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Pero la imagen permanecía inmóvil, a distancia, siempre en silencio, aguardando el momento oportuno. John sabía con toda certeza que tenía intenciones de hacerle daño. Incluso era posible que se tratase de la imagen de su propia muerte. Cuando era más joven, John había intentado convencerse de que quizás podría llegar a entenderse con él, de que a lo mejor lograría irse a la cama por la noche sin el temor de tener que enfrentarse cara a cara con aquello una vez más. Pero el miedo nunca disminuía, la imagen nunca acababa de desaparecer, y, con frecuencia, mientras John dormía, se encontraba dando la vuelta por aquella temblé, gris y familiar esquina, y allí estaba. Mirándolo.

John había decidido llamar a aquella imagen «señor Hillary» cuando todavía era niño. No sabía por qué… como no sabía qué era en realidad el «señor Hillary». Al final había llegado a aceptar que siempre estaría allí mientras él viviera, y que estaría mirando y esperándolo cuando muriera.

– ¿Quieres café? -le preguntó Eva.

John se puso su preciado reloj de pulsera de oro. Faltaba poco para las diez y media. «Mañana por la mañana a esta hora -pensó-, seré el juez del Tribunal Supremo John O'Brien, y entonces comenzará una nueva etapa de mi vida. Los años gloriosos. Los días de éxito y fama.»

– No sé qué tal me sentará el café -repuso al tiempo que daba media vuelta y besaba a Eva en la frente-. No creo que ahora me vaya bien la cafeína. Me parece que ya estoy bastante nervioso sin ella.

– Oh, venga, relájate. El helicóptero tardará por lo menos diez minutos en llegar. Le he dicho a Madeleine que prepare un poco de esa mezcla arábiga de café.

John se puso la americana, se estiró hacia afuera los puños de la camisa y luego echó a caminar tras Eva por la curva escalinata de roble que conducía al vestíbulo. Las paredes estaban igualmente cubiertas de paneles de roble y en ellas había colgados varios paisajes, entre los que destacaba un enorme cuadro de Winslow Homer. Representaba una escena de pesca del tiburón en el Caribe, una escena llena de verdes luminosos y azules resplandecientes. Los zapatos nuevos de Eva resonaban nítidamente sobre el suelo de baldosas blancas. El sol brillaba y penetraba por las cristaleras de colores pálidos. A la puerta de la salita que utilizaban por las mañanas los aguardaba Madeleine, la doncella de pelo oscuro natural de Quebec que les había recomendado Charles Dabney, uno de los socios de John. A éste le habría gustado contratar a una doncella más joven pero, por aquel entonces, Eva se mostraba todavía muy susceptible tras la aventura que él había tenido con Elizabeth, y se había sentido muy satisfecha al tomar a su servicio a una experta doméstica de cierta edad como Madeleine, sobre todo porque cojeaba al andar y ostentaba un lunar peludo en la parte izquierda de la barbilla.

El reloj del vestíbulo, tan alto como la torre de un campanario, dio las diez y media, lo cual significaba que quedaban menos de cuarenta minutos para partir.

– Regresaremos el viernes, Madeleine -le dijo Eva-, a última hora de la tarde. A eso de las siete; y acto seguido saldremos a cenar con los Koch. ¿Le importaría tenerme preparado el vestido verde y decirle a Newton que prepare el esmoquin de su señoría?

– Sí, madame -asintió Madeleine en tono plano y con marcado acento francés.

– Y otra cosa, ¿podría llamar a Bloomingdale's y preguntar qué ha pasado con el jersey de cuello alto verde que encargué? Hable con Lonnie, de Place Elegante. Y no se olvide de los servilleteros nuevos, ¿se acordará? Ya deberían estar listos. Llame a Jackie, en Quadrum. Ya tiene usted el número, ¿verdad?

John se sentó en uno de los elegantes sillones coloniales tapizados a rayas amarillas. El sol, cuyos rayos se reflejaban deslumbrantes en el pulido suelo, inundaba la sala que utilizaban por las mañanas. Madeleine le sirvió una taza de café, y él estuvo observando a la muchacha y se preguntó cómo habrían sido sus padres y qué les habría empujado a tenerla. Quizás su padre hubiese sido un hombre elegante. Violinista, acróbata, barrendero. ¿Quién podía adivinarlo?

Eva se sentó frente a él y cruzó las piernas con elegancia.

– He estado pensando en la fiesta de cumpleaños de Sissy -le dijo.

– ¿Ah, sí?

A John le pareció oír el sonido distante del motor de un helicóptero. O a lo mejor sólo era el viento de verano al soplar entre los arces.

– Quiere una fiesta temática, una especie de fiesta beatnik de los años cincuenta.

John la miró y frunció el ceño.

– ¿Quiere una fiesta beatnik? ¿Quieres decir con boinas y jerseys a rayas?

Era un helicóptero. Ahora se oía con mucha más fuerza. Un palpitante y profundo sonido acompañado del ruido de las aspas de rotor; volaba sobre Riverdale y giraba en dirección este. Allí estaba. Su cita con el destino. Un breve viaje en helicóptero hasta el aeropuerto internacional de Logan y luego un vuelo a Washington en Learjet. Consultó su reloj de pulsera: pasaban siete minutos de las diez y media.

Evidentemente, Eva tenía que estar oyendo por fuerza el helicóptero, pero por alguna extraña razón, parecía estar decidida a ignorarlo.

– El helicóptero -le indicó John al tiempo que levantaba un dedo en el aire.

– Sí -convino ella.

Y eso fue todo. Quizás fuera que de pronto se sentía asustada por la nueva vida a la que los conduciría el helicóptero, o quizás tuviera miedo de que John encontrase a otra Elizabeth, a alguna mujer atractiva y sexualmente más excitante que Elizabeth, pues de todos es sabido cómo son las chicas de Washington. Es posible que les atraigan las estrellas de rock, pero Eva sabía por experiencia que siempre se inclinan por los políticos, los industriales o los jueces, aunque sean hombres de mediana edad, calvos y gordos. A las chicas no les importa la edad, la calvicie ni la gordura. En realidad no. Es el aura de poder lo que las vuelve locas, y un juez del Tribunal Supremo posee no sólo ese aura de poder, sino el aura del poder máximo. Había cientos de estrellas de rock, montones de actores deseables, pero sólo había nueve jueces del Tribunal Supremo, y siete de ellos pasaban de los sesenta y cinco años. Por decirlo con crudeza, aquel nombramiento había convertido a John en uno de los hombres más deseados de América sexualmente hablando.

John le echó una ojeada a Eva y creyó adivinar cuál era el problema. Últimamente le resultaba difícil decirle que la quería. Le daba miedo parecer hipócrita. A decir verdad, ahora la amaba de un modo muy diferente de cuando la había conocido. Pero seguía gustándole, seguía dependiendo de ella, y todavía hallaba una profunda satisfacción en hacerle el amor, aunque en ocasiones, si las lámparas de la mesilla de noche permanecían aún encendidas cuando él alcanzaba el climax, la sorprendía volviéndole la cara y clavando la mirada en la pared como con… ¿desprecio? ¿Desinterés? ¿O quizás dolor? No lo sabía, pero notaba que ya no podía alcanzar el fondo del corazón de Eva. Aunque estaba dispuesto a seguir intentándolo. A lo mejor, algún día, ella volvería a dejarle entrar en su alma.

Al fin y al cabo, su esposa era muy hermosa. Era la única hija de los señores de Hunter Hamilton III, de Lynnfield, y era una mujer esbelta y de un aspecto excelente que hacía que a todos los que la conocían les recordara a Julia Roberts, aunque con más clase. Tenía el cabello de color rubio ceniza, iba siempre impecablemente vestida, hacía gala de unos excelentes modales y era rica por derecho propio. Y, sin embargo, John siempre había tenido la impresión de que en su matrimonio faltaba alguna pieza, como un puzle al que le faltara un último elemento de una pared, del cielo, o del rostro de una mujer que hubiese al fondo. Y después de la aventura que había tenido con Elizabeth, le daba la impresión de estar descubriendo que cada día faltaba alguna pieza más.