abrió la puerta de la cocina y entró Patsy, acalorada y sofocada, con un cubo de plástico vacío en una mano.
– Ya está -dijo. Y luego añadió-: ¿Ni siquiera qué, por los viejos tiempos?
– Ni siquiera nada por los viejos tiempos -respondió Michael al tiempo que le rodeaba los hombros con el brazo-. Joe y yo sólo estábamos poniendo al día algunos recuerdos.
– Antes me ha dicho que tenía que hacerte una proposición interesante -comentó Patsy. Apartó la cortinilla que había debajo del fregadero y guardó allí el cubo. Luego se sentó y estiró la pierna izquierda para que Michael la ayudara a quitarse la bota de goma rosa. Él puso la mano bajo el talón y dio un fuerte tirón. Patsy comenzó a doblar una y otra vez los dedos de los pies-. Tengo los pies sudados. ¿Era algo bueno?
Michael movió la cabeza en un gesto de negación.
– Nada, sólo que Joe pensaba que yo podría ayudarle a salir de un apuro.
– ¿Con qué? Vamos, Michael, no nos vendría nada mal un poco de dinero en estos momentos, ¿no? Jason necesita camisetas nuevas, y si no llevamos pronto el coche a arreglar, va a entregar el alma para siempre.
¡Bravo! -dijo Joe levantando la botella en un gesto de saludo-. Así se habla.
No quiero hacerlo, eso es todo -insistió Michael poniéndose a la defensiva.
Bueno, ¿de qué se trata? No creo que pueda ser tan desagradable. ¿O sí?
Mira -dijo Michael-, yo dejé el trabajo en el negocio de os seguros porque no quería hacerlo más. He acabado con eso aehnitivamente. ¿No lo entiendes?
– Ya te lo he dicho -repitió Joe astutamente-. Es sólo un trabajo aislado. Lo haces y te vas. Ninguna atadura, nada.
– No, Joe -le respondió Michael-. Definitiva y terminantemente, no.
Patsy lo cogió del brazo. Unas diminutas gotas de sudor le perlaban el labio superior. Le dio un apretón en el brazo a su marido y preguntó:
– ¿Cuánto pagan?
– Michael está poniéndose duro -repuso Joe-. Le he ofrecido treinta de los grandes más la mitad del uno por ciento de la cantidad que nos ahorre. Pero déjalo. Un principio moral es un principio moral. Un no es un no.
Patsy se quedó mirando a Michael con incredulidad.
– ¿O sea, que te ha ofrecido treinta mil dólares y los has rechazado?
Michael notó que se ruborizaba.
– Vamos, cariño. Lo dejé definitivamente. Si no puedo tener éxito haciendo lo que quiero hacer, ¿qué clase de hombre se supone que soy? Es como admitir que no soy capaz de hacerlo. Es como arrojar la toalla.
– ¿De qué estás hablando? -le exigió Patsy-. Joe está ofreciéndote una oportunidad de trabajar en algo en lo que eres muy bueno. ¿Cómo puedes llamar a eso arrojar la toalla? Y hablando de toallas, nos vendría muy bien un juego nuevo. La mayoría las tenemos hechas harapos de lo gastadas que están.
Joe dio un sorbo de cerveza y esbozó una sonrisa irónica.
– ¿Sabes una cosa, Michael? -dijo-. Nunca se puede ganar contra una mujer.
Pero Michael negó lentamente con la cabeza.
– No voy a hacerlo, Joe. Ni por treinta millones de dólares.
– Michael… -empezó a decir Patsy; pero Michael levantó la mano y continuó hablando.
– Luego, ¿vale? Hablaremos de ello más tarde.
Joe se puso en pie y dejó la botella vacía sobre la mesa. Cogió el sombrero, se quedó mirando el interior del mismo como si esperase encontrar algo interesante, quizás dinero o la respuesta a todos sus problemas, y luego se lo puso.
– No puedes decir que no lo he intentado -dijo con sincero pesar en la voz.
– Me ha gustado verte, de todos modos -le dijo Michael-. ¿Por qué no te traes algún domingo a Marcia a comer?
– Bueno, gracias por la invitación, pero no creo que lo haga. Marcia odia la playa tanto como yo. Además… no me gustaría quitarles la comida de la boca a un inventor medio muerto de hambre y a su familia.
– Joe… -le advirtió Michael.
Pero Joe le cogió la mano, le dio una palmada en la espalda y dijo:
– Era una broma. Sólo una broma.
Michael lo acompañó hasta el coche, un Cadillac Seville recién estrenado de un brillante azul oscuro metalizado. Patsy se quedó esperando en la pasarela de tablones, mientras la brisa le alborotaba los rizos rubios. Una gaviota volaba en lo alto, lamentándose y chillando.
– Ya sabes lo que se dice de las gaviotas -comentó Joe al abrir la puerta del coche-. Se supone que son un augurio. Que son portadoras de malas noticias.
– Eso también se dice de ti, Joe -repuso Michael. Y no estaba bromeando del todo.
Joe movió el coche hacia atrás en el camino arenoso, les hizo un saludo de despedida con la mano y luego se marchó. Michael permaneció en la acera un rato largo contemplando cómo se alejaba, hasta que un destello de sol salió despedido del retrovisor de la puerta y finalmente el coche se perdió de vista. Subió lentamente por los peldaños de madera hasta donde se encontraba Patsy, y puso cara de resignación.
– Lo siento -dijo-. Quería que yo le ayudase a investigar un accidente de helicóptero, ése en el que resultaron muertos John O'Brien y su familia.
– ¿Y no has podido enfrentarte a ello? -le preguntó Patsy. Michael frunció los labios e hizo un rápido gesto negativo con la cabeza-. Pero no hubieras tenido que mirar los cadáveres, ¿verdad?
– Claro que sí. Tienes que averiguar cómo murieron, dónde murieron… tienes que comprobar hasta la postura en que fueron hallados.
– ¿Y realmente no puedes hacerlo?
Michael se puso a su lado y se sujetó al astillado pasamanos de madera.
– Desde aquella noche en que Joe y yo tuvimos que rastrear Rocky Woods, mi cabeza ha estado en todo momento tan cerca del límite como sea posible estar. Dejé el trabajo porque tenía que elegir entre eso o volverme completamente loco. No puedo explicar bien lo que esa experiencia me hizo, y realmente no espero que comprendas por qué no puedo aceptar un trabajo que solucionaría todos nuestros problemas de dinero en un instante.