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El coche parecía haberse derretido. Se encontró caminando por la arena seca con zapatillas deportivas Adidas. Podía oír el sonido del oleaje con bastante claridad, y el agudo silbido de un hombre que llamaba a su perro.

Me reuniré contigo luego -decía una voz muy cerca de su oído; y Michael estaba demasiado asustado como para volver la cabeza y ver quién era-. Me reuniré contigo luego… Roza con la rueda.

A su derecha, el cielo atlántico se había vuelto de un malévolo color negro, y el viento era ahora tan fuerte que la arena le azotaba los tobillos como si se tratara de serpientes. Podía oír los latidos de su propio corazón, notaba cómo los pulmones le subían y bajaban, e incluso podía oír el leve crepitar de la electricidad en el extremo de sus nervios. El hombre alto vestido de gris seguía esperándolo al final de la playa, y Michael empezó a sentirse seriamente asustado. Al fin y al cabo, aquello era hipnotismo; una terapia de sugestión. Era consciente de que sólo era hipnotismo, aunque estuviese experimentando de manera tan vivida el paisaje costero, sabía que seguía sentado en la consulta del doctor Rice.

Pero allí estaba aquel hombre alto, que no se parecía a nadie que Michael hubiera conocido nunca, ni a nadie que Michael hubiera podido imaginar. Aquel individuo no había aparecido jamás en ninguno de los sueños hipnóticos de Michael. Pero su presencia era tan nítida que Michael casi podía saborearla. Era como cobre, truenos y algo más: el sabor metálico de la sangre humana. Michael nunca lo había visto antes, estaba seguro de eso, aunque le parecía reconocer el faro bajo blanco y la playa desierta y con brotes de hierba. «Me reuniré contigo luego.»

Lo que enervaba a Michael más que ninguna otra cosa era que no lograba impedirse a sí mismo caminar a toda velocidad para ir a reunirse con aquel hombre. Daba la impresión de que las piernas hubiesen adquirido una urgencia propia, una urgencia que él no era capaz de controlar y que le obligaba a apresurarse, siempre hacia adelante, le obligaba a ir a toda prisa hacia adelante, aunque la mente estaba llenándosele poco a poco de temor, como una botella que se llenara de sangre negra.

El hombre tenía el pelo blanco, más bien de color hueso, largo, sedoso y peinado hacia atrás, aunque una parte del mismo ondeaba al aire movido por el viento de la playa. Tenía el rostro largo y como esculpido, con una nariz recta y estrecha, pómulos muy pronunciados y unos ojos oscuros y autoritarios. De hecho, resultaba aterradoramente atractivo, de esa clase de hombres cuya presencia hace que los maridos agarren del brazo a sus esposas en actitud protectora. Llevaba un abrigo largo, caro, de suave lana gris claro, que ondeaba y se revolvía a causa del viento, lo que le producía a Michael la impresión de que aquel hombre estuviera flotando a unos cuantos centímetros por encima de la arena, impresión que se veía acentuada por la completa ausencia de huellas en la arena en sus proximidades. «Por supuesto -se decía Michael mientras seguía corriendo y se acercaba cada vez más-, lo que sucede es que el viento habrá borrado las huellas.» Pero así y todo, aquel hombre alto y gris seguía dando la impresión de estar flotando. Y no sólo flotaba, sino que reculaba, como si estuviera arrastrando a Michael cada vez más lejos por la playa, hacia las dunas, las rocas y el faro blanco y achaparrado que había al borde del acantilado.

Michael apretó los dientes y tensó los músculos de los hombros, haciendo un enorme esfuerzo físico por impedirse a sí mismo seguir caminando. Se daba cuenta de que estaba atravesando la playa a toda velocidad, pero al mismo tiempo también se daba cuenta de que estaba doblando los brazos del sillón del doctor Rice en su lucha por quedarse donde estaba.

– Vamos, Michael -le decía el hombre. La voz era tan suave que Michael no estaba seguro de si realmente estaba hablándole a él o si no era más que el seductor susurro del oleaje-. Deberías unirte a nosotros, Michael; tendrías que unirte a nosotros. Nosotros podríamos aliviar tu dolor, Michael. Podríamos proporcionarte el olvido. Incluso podríamos concederte la absolución.

Michael gruñó a causa de los esfuerzos que hacía por impedirse seguir corriendo. Tenía los músculos tan rígidos y tensos que le dolía la espalda, y le parecía que la mandíbula se le iba a quedar trabada para el resto de su vida.

Pero a pesar de todos los esfuerzos en sentido contrario, medio resbalaba, medio se tambaleaba justo hasta la duna donde el hombre se encontraba de pie; y sólo cuando estaba a menos de un metro de distancia lograba por fin detenerse.

El hombre, estaba pelando una lima con sus afiladas uñas. Se hallaba de pie y miraba a Michael con una expresión en parte curiosa, en parte despreciativa y en parte compasiva. Michael trató de retroceder, pero no logró hacer suficiente acopio de fuerzas. El hombre alto lo quería allí, y ya estaba. Michael abrió v cerró la boca, y se dio cuenta de que nunca había tenido tanto miedo de ningún otro ser humano en toda su vida. Aquel hombre lo espantaba tanto que ni siquiera podía respirar.

Quienquiera que fuese, cualquier cosa que quisiera ser, aquel hombre era la propia Muerte. Y la parte más espantosa de todo aquello era que Michael tenía la absoluta certeza de que se trataba de la Muerte.

¿Quieres vivir como medio hombre el resto de tu vida?

Susurraba el hombre con una voz que casi sonaba triste-.¿Quieres que todos tus sueños y todas tus ambiciones se te escapen entre los dedos, como si fueran arena? -Terminó de pelar la lima y levantó la corteza verde oscuro en forma de espiral para que la brisa la hiciera ondear. Luego mordió profundamente la lima; y ni siquiera se inmutó-. Deberías conocerme, Michael -le decía el hombre mientras el jugo le resbalaba por la barbilla-. Me llamo…

Michael se tapó los oídos con las manos. No quería oír cómo se llamaba aquel hombre. Si oía el nombre, sabría con certeza que era real. Y si era real, podría perseguirle no sólo en sueños, en pesadillas y en trances hipnóticos, sino en los coches, en los autobuses e incluso por la acera, hasta que llegase a su puerta, Michael la abriese y allí estuviera el otro, alto, gris y aterrador.

Michael pensó: «Va a matarme. De algún modo, en algún lugar, voy a encontrarme a este hombre alto y gris, y cuando ello ocurra va a matarme. Probablemente me mataría aquí mismo si pudiera, en esta playa, en esta consulta, con el sonido del mar al fondo y el tráfico zumbando ahí, en la calle.»

– No querrás vivir como medio hombre, ¿verdad? -susurraba el hombre con una sonrisa.

Entonces oyó decir al doctor Rice:

– Despierte.

Nosotros podemos limpiarte de toda la culpa, ya lo sabes.

– ¡Despierte, Michael! Cuando yo cuente hasta seis, quiero que abra los ojos y me mire; después se sentirá totalmente despierto. Recordará todo lo que ha pasado, y me lo contará inmediatamente.

– ¿Qué? -preguntó Michael. No comprendía.

– Despierte -insistió el doctor Rice.

Entonces fue cuando Michael miró a su alrededor y comprendió cuál de aquellas existencias paralelas era la real. El sonido del mar se apagó por completo y el hombre gris se desvaneció. La última cosa que tuvo conciencia de ver fue el achaparrado faro blanco, que permaneció en su retina como una oscura imagen triangular durante casi diez segundos antes de desvanecerse también.

El doctor Rice parecía preocupado.

– ¿Michael? ¿Se encuentra bien?

Michael parpadeó. Aunque las persianas estaban cerradas, el despacho seguía pareciéndole incómodamente lleno de luz.