Muy bien, Kurylowicz. Buen trabajo. El sargento Jahnke estará por aquí por si necesita usted alguna cosa.
¿Perdone? -preguntó Kurylowicz.
Thomas se quitó el pañuelo de la boca y tomó aliento dispuesto a repetirle lo que había dicho. Pero el nauseabundo olor dulzón que inmediatamente le llenó por completo la nariz y los pulmones fue tan denso que no logró decir nada en absoluto. Se despidió de Kurylowicz haciéndole un gesto con la mano, al estilo del teniente Columbo, y salió del dormitorio.
– ¿Todo bien, señor? -le preguntó el agente Jimmy mientras él bajaba a toda prisa las escaleras.
Thomas no contestó. No podía. Tenía la boca inundada de saliva salada y tibia, y el estómago empezaba a verse sacudido por los espasmos.
Con la mano apretada contra la parte inferior del rostro atravesó a toda velocidad el vestíbulo, vislumbrando las imágenes revueltas de aquellos desnudos Victorianos con forma de jarrón, de un sombrero y de su propia cara blanca reflejada en el espejo que había junto a la puerta. Bajó los peldaños de tres en tres y una vez que se encontró en la acera, en el tibio viento matinal, comenzó a respirar profundamente una y otra vez.
El inspector Jaworski había estado hablando con uno de los agentes apostados en la acera de enfrente. Se le acercó y le preguntó solícitamente:
– ¿Se encuentra bien, teniente?
– No, no me encuentro bien -repuso Thomas-. Estoy muy, muy lejos de encontrarme bien.
El inspector Jaworski se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete nuevo de Marlboro.
– Es el peor caso que he visto en mi vida. Es incluso peor que aquella familia de la calle Otis. ¿Se acuerda usted de aquello?
Thomas trató de encender el cigarrillo que el inspector Jaworski le había dado, pero no fue capaz de hacerlo. Por fin, el inspector Jaworski le sujetó la mano y Thomas pudo encenderlo. Aspiró profundamente el humo del tabaco.
– Ha tenido usted suerte de haber vomitado -dijo; y lo decía en serio.
– Todas esas cicatrices, todas esas quemaduras… -dijo el inspector Jaworski-. ¿A qué le parece que se deben? ¿A un asesinato ritual? ¿Puede que sean adoradores de Satanás o algo por el estilo?
Thomas echó una breve ojeada a la casa.
– Es demasiado pronto para decirlo. Primero tenemos que averiguar quién es ella, cómo la torturaron y cómo murió exactamente.
– ¿Se acuerda de lo que me dijo usted mi primer día en Homicidios? -comentó el inspector Jaworski-. Me dijo que el homicidio no es más que otra clase de robo; sólo que el asesino le quita a alguien el tiempo en vez de robarle propiedades.
– ¿Yo dije eso?
– Seguro. A mí me pareció un modo increíble de considerarlo, por eso me acuerdo. Usted dijo: «Encontremos ese tiempo robado y habremos encontrado al asesino.»
– ¿De verdad dije eso?
– Claro que sí -insistió el inspector Jaworski con una ávida sonrisa.
– ¿Y qué quería decir? -le preguntó Thomas.
Muy lentamente, la sonrisa se desvaneció de la cara del inspector Jaworski.
– Quería decir… bueno, lo que usted quería decir… o sea… como diciendo que si alguien roba ese tiempo, ¿sabe…? Y uno puede volver a encontrarlo… pues como si…
Thomas le puso amistosamente una mano en el hombro al inspector Jaworski.
– Usted no sabe lo que eso quiere decir. Yo tampoco sé lo que eso quiere decir. Y si en alguna ocasión vuelvo a decir una bobada semejante, tiene usted mi permiso para tirarme el café por encima de la camisa.
– Sí, señor -dijo el inspector Jaworski perplejo-. Sí, señor, lo que usted diga.
Se fue a casa a las tres y cuarto. Sabía que le aguardaba una larga noche por delante, y quería asegurarse de que a Megan no le faltaba nada. Maniobró con el Caprice para meterlo en la complicada rampa, muy inclinada, situada delante del edificio de apartamentos donde vivían, y abrió la puerta con cuidado para no rayarla con la pared de cemento.
Estaba subiendo por la escalera que se encontraba entre los espléndidos parterres de geranios, cuando se abrió la puerta principal de vidrio y el señor Novato, el conserje del edificio, salió a su encuentro; llevaba una chaqueta de algodón azul y una corbata de color verde fangoso, y parecía más que nunca un hermano menos dotado artísticamente de Plácido Domingo. De cerca olía a ajo, a lavanda y a algo que Thomas no acababa de precisar bien, pero que a lo mejor era queso.
¿Va usted a dejar mucho tiempo el coche ahí, señor Boyle? Le preguntó. Y uno no tenía que ser doctor en Filosofía, especializado en Sociología, para detectar los derroteros que iba a tomar la conversación.
Veinte minutos como máximo -respondió Thomas.
El señor Novato miró hacia el coche por encima del hombro de Thomas.
– Es que está usted impidiendo el paso.
Si alguien quiere usar la rampa, lo único que tiene usted que hacer es avisarme y moveré el coche.
– Bueno… no sé, señor Boyle. Va en contra de la reglamentación contra incendios. Ya sabe, el hecho de que cualquier vehículo bloquee la rampa.
Haciendo gala de un enorme control de sí mismo, Thomas dijo:
– Escuche lo que voy a decirle, señor Novato. Yo soy un funcionario de policía que se encuentra trabajando en una importante investigación de homicidio. Voy a dejar el coche justamente en el lugar donde está. Si alguien desea usar esa rampa para algún propósito legítimo durante los próximos veinte minutos, entonces con sumo gusto lo moveré de ahí.
– Yo no quiero líos, señor Boyle.
– ¿Usted no quiere líos?
– Eso digo, señor Boyle, que no quiero líos.
– Si no quiere líos, señor Novato, la solución es muy fáciclass="underline" no diga nada más.
Thomas dejó plantado al señor Novato y se encaminó al interior del edificio. En general, a Thomas le gustaba casi todo lo italiano: la comida, la música, el vino, la moda… pero le había cogido una inmediata ojeriza al señor Novato nada más trasladarse a vivir allí, hacía ahora tres años. Y el señor Novato no había hecho nada que le empujara a cambiar de opinión. Era un hombre rutinario, vago y creativamente estúpido. De no ser por el hecho de que Thomas necesitaba de vez en cuando la ayuda del señor Novato para meter a Megan en el coche, Para coger algún recado o para vigilar a Megan mientras él se contraba ausente, hacía mucho tiempo que habría protestado enérgicamente a los propietarios y habría hecho que lo encerrasen.
Bueno, que lo encerrasen quizás no, pero sí que le metieran un buen susto. Aunque incluso los conserjes italianos irritantes tienen que ganarse la vida.
Una vez en el ascensor, Thomas apretó el botón del tercer piso y las puertas se cerraron. Por primera vez desde hacía semanas se encontraba realmente cansado. Estaba tan agotado y vacío como si se hubiera pasado dos noches seguidas sin dormir; la vista se le nublaba, los oídos parecían estar llenos de bolas de algodón, y la sinusitis le había atascado y resecado las vías respiratorias. Cerró los ojos y se apoyó de espaldas contra la pared, que estaba cubierta con un espejo, mientras el ascensor lo conducía hacia arriba.
Abrió la puerta del apartamento 303 y llamó a su esposa con voz espesa:
– ¡Megan!
Se quitó el abrigo, lo colgó en el atiborrado perchero que había en el recibidor, cerca de la lámina enmarcada de Jesús y María Magdalena y del paisaje de Lough Oughter, y luego pasó al cuarto de estar. Allí estaba ella: sentada en la silla de ruedas junto a la ventana, para poder contemplar la calle Commercial y el parque de juegos del barrio norte; estaba escribiendo en su cuaderno. De pelo rojizo, pecosa, de ojos verdes, con la nariz respingona y una ligerísima insinuación de excesiva mordacidad, Megan llevaba puesta una blusa blanca de manga corta, y -como siempre- un crucifijo colgado del cuello.