– No me interesa. No quiero saberlo.
– Pero esto es de veinticuatro quilates, te lo prometo. Lo sabemos directamente por Roger Bannerman, de Boston Life & Trust. Edgar y él juegan juntos al golf.
– Como si se duchan juntos, no me importa. La respuesta sigue siendo no.
Se hizo una prolongada pausa. Michael empezaba a sentir frío, y sintió deseos de marcharse otra vez a la cama. Pero oía todavía la respiración de Joe al otro lado de la línea, y era como la firme respiración de Némesis, la helada respiración de un hado implacable. Sabía que Joe iba a contarle todo lo que Edgar había averiguado; y también estaba seguro de que él iba a escucharlo. Sabía, igualmente, que lo más probable era que ello acabara convenciéndolo de que abandonase aquella vida caprichosa que llevaba allí, en New Seabury, y de que volviera a afrontar las consecuencias espeluznantes de Rocky Woods.
– Faltaba la hija de John O'Brien -le dijo Joe.
– ¿Qué? -exclamó Michael.
– La hija de catorce años de John O'Brien, Cecilia… viajaba con sus padres a Washington, D. C, para la ceremonia del juramento. Encontraron su bolso y su equipaje en el helicóptero. Y lo que es más extraño, encontraron también sus zapatos debajo del asiento. Pero de la propia Cecilia no había ni rastro.
– Creía que en la oficina del forense te habían dicho que el trauma físico había sido tan severo que ni siquiera sabían de cuántos cadáveres se trataba -dijo Michael.
Eso es lo que dijeron. Pero estaban intentando ganar tiempo.
– Los hechos eran algo diferentes.
¿Cómo descubrió eso Roger Bannerman? Muy fácil. La señora Bannerman trabaja como voluntaria en el servicio de urgencias. Estuvo presente en la escena del accidente.
¿Y está segura de que la chica no se encontraba allí? ¿No cabe la posibilidad de que saliera despedida a causa del impacto, o algo por el estilo?
– Debía de estar muy segura, de lo contrario, no se lo habría comentado a su marido.
– De todos modos, una opinión que llega de segunda mano procedente de un voluntario del servicio de urgencias no se puede decir que sea exactamente una prueba.
– Yo no he dicho que sea una prueba -repuso Joe-. Lo que he dicho es que da que pensar.
Michael titubeó y sintió que empezaba a tiritar. El amanecer estaba ya avanzado y se podía ver el horizonte, el mar de un color gris pizarra y un fondo de cielo de un gris más claro. Más allá, hacia Nantucket Island, parecía como si estuviera lloviendo.
– ¿Qué más sabes? -preguntó.
– Eso es todo. El helicóptero se estrelló, y se vio a una o varias personas desconocidas sacando algo de entre los restos. Con posterioridad, cuando llegó la brigada de rescate, no había ni rastro de Cecilia O'Brien, aunque se sabía con certeza que viajaba en compañía de sus padres.
– Sigo sin entender por qué me necesitas.
Joe dejó escapar un profundo suspiro.
– Te necesito, Michael, porque me hace falta alguien que sea sensible, alguien que esté un poco loco. No necesito a una persona muy aplicada, ni a un analista. Necesito a alguien que pueda llegar a conclusiones de un salto. ¿Cómo era eso con lo que siempre andabas dándome la lata? «Pensar a favor del viento.» Eso es lo que necesito.
– ¿Qué dice la policía acerca de Cecilia O'Brien?
– Siéntate antes. Ni siquiera quieren admitir que no se hallaba entre los restos.
– Entonces, ¿quién está encubriendo esto y por qué?
– Dame tú alguna idea.
Michael se pasó una mano por entre el enredado pelo.
– O'Brien era liberal, ¿no es cierto? No aprobaba la pena de muerte, ni aprobaba el racismo, ni la segregación, ni la discriminación policial contra las minorías étnicas. Hizo campaña a favor del aborto; y también en contra de la censura. Odiaba los sobornos y odiaba el subvencionismo. Apoyaba la legalización de las drogas blandas; pero estaba en contra del crack, de la heroína y de la nieve, y se oponía enérgicamente a las armas. En realidad, había conseguido hacer de sí mismo un blanco de primera para cualquier traficante de drogas, cualquier político retorcido, cualquier patán racista del sur o cualquier excéntrico religioso en todo Estados Unidos.
Exactamente -convino Joe. Y luego añadió-: Acuérdate de Rocky Woods.
No pensarás en serio que puedo olvidarme de Rocky Woods.
No, claro que no. Perdona. Pero acuérdate de quién murió en Rocky Woods.
Trescientas cuarenta y cinco personas desprevenidas, entre hombres, mujeres y niños. Ésos son quienes encontraron la muerte en Rocky Woods.
– Incluido Dan Margolis.
– ¿Dan Margolis?
– Eso es, Michael. Dan Margolis, que acababa de ser elegido por William Webster para dirigir la Agencia Ejecutiva contra la Droga y tenía intenciones de acabar con el mercado de coca colombiana antes de que ésta tuviera tiempo de salir de la cuna.
– Me acuerdo de Dan Margolis -dijo Michael-. Trabajaba en la oficina del fiscal del distrito, ¿no? Todo fuego, mierda y pimienta, por lo que yo recuerdo.
– El mismísimo.
– Bueno, ¿qué intentas decirme? -le preguntó Michael.
– No intento decirte nada. Si supiera las respuestas, no estaría preguntando, ¿no te parece? Sólo estoy intentando pensar a favor del viento, como haces tú.
– ¿Y?
– Y… bueno, nada. Excepto que tenemos dos accidentes de aviación fatales con dos años de diferencia entre uno y otro, y en los dos casos hay implicado un conocido propagador de las ideas liberales; y en ambos casos se produce, además, la muerte de personas inocentes; y en ambos se da la circunstancia de la inexplicable desaparición de una mujer. En el caso de Rocky Woods fue Elaine Parker. Ahora ha sido Cecilia O'Brien.
– Joe -protestó Michael-, eso no es pensar a favor del viento. Eso es construir castillos en el aire. La explicación más lógica para la desaparición de Elaine Parker en Rocky Woods es que cayó a mucha distancia del área de búsqueda. Una ráfaga de aire se la llevó, un pedazo de escombro la golpeó y la desvió… ¿quién sabe? Aquella gente cayó en un área de quince quilómetros cuadrados. Y en cuanto a Cecilia O'Brien… bueno, aún no podemos decir nada con seguridad. Además, en Rocky Woods por lo menos murieron otras tres personas que pudieron haber sido el blanco de algún ajuste de cuentas o estafas a compañías de seguros. Eso dejando aparte el hecho de que nunca llegamos a descubrir qué fue lo que originó la explosión de aquel L10-11.
– Michael -dijo Joe en plan revancha-, estoy intentando hacerte pensar. Estoy intentando implicarte en esto.
– Por el amor de Dios, Joe, yo no quiero implicarme. No quiero saber cómo se estrelló el helicóptero, y no quiero saber por qué se estrelló; y, por encima de todo, no quiero ver a las personas que murieron en él. -Esta vez, Joe no contestó, sino que permaneció en silencio-. Todo ha terminado -continuó diciendo Michael-. Ahora soy inventor, por mucho que tú pienses que me va muy mal. Soy inventor y estoy haciendo cosas. No me dedico a meter la nariz entre los restos de las catástrofes; no me gano la vida a costa del dolor de otras personas. No soy una corneja negra. Hago cosas sencillas, pero cosas honradas.
– Muy bien -convino Joe-. Siento haberte molestado.
Y colgó el teléfono. Michael se quedó solo, desnudo, con aquel solitario pitido continuo que producía el teléfono. Al cabo de un rato colgó el aparato, miró a su alrededor y volvió al dormitorio sin hacer ruido.
Justamente estaba cerrando la puerta tras de sí cuando Patsy abrió los ojos, se quedó mirándolo y le preguntó:
– ¿Qué haces levantado? ¿Qué hora es?
– Las cuatro y media -repuso él al tiempo que se metía de nuevo en la cama.
Patsy se abrazó a él.
– Dios, qué frío estás -le dijo.
– En la cama -repuso él- puedes llamarme Michael.
TRES