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– Esto es sadismo en grado sumo -observó Thomas,

Kurylowicz asintió.

– Puede ser. Pero, por otra parte, a lo mejor se trata de masoquismo en grado sumo. Yo me he tropezado con muchísimas chicas que disfrutan con esta clase de cosas. Y muchísimos hombres también. Mi último trabajo antes de venir aquí fue un tipo que se había cortado su propio escroto y andaba por ahí con las pelotas metidas en una bolsa de plástico.

Thomas no quería oír nada como aquello, sobre todo en aquellos momentos.

No todo se ha hecho recientemente, ¿verdad? -comentó Algunas de estas cicatrices parecen más antiguas que otras.

Kurylowicz pasó ligeramente el dedo sobre las cicatrices de la espalda desnuda de la chica.

Es difícil de decir una fecha exacta; pero sí, algunas de estas marcas podrían ser de hace seis meses, o incluso más.

¿De manera que han estado torturándola sistemáticamente desde Navidad, o puede que desde antes?

– Oh, sí, desde antes. De eso no cabe duda. Puede que hasta haga un año o año y medio.

– ¿Y no hay nada que indique quién era, o qué estaba haciendo aquí?

Kurylowicz movió negativamente la cabeza.

– No hay marcas de identificación de ningún tipo. Ni sortijas, ni pendientes, ni lunares. Desde luego, comprobaremos el trabajo del dentista, pero si no era de esta parte del Estado o si venía de otro Estado, podríamos tardar una eternidad hasta encontrar algo que encaje.

– ¿La atacaron sexualmente?

– Yo diría que cientos de veces. Sufrió graves traumas vaginales y anales. Véalo usted mismo. Hay docenas de quemaduras de cigarrillo alrededor de la zona genital, y algunas otras quemaduras que encajan con ciertas prácticas sadomasoquistas que son raras de ver, pero que ya me he encontrado antes alguna vez.

Thomas respiró entre el clavo y la muerte, clavo y muerte. Kurylowicz lo miraba con ojos brillantes.

– ¿Quiere usted explicarme cuáles son esas ciertas prácticas sadomasoquistas? -le preguntó Thomas-. Ya sabe, como si yo fuera una persona tonta e inocente, de esas que no saben una palabra de ese asunto.

Los delgados labios de Kurylowicz casi consiguieron esbozar una sonrisa.

– Estamos hablando de sodomía con una vela encendida, teniente, ya sea por la fuerza o haciéndolo uno mismo. Y estamos hablando de no apagar la vela cuando el dolor se hace insoportable.

Thomas movió la cabeza lentamente de un lado a otro.

– Había oído cosas muy raras, doctor, pero esto no lo había oído nunca.

Kurylowicz miró el cuerpo de la chica y, durante un momento, Thomas pensó que casi parecía triste.

– Las personas se hacen cosas a sí mismas que usted no puede ni imaginar. Yo soy católico, ¿sabe usted? «El cuerpo humano es un templo.» Pocas personas tratan a su cuerpo como a un templo. Un dos por ciento. Pero la mayoría de la gente trata a su cuerpo como a un retrete. Y luego tenemos a los que quieren hacer más que tratarlo como a un retrete, quieren tratarlo como vándalos, quieren hacerlo añicos, demolerlo ladrillo a ladrillo.

Se hizo un largo silencio entre ellos. El fotógrafo acabó de tomar fotografías de los pies y recogió todo su equipo, les hizo un saludo con la mano y se marchó. Thomas nunca había visto a nadie moverse tan convulsivamente y con tanta rapidez. Los dos investigadores forenses seguían impertérritos a pesar del hedor, y continuaban laboriosamente caminando a gatas por la alfombra. De vez en cuando sacaban unos sobres pequeños de plástico e introducían en ellos cabellos, pelusa o fragmentos de fibra; luego los etiquetaban y escribían en las etiquetas con rotulador.

Irving… Aquí hay una fibra de lana azul que no había encontrado antes -observó uno de ellos.

El otro la cogió y la examinó con mucha atención.

– Aja -dijo. La dejó caer en un sobre y la marcó.

– Hay una cosa más -dijo Kurylowicz-, algo que aún no logro comprender del todo.

– Dígame -le pidió Thomas.

Estaba intentando por todos los medios tener paciencia, pero no creía que fuera capaz de aguantar el hedor de aquella desconocida más de dos o tres minutos.

– Permítame que le pida que mire usted justo aquí -le dijo Kurylowicz; y señaló con el dedo dos pequeñas heridas situadas en mitad de la espalda de la chica; estaban separadas entre sí no más de quince centímetros.

– ¿Más torturas? -le preguntó Thomas no muy seguro de qué se suponía que estaba buscando o qué se suponía que tenía que pensar en caso de encontrarlo.

– Hablando con franqueza, no sé lo que son. Pero parecen heridas muy profundas, heridas de pequeño diámetro o agujeros de hipodérmica que se han abierto, se han dejado curar, luego se han abierto de nuevo para dejarlas curar otra vez, y así sucesivamente en múltiples ocasiones.

– ¿Por qué iba alguien a querer hacer eso?

– No lo sé… Puede que el que lo hiciera le inyectase repetidamente algo en la espalda para mantenerla quieta, o para aliviarle el dolor… algo parecido a una epidural. Posiblemente no formase parte de la tortura.

– Jesús -exclamó Thomas-. No hay manera de imaginar ni remotamente esa clase de sufrimiento, ¿no es cierto? Ni siquiera se puede pensar en ello.

– Hay una cosa más -le dijo Kurylowicz.

– ¿Qué es?

– Tendré que comprobarlo en el laboratorio, pero mírele la parte inferior de las piernas.

Thomas hizo lo que se le pedía, aunque intentó no enfocar las pantorrillas golpeadas y laceradas de la muchacha.

– Yo no veo nada.

– Es el modo en que sobresalen esos huesos. No voy a hacer suposiciones extrañas, pero creo que ambas piernas han estado rotas, no recientemente, pero no hace más de dieciocho meses. Las han arreglado, pero el trabajo no lo ha hecho un cirujano muy experimentado. Vea cómo la pantorrilla izquierda queda un poco torcida.

– ¿Y eso qué significa? -le preguntó Thomas desconcertado.

Kurylowicz se golpeó los dientes con el lápiz y luego se encogió de hombros.

– No lo sé. Voy a tener que trabajar mucho más en esto.

Uno de los investigadores forenses se puso en pie y se acercó hasta ellos. Era un hombre bajo y gordo, llevaba un tupé a lo Kookie Byrnes y tenía los ojos muy juntos. El labio superior se le había perlado de sudor.

– ¿Cómo va eso, Irving? -le preguntó Thomas.

– Lento pero seguro -le contestó el investigador con un pitido asmático en la voz-. Hasta ahora hemos encontrado siete fibras de ropa diferentes y pelo suficiente como para rellenar un colchón. Además hay cera de vela, ceniza de cigarrillo, nueve colillas, varias agujas y broquetas, librillos de cerillas medio quemados y algunos anzuelos de pesca.

Thomas asintió. La esencia de clavo empezaba a ponerle los ojos lacrimosos, y el estómago se le estaba rebelando contra el hedor de la putrefacción, de modo que no se atrevía a quitarse el pañuelo de la cara. Soltó un gruñido audible que pareció salir de debajo de la camisa, por lo que Irving lo miró muy sorprendido.

– No es más que hambre -dijo Thomas-. No he desayunado.

– Muy prudente por tu parte -repuso Irving-. Lo primero que yo hice cuando llegué aquí fue vomitar tres tazas de café y una ración doble de huevos revueltos.

Thomas volvió a mirar a Kurylowicz, y éste dijo:

– Está bien, señor. No tengo nada más que mostrarle por ahora. Debe de haber otro montón de cosas que usted tenga que hacer. Yo daré prioridad a esto, y se lo dejaré encima de la mesa lo más pronto posible.

Se detectaba cierto tono paternalista en la voz de Kurylowicz. ¿Qué clase de teniente de Homicidios era aquel que no era capaz de soportar el olor de la muerte? Pero Thomas se sentía demasiado aliviado ante la idea de poder marcharse como para preocuparse de reprenderlo. Y, de todos modos, habría sido bastante irrisorio intentar hacer valer el rango con un pañuelo empapado de clavo delante de la cara.