– ¿Cree usted que hay algo que ha desencadenado esta pesadilla? -le preguntó el doctor Rice-. ¿Algo que haya leído, algo que haya visto en la televisión? ¿O ha sido simplemente espontáneo?
– Quieren que yo vuelva -le dijo Michael-. Quieren que vuelva a hacerlo.
– ¿Quién? ¿A qué se refiere?
– Joe Garboden, de Plymouth Insurance. Vino a verme ayer sin previo aviso. Me dijo que necesitan ayuda en ese accidente de helicóptero… ya sabe, el accidente donde murió John O'Brien y su familia.
– Sí -asintió el doctor Rice-, ya sé. Pero, ¿por qué lo necesitan a usted?
Michael se encogió de hombros.
– Por lo visto creen que estoy especialmente dotado para ello.
– Pero… venga, hombre. Saben que usted está todavía bajo tratamiento.
– No creo que eso les importe mucho. Lo único que les importa ahora es que quizás se vean obligados a soltar muchísimos millones de dólares.
– Deben de tener investigadores cualificados de sobra que puedan hacer el trabajo tan bien como usted.
Michael echó una última y larga mirada por la ventana.
– Al parecer no piensan así.
El doctor Rice se levantó. Era un hombre muy alto, por lo menos medía un metro noventa, y tan delgado que daba la impresión de que alguna enfermedad estuviese minándolo y amenazando su vida, aunque (aparte de un hígado debilitado a los veintitantos años por el alcohol y las drogas) gozaba de excelente salud. Tenía una cabellera teñida de negro que llevaba peinada hacia atrás y le partía la frente huesuda, semejante a la de un caballo. Los ojos eran tan claros que casi resultaban incoloros, como el mar que baña las piedras, pero resultaban muy expresivos. Fuego, empuje, inteligencia, efusión. Tenía unos pómulos esculpidos con rudeza y la nariz estrecha, complicada y huesuda.
Era un superviviente de los años sesenta. Después de graduarse en sicología en la Universidad de Massachusetts, en Columbia Point, se había dirigido al oeste y había estado viviendo en Sandstone, Carmel y Haight-Ashbury. Había pasado largas noches de excesos con Timothy Leary, Ken Kesey y un místico yaqui que le había mostrado el cráneo que existe detrás de todo rostro humano. En cierto momento, casi había llegado a entender a Dios. Pero una mañana de primavera, en 1974, se había despertado en el parque Balboa, en San Diego, con una sed tremenda y un hambre canina, y entonces comprendió que los días de revelación habían terminado. Era hora de volver a casa en Cape Cod, hora de ocuparse de su madre, hora de poner una consulta respetable y cambiar el VW Camper pintado de flores por un Mercedes Benz nuevo de color dorado metálico. Ahora, veinte años más tarde, era miembro de una asociación muy de moda y altamente rentable en Hyannis, en la que ayudaba a tratar los complejos sicológicos de los ricos, las personas influyentes, los ensimismados, y de aquellos que, sencilla y llanamente, eran aburridos.
Puso los largos dedos sobre el hombro de Michael.
– No pueden obligarle a volver, ¿no es cierto? -le preguntó con voz amable.
Michael hizo una mueca de impotencia.
– No. Pero la pobreza sí que puede.
– ¿Cuánto le ofrecen?
– Treinta mil, más los gastos.
– Yo opino que su bienestar sicológico vale más de treinta mil más los gastos, ¿no le parece?
– No sé. Sí, supongo que sí. Pero también tengo la sensación de que necesito volver… de que nunca me recobraré del todo hasta que no me enfrente a ello.
El doctor Rice levantó una ceja.
– Me parece que no acaba usted de comprender por completo los riesgos. El daño sicológico que puede producirle quizás sea irreversible. Un caso desahuciado, con carnet y pensión de incapacidad total.
Michael no dijo nada. Ya se sentía como un caso desahuciado. Desde el momento en que Joe Garboden le había dicho «Acuérdate de Rocky Woods», su mente había ido sucumbiendo poco a poco bajo su propio y terrible peso.
– ¿Quiere usted someterse a hipnosis ahora? -le preguntó el doctor Rice.
– ¿Cree que resolverá algo?
– Podría ayudarle a sopesar los riesgos. Podría descubrir usted por qué siente necesidad de volver. Pero debe tener en cuenta que el propósito de esta terapia ha sido ayudarle a superar aquello que experimentó en contra de su voluntad, a situarlo en su justa proporción. Créame, que revivir un trauma puede ayudar a superarlo es una falacia, algo que queda estrictamente para las películas. La mejor manera de superar un trauma es localizar el área dañada de su sique y ver qué se puede hacer para repararlo.
Michael se quedó pensando durante un rato. En la calle, en la acera de enfrente, una linda muchacha vestida con unos pantalones cortos a rayas blancas y rojas se subió al hasta entonces abandonado triciclo y se alejó pedaleando lentamente. Daba la impresión de que estuviera cantando, pero Michael no podía oírla. El perro dormido no se movió.
– De acuerdo -dijo Michael-. Me someteré a hipnosis.
– ¿Está seguro?
– Claro que estoy seguro.
Michael se recostó en el sillón de lona y metal cromado. En la pared, a su lado, medio oscurecido por los destellos de luz que se reflejaban en el marco, había un certificado profusamente ilustrado de «Die Akademie der Hypnotismus und Mesmerismus, Wien», fechado en 1981, que daba fe de que David Walden Rice se había graduado en hipnoterapia avanzada. Bajo el certificado se veía colgada una reproducción vagamente inquietante de un cuadro de Charles Sheeler; representaba la cubierta superior de un trasatlántico: estaba vacía, como la calle allí afuera, y tenía unas barandillas meticulosamente pintadas, ventiladores y cables. Un escenario desierto a la espera de que ocurriera algo.
El doctor Rice tiró del cordón que cerraba la persiana y el despacho se inundó de sombras cálidas, marrones.
– ¿Está cómodo? -le preguntó a Michael; aunque ya le había hecho aquella pregunta tantas veces que Michael no sintió necesidad de responder-. Separe un poco los pies, por favor.
Eso es. Ahora coloque la mano izquierda encima de la rodilla izquierda, con la palma hacia arriba, y ponga la derecha encima de la izquierda, también con la palma hacia arriba.
Michael ya había hecho lo que el doctor Rice estaba diciéndole que hiciera. El médico se le acercó más y Michael percibió el olor a tabaco de cigarrillo que le impregnaba la ropa, y a aquella loción de afeitar con perfume de clavo que siempre llevaba. El doctor Rice tocó la frente de Michael con la punta de los dedos y le dijo:
Está usted más tenso de lo habitual. Relájese. Ponga los codos a los costados, pero no haga fuerza. Mueva la cabeza en sentido circular, deje sueltos los músculos del cuello.
Al cabo de un rato metió la mano en el bolsillo de la camisa de cuadros verdes, semejantes a un damero, y sacó un pequeño disco de metal de tamaño un poco mayor que una moneda de veinticinco centavos. La depositó con cuidado y casi reverentemente en la palma abierta de Michael, como si fuera la hostia de una comunión. El disco era de zinc, de color gris opaco, y tenía un remache central de cobre pulido. El doctor Rice le dijo:
– Fije los ojos en el centro del disco… en el punto de cobre… mantenga los ojos fijos en él y no los deje oscilar.
Cada vez que el doctor Rice empezaba a hipnotizarlo, Michael pensaba que en aquella ocasión no le sería posible. No estaba cansado en absoluto; y aquel día notaba que su resistencia era más fuerte que nunca. ¿Cómo iba el doctor Rice a ponerlo a dormir sólo con hacerle mirar fijamente un disco de zinc y cobre? Sin embargo, era consciente de que el disco había funcionado otras veces. El disco lo había guiado ya cientos de veces al interior de sus sueños; y al interior de la oscuridad que había debajo de sus sueños; y más profundo aún: al fondo de aquel foso de las Marianas que es el subconsciente humano, donde las formas y los sentimientos nadan en una oscuridad casi total…formas y sentimientos que nunca podrían salir a la luz desnuda de la vigilia.