Por ello, el disco había sido investido en la mente de Michael con unas cualidades casi sagradas: un talismán, un objeto mágico. En realidad no creía en él, pero por otra parte lo apreciaba y o respetaba. Tenía cierta aura mística, aunque no podía entender cuál. Era como la canica de vidrio de la suerte, color verde mar con la que había jugado cuando iba al colegio. En realidad no es que Michael creyera que le daba buena fortuna, pero siempre la usaba cuando se trataba de decidir la suerte de la partida; el día que la perdió se había mostrado desconsolado.
– Siente ganas de dormir -le dijo el doctor Rice con voz flemática-. No se resista a esa sensación. Permita que se apodere de usted tan pronto como llegue. Y cuando yo le diga que cierre los ojos, ciérrelos. -Entonces, el doctor Rice empezó a realizar una y otra vez pases hacia abajo con las palmas de las manos extendidas por delante de la cara de Michael. A cada movimiento le acercaba más las manos al rostro, hasta que casi llegaron a rozar las pestañas de Michael-. Ahora está empezando a sentir sueño -continuó diciendo con la voz monótona y tranquila que siempre empleaba cuando estaba hipnotizando a Michael-. Está empezando a sentir sueño. Tiene los ojos muy cansados. Está empezando a perder sensibilidad en las piernas y en los brazos. Comienza a sentir el cuerpo descansado. Va usted a dormirse. Dentro de un minuto ya estará dormido. -Le tocó los párpados a Michael y suavemente se los cerró-. Tiene los ojos cerrados -murmuró-. Le resulta imposible mantenerlos abiertos. Va a dormirse profundamente. Ya está dormido. No puede abrir los ojos. Se le han pegado.
Michael notó que la habitación se oscurecía. Esta vez estaba decidido a permanecer despierto. Pero la oscuridad resultaba muy acogedora y cálida, y, al fin y al cabo, tenía el disco para guiarlo. Además, ¿qué más daba si se dormía unos instantes? El doctor Rice nunca lo sabría. Podía dormirse rápidamente, refrescarse, y luego volver a abrir los ojos. ¿Quién iba a notarlo? De todas maneras, en el fondo, nunca había creído en el hipnotismo. Casi cada vez que el doctor Rice lo sometía a ello, Michael después se sentía mejor, pero la diferencia no era tan grande. Y nunca recordaba nada de lo que había soñado o sobre lo que había fantaseado.
Hizo esfuerzos por abrir los ojos, sólo para demostrarle al doctor Rice que seguía despierto, pero se encontró con que no podía. El cerebro parecía no hallar el resorte que levantaba los párpados. Todavía oía al doctor Rice, que entonaba:
– Ahora ya tiene los ojos bien cerrados; va a dormir profundamente.
Pero por muchos gestos que hiciera, los ojos, sencillamente, se negaban a abrirse. «Dios -pensó-. Cegado, indefenso.» Quería hablar en voz alta, quería decirle al doctor Rice que se detuviera, pero de alguna manera, la boca tampoco le funcionaba. La laringe, simplemente, se negaba a formar palabras.
Aunque Michael tenía los ojos cerrados y no podía abrirlos, veía un levísimo parpadeo de luz rosácea. Lo veía cada vez que el doctor Rice lo hipnotizaba, pero seguía sin comprender qué era.
Durante un momento, aquel parpadeo resplandeció como la aurora boreal, hasta casi llegar a deslumbrarle, pero luego se apagó de nuevo, como ocurría siempre.
Después, tras aquella brillante llamarada de luz, sintió que se hundía. Primero poco a poco, como un hombre cuyos pulmones están llenándose lentamente de agua. Pero luego empezó a deslizarse cada vez a mayor velocidad hacia la indeterminable oscuridad de su subconsciente, hacia el interior de aquel mundo donde su propio terror podía hablarle y donde sus peores temores se encarnaban.
Oyó que el doctor Rice decía:
– Más profundamente… más profundamente, más profundamente dormido.
Le sonaba como un hombre que estuviera hablando hacia el interior de un pozo de treinta metros de profundidad.
Michael sabía perfectamente dónde se encontraba: sentado en la consulta del doctor Rice, en el sillón de lona y metal cromado del doctor Rice. Sin embargo, también estaba de vuelta en casa, de pie en medio de la cocina, bebiendo café en su taza, la que tenía la inscripción «Ross Perot for President», mientras el sol de la mañana caía en diagonal sobre la mesa. A través de la ventana se veían volar cometas rojas y blancas remolineando en un trabado frenesí sobre la playa de New Seabury, y el marco de la ventana traqueteaba… dudó… traqueteaba a causa de la brisa. Su hijo Jason estaba inclinado sobre un tazón lleno de cereales, con el pelo revuelto y brillante. Su esposa Patsy llevaba puesta la bata de algodón rosa, la del cuello de encaje roto, y se hallaba delante del fregadero.
– ¿Has vuelto a pensar en ello? -le preguntaba Patsy con voz borrosa. Ello significaba la muerte. Ello significaba el cadáver de John O'Brien… Ello significaba más gente cayendo como una densa lluvia del cielo, y un helicóptero quemado. Patsy se daba la vuelta y, por alguna razón, él no podía enfocar su cara, aunque sabía con certeza que era ella.
Michael asentía con la cabeza.
– He estado pensando en ello toda la noche.
Jason levantaba la mirada, y a Michael también le resultaba imposible enfocar siu cara.
– Papá… cuando vuelvas de Hyannis, ¿puedes arreglarme el freno trasero? Roza con la rueda. -Luego levantaba la cabeza otra vez y decía-: Roza con la rueda… -Levantaba la cabeza de nuevo y decía-: Roza con la rueda…
Michael pensó: «Sí, debería mantener la bicicleta de Jason en buen estado de funcionamiento.» Pero antes de que pudiera responder, Patsy decía:
– ¿Has vuelto a pensar en ello?
Y Michael empezó a tener la sensación de que estaba atrapado en un bucle de memoria que repetía lo mismo una y otra vez sin solución de continuidad.
Estaba a punto de decirle algo a Patsy acerca de Joe Garboden cuando se encontró con que no estaba en la cocina, sino viajando hacia Hyannis por la carretera de la playa de Popponosset. No sabía por qué había escogido aquella ruta. Tendría que haberse dirigido directamente a South Mashpee e ir a dar a la carretera veintiocho. Pasar por Popponosset implicaba un innecesario y brusco rodeo. De cualquier forma, tenía la vaga impresión de que se suponía que iba a ver a alguien en Popponosset, aunque no sabía de quién podría tratarse.
Lo raro era que estaba de pie mientras conducía, como si siguiera en la cocina. Veía pasar junto a él, brillante y bidimensional, en colores desvaídos como los efectos especiales de una película barata de los años sesenta, la línea de la costa iluminada por el sol de la bahía de Popponosset.
En la radio del coche, una voz seca y débil decía: «Se encontrará con usted más tarde, sí. Eso es. No dijo nada más.»
Pasaba junto al hotel Popponosset, una enorme casa en la playa cubierta de tejas, con porche y sombrillas a rayas que se inclinaban a causa de la brisa. Le pareció ver, de pie junto a la barandilla, un hombre alto, ataviado con un traje, que lo miraba, pero cuando volvió la cabeza para mirar de nuevo, el hombre se había esfumado. Las únicas personas que había en el porche era una pareja joven con polos blancos.
Pero algo había cambiado. Había algo que lo hacía sentirse intranquilo. Y aunque no podía comprender cómo se había hecho consciente de ello, tenía la certeza de que el hombre vestido de gris lo había visto, y de que estaba empeñado en perseguirlo Michael daba vueltas y más vueltas, pero no conseguía ver más al hombre en ninguna parte. De todos modos, aquel hombre iba tras él e intentaba causarle grave daño.
Empezó a sentirse alarmado. El cielo sobre la bahía de Popponosset iba oscureciéndose rápidamente, y el blanco de las olas al romper en la orilla comenzaba a brillar en la penumbra como los dientes de los perros fieros y hambrientos. Se había levantado viento y Michael podía sentirlo realmente en la cara, salado, cálido y abrasivo por la arena que transportaba.
El hombre estaba esperándolo en la playa. Por extraño que parezca, aquélla ya no era la playa de Popponosset, sino algún otro lugar; algún otro lugar que Michael tenía la seguridad de haber visto antes, pero que no lograba ubicar del todo. A lo lejos e veía un promontorio cubierto de maleza, una hilera de casas típicas de Nueva Inglaterra pintadas de verde y una curva de rocas que le recordaba mucho a Popponosset. Pero también había un faro pequeño y blanqueado, y en Popponosset no había ningún faro, nunca lo había habido.