Se detuvo en el aparcamiento de Newmarket, en la esquina que formaban la avenida Massachusetts con la plaza Newmarket. Eran las cuatro, y la tarde era agobiantemente húmeda. El cielo estaba brillante aunque algo nuboso, y el tráfico tenía un sonido amortiguado. Había algo extraño, algo onírico, en aquella humedad: como si todo el mundo anduviese pululando en una película surrealista, atareado porque sí.
Aparcó el coche, lo cerró meticulosamente y se acercó al carro de humeantes perritos calientes, que ocupaba un lugar de difícil acceso entre un viejo Lincoln y un Winnebago cubierto de pegatinas de parques nacionales. Ezra Speed Anderson ya le tenía preparado un perrito caliente, y estaba regándolo con todas aquellas salsas especiales suyas. En las gafas de sol de Speed, llenas de huellas de dedos, Thomas vio dos diminutas imágenes de sí mismo acercándose y alargando un brazo curvado por la lente.
– Marchando un Speed Dog -dijo Speed lacónicamente-. Parece que le hace falta un poco de nutrición, teniente.
Thomas sacó un par de billetes y le pagó.-He tenido un caso de los malos, eso es todo.
– El mundo es un lugar asqueroso, teniente.
Thomas tomó un bocado del perrito. Las salsas de Speed eran lo bastante ricas y picantes como para ocultar el sabor de la muerte. Comenzó a masticar y, aunque no sentía hambre, siguió masticando igualmente.
– ¿Cree usted que yo tendría que abrir una cadena de puestos? -le preguntó Speed.
¿Para qué? -inquirió Thomas-. Este carrito tuyo es uno de los mayores tesoros culinarios de Hub. ¿Quierbs echarlo todo a perder abriendo una cadena?
– No se-dijo Speed-. A veces sueño con riquezas fabulosas.
La vida es una riqueza fabulosa -le dijo Thomas-. No necesitas nada más.
CUATRO
– He vuelto a tener aquella pesadilla -dijo Michael.
El doctor Rice había estado jugando a los palillos. Miró, con los labios muy apretados, por encima de las gafas en forma de media luna, pero no contestó. Estaba esperando que Michael le dijera de qué pesadilla se trataba, porque había varias. Por un lado, la pesadilla acerca del depósito de cadáveres; por otro, aquella del L10-11 que se abría en canal, como un cerdo; y también estaba la pesadilla de los árboles que florecían con manos humanas, y la niña que era sólo media niña.
Y había más… algunas muy gráficas, otras misteriosas y oscuras, terrores que asaltaban, sin nombre ni cara. Michael Rearden era un revoltijo, una mezcolanza de traumas, terrores y experiencias espantosas repetidos incansablemente una y otra vez, hasta que el último hilo de su sique se tensaba tanto que parecía estar a punto de romperse.
Hacía más de un año que el doctor Rice intentaba desenmarañar los traumas de Michael, pero no resultaba tarea fácil. En cuanto conseguía desentrañar una pesadilla, otra se ponía por medio. Sin embargo, el doctor Rice no era sólo un hombre hábil, sino que además poseía una infinita paciencia, y calculaba que con cuatro o cinco años más de terapia conseguiría volver a dejar a Michael en el mismo estado de equilibrio mental en que se encontraba cuando el helicóptero aterrizó en Rocky Woods: un hombre ávido, ambicioso y desprevenido ante uno de los desastres más confusos de la historia reciente de la aviación civil.
Había una ligera diferencia entre revivir las pesadillas y enfrentarse a ellas. De momento, Michael sólo estaba reviviéndolas una y otra vez, aunque los avances emocionales que conseguía eran escasos.
La pesadilla de la caída -explicó Michael-. El cuerpo de la niña. Me refiero a esa pesadilla.
El doctor Rice titubeó en el tablero de los palillos. Luego cogió el último que podía sacar y dijo:
Me quedan tres palillos. ¿Por qué nunca consigo que me queden menos de tres?
– No creo que estemos logrando ningún avance hacia la recuperación -le dijo Michael-. Es la misma pesadilla, y exactamente con la misma claridad. E igual de aterradora, también. Intento manejarla, pero mi mente no quiere hacerlo. Es casi como si estuviera manejándome a mí mismo.
Eso no es nada raro -le explicó el doctor Rice-. Ya hemos hablado de esto antes, ¿no es así? Parte de su problema es el síndrome del superviviente. El síndrome de «por la gracia de Dios», solía llamarlo el doctor Leavis. «Por la gracia de Dios, yo me libré…» ¡Y no me siento culpable por ello!
– Pero es que yo ni siquiera iba de pasajero en ese avión -apuntó Michael.
El doctor Rice movió la cabeza de un lado a otro.
– No importa. Usted vio personas que habían resultado muertas; vio mujeres y niños inocentes hechos pedazos. Caminó entre ellos mientras usted seguía con vida.
Michael se levantó del incómodo sillón de lona y metal cromado. El doctor Rice empezó a colocar sistemáticamente todos los palillos, y Michael, al atravesar el despacho, ni siquiera le dirigió una mirada al médico; se acercó a la ventana y se puso a mirar la calle por entre las tiras verticales de las persianas. Lo único que podía ver era la parte trasera de una furgoneta amarilla con un anuncio en rojo escarlata que decía «Transmisiones Aal» pintado en un costado, y la esquina del restaurante Contented Cod, que tenía cortinas de oropel rojo y un porche blanco que imitaba el estilo colonial. También se veía un perro rojizo que dormitaba al sol, un triciclo con una banderola roja y un cesto lleno de comestibles, pan y lechuga. Era una escena vacía y rara. No pasaban automóviles ni peatones. A Michael le recordaba un cuadro de Edward Hopper.
El doctor Rice lo aguardó pacientemente. Podía permitirse tener paciencia. La terapia de Michael la pagaba Plymouth Insurance como parte del acuerdo de despido, y le correspondía al propio doctor Rice decidir cuándo Michael estaría de nuevo emocionalmente adaptado. El doctor Rice tenía gran fe en la abundancia de fondos. «Lo escaso de un modo regular es mejor o esporádico y espectacular», le había dicho a su agente de bolsa en el quinto green del Dunfey's Hyannis Resort. Pero no era un hipócrita: verdaderamente pensaba que Michael sólo podría curarse mediante una aceptación gradual y bien estructurada de lo que había experimentado.
Algún día, Michael tendría que aceptar que presenciar una tragedia no es lo mismo que causarla. Había llovido gente del cielo, sí, habían muerto niños, todos los detritos íntimos y preciados de cientos de vidas humanas habían quedado diseminados por el campo, pero no había sido culpa de Michael. Y una vez que Michael comprendiera eso, una vez que hubiera aceptado realmente que era inocente, entonces podría empezar el proceso de curación. Y hasta entonces no había nada que el doctor Rice pudiera hacer que no fuese sostener una luz que sirviera de guía mientras Michael se debatía entre los espinos y zarzas de sus propias pesadillas, y esperar que estuviera viajando en la dirección correcta.