Thomas se acercó y le dio un beso.
– ¿Cómo ha ido la recuperación? -le preguntó.
– Oh… como siempre -repuso ella al tiempo que cerraba el cuaderno y lo ponía sobre la mesa. «Como siempre» significaba dolorosa, tediosa y, a fin de cuentas, inútil-. El doctor Saúl me ha recetado un calmante nuevo.
Thomas acercó una de las dos sillas de respaldo recto, que había a ambos lados de la vitrina, y se sentó junto a su esposa. Desde que quedara confinada a la silla de ruedas, él rara vez se sentaba en sillones, porque siempre eran demasiado bajos y además le hacían sentirse como si estuviera disfrutando de comodidad mientras a Megan no le quedaba más remedio que sufrir la rigidez de los refuerzos del respaldo.
– Éste va a ser un caso complicado -observó-. Quizás fuera mejor que te marcharas una temporada con Shirley.
Megan hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Estoy bien. Y a veces me gusta estar sola.
– Pero yo voy a preocuparme por ti. Ya lo sabes.
Ella le acarició la muñeca en un gesto circular con la punta de un dedo con aire ausente.
– Antes nunca te preocupabas. ¿Por qué has de hacerlo ahora? Soy igual de capaz.
Eres más capaz -puntualizó Thomas-. Pero ésta es una de esas investigaciones que va a necesitar muchas horas extras, puede que incluso algunas noches fuera de casa.
Oh, estás dándole demasiada importancia -dijo ella con una súbita y radiante sonrisa-. Tengo la televisión, la música, mi libro de cocina.
A lo mejor, Shirley puede venirse aquí.
A lo mejor, Shirley no quiere quedarse aquí.
Thomas le dirigió una mirada de cariño y no pudo evitar sonreír a su vez.
Eres una muchacha irlandesa muy testaruda.
Oh, en realidad, no soy tan testaruda -dijo ella-. Lo que pasa es que valoro mi independencia.
– Claro -convino él.
Y tuvo una fugaz visión de aquella anónima chica, atada de pies y manos con alambre, tumbada boca abajo en aquella cama empapada de sangre oxidada. Y le vino el olor.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Megan.
– Nada -repuso él.
– Es un caso de los malos, ¿no es así?
– Es… sí, es malo. Y no tengo ganas de hablar de ello.
– A lo mejor te aliviaría, Tommy. Siempre ha ocurrido así otras veces.
Thomas bajó los ojos.
– No creo, Megs. Esta vez no.
Ella dejó de acariciarle y le apretó la muñeca con fuerza.
– Cuéntamelo -le pidió.
– Ahora no, por favor.
– Cuéntamelo.
Sorprendiéndose a sí mismo, Thomas descubrió de pronto que estaba llorando. Se encontraba sentado, en una posición muy erguida, en una de las sillas del comedor, cara a cara con Megan, y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Hasta aquel momento, nunca había llorado por un homicidio, ni por la víctima ni por sí mismo. Pero allí estaba ahora, llorando como un niño. Era la primera vez en diecisiete años que le ocurría.
Si pudieras ver lo que le hicieron… -comenzó a decir entre sollozos. Inclinó la cabeza y Megan lo rodeó con los dos brazos- Empezó a acariciarle el pelo y a consolarlo con la voz-. No comprendo cómo pudieron…
Su esposa lo abrazó con fuerza contra el pecho y siguió consolándolo mientras la silla de ruedas crujía ligeramente al mecer a su esposo. Megan se había preguntado muchas veces cuándo ocurriría aquello, cuándo por fin Thomas se vendría abajo. Lo había visto tantas veces con los ojos empañados, guardándoselo todo dentro; o mirándose fijamente en el espejo del cuarto de baño mientras se mordía los labios. Ella siempre se daba cuenta de cuándo el caso era malo, cuándo se trataba de una mujer, de un niño o de algo particularmente brutal. Thomas solía fumar más en esas ocasiones y no podía estarse quieto sentado; se ponía a mirar por la ventana con el feroz aturdimiento de un animal enjaulado.
– Cuéntamelo -le dijo ella consolándolo.
Thomas se irguió en la silla y se frotó los ojos con los dedos y luego con el dorso de la mano.
– No puedo. Primero tengo que comprenderlo y, de momento, no lo comprendo. No lo comprendo en absoluto. No encaja con nada que yo haya visto. Se escapa a cualquier experiencia anterior. No ha sido un crimen doméstico, ni tampoco han sido yummies. Es todo tan raro. Es como encontrar un cadáver con mordeduras de tiburón en medio de la ciudad.
Megan sabía a qué se refería al decir «yummies». Era el acrónimo que Mike Barnicle, del Boston Globe, había ideado para denominar a los «jóvenes gusanos urbanos», una clase de airados jóvenes negros e hispanos a los que le sobraban razones, les faltaba esperanza y sentían una endemoniada inclinación por destruirse a sí mismos y entre ellos con Uzis y crack.
– ¿Quieres que te prepare algo para llevarte esta noche? -le preguntó Megan-. He comprado un poco de ese salami de Genova que te gusta tanto.
Thomas negó con la cabeza.
– Ya me tomaré un perro caliente si me da hambre.
– ¿Estás seguro? ¿Y si comieras algo ahora? ¿Un poco de pan con queso tostado? ¿Un sandwich rápido de pollo?
De nuevo, Thomas dijo que no con la cabeza. Todavía percibía aquel terrible hedor de carne descompuesta. En realidad casi podía saborearlo. Si comía algo en aquellos momentos, seguro que no sería capaz de distinguir entre queso, pollo y cadáver.
– No te preocupes, de veras. -Le señaló el cuaderno con un gesto de la cabeza-. Vamos… no hablemos de mí. Olvidémonos de los homicidios al menos durante cinco minutos. ¿Cómo va el libro de cocina?
– Oh, muy bien. Gina me llamó justo antes de que yo saliera y me dio esta maravillosa receta de asado al vapor.
– ¿Ésa será la cena de mañana?
Tengo que experimentar las recetas.
Thomas le cogió una mano y se la apretó.
Sabes muy bien que no me quejo. Soy el hombre mejor alimentado de todo el cuerpo de policía.
Megan sonrió, y a él le encantó aquella sonrisa. Desde que su esposa tuvo el accidente, Thomas la quería más que nunca, aunque siempre le daba un poco de miedo decírselo, por si ella pensaba que lo decía empujado por la lástima en lugar de por el auténtico cariño. Se había dado cuenta, también, de que si le decía que la amaba con demasiado entusiasmo, a Megan se le ocurriría sospechar que él tenía alguna aventura… o que sentía ganas de tenerla, o que había conocido a una mujer que le había llamado la atención.
Él la amaba y sabía que nunca dejaría de amarla, pero siempre estaba de por medio aquella silla de ruedas, y la terapia, y el dolor. Hubo una época en que ella esquiaba, nadaba, hacía jogging, bailaba y trabajaba fuera de casa. Pero un día, hacía ahora tres años, Megan había ido al mercado rural que se había instalado en el aparcamiento de la calle Webster, en Brookline, y, feliz y despreocupada, había bajado de la acera. Un camión agrícola completamente cargado la había atropellado y le había pasado por encima de la espalda. Thomas había tenido la certeza de que ella iba a morir.
No había muerto, por supuesto, aunque había quedado irreversiblemente paralítica de cintura para abajo. Megan le había confesado, aunque sólo una vez, que hubiese preferido haber muerto; pero nunca había vuelto a decírselo, y después de aquello simplemente había tratado de tomarse las cosas del mejor modo posible.
Thomas nunca habría podido imaginar antes del accidente de Megan la lucha que suponía tener una esposa paralítica en un mundo hecho para personas capaces de caminar. Incluso las salidas más insignificantes para ir de compras habían de planearse por adelantado. (¿Dónde aparcarían? ¿Y si había puertas giratorias? ¿Habría aseos?) El primer día que habían salido juntos, Thomas descubrió, como si fuera una pesadilla, el hecho de que mas de dos tercios del mundo civilizado se habían convertido de pronto en inaccesible para ellos.Sus amigos íntimos -sus amigos del departamento de policía, los habían apoyado en buena medida. Pero su vida social había ido disminuyendo poco a poco, hasta que finalmente podían darse por afortunados si los invitaban una o dos veces al año. Incluso Joan, la hermana de Meg, y Ray, su alegre marido, raras veces les pedían ya que fueran a visitarlos a Framingham. ¿Quién deseaba realmente tener que arrastrar a una mujer en una silla de ruedas hasta la mesa del comedor? Y casi nadie aceptaba tampoco las invitaciones que ellos les hacían. Megan seguía cocinando como un ángel, pero los invitados siempre parecían sentirse violentos al ver que ella traía el asado de carne en una tabla especial colocada sobre los brazos de la silla de ruedas, como si aquello le proporcionara un sabor diferente a la comida. Thomas no tenía tiempo de amargarse por ello. Estaba demasiado ocupado viéndoselas con homicidios espeluznantes, yendo a la compra e intentando hacer llevadera la vida para los dos. Nunca había estallado en lágrimas hasta aquel día. Más de una vez se había preguntado si la vida era justa, pero nunca se había contestado.