«¡No!», chilló Michael en la grabación; y no podía creer que él hubiera gritado de aquel modo. No tenía conciencia de haberlo hecho; sólo de haber luchado por mantenerse alejado del hombre alto y gris del abrigo largo.- «¡No me toque! ¡No me toque!
– ¡Quiero despertar! ¡Quiero despertar! ¡Quiero despertar!»
Se oyó un ruido confuso, como algo que golpeaba. Oyó decir al doctor Rice:
«¡Despierte, Michael! Cuando yo cuente hasta seis, quiero que abra los ojos y me mire; después se sentirá totalmente despierto.»
«¡No me toque! ¡No me toque!», chilló Michael una y otra vez.
Se oyeron más sonidos, extraños e impulsivos. Luego la voz susurró:
«Deberías conocerme, Michael. Me llamo…»
Pero el nombre del hombre no se escuchó, pues otro sonido confuso lo ocultó.
El doctor Rice apagó la grabadora. Se quedó observando durante largo rato a Michael sin decir palabra. Éste sacó con esfuerzo un pañuelo del bolsillo y se limpió con él el sudor de la cara y el cuello.
– ¿Dice usted que vio a un tipo realmente alto con un abrigo de color gris?
Michael se aclaró la garganta y asintió.
– Estaba allí, en la playa.
– ¿Era alguna playa concreta?
– No, no la reconocí. Había un faro al fondo, es todo lo que recuerdo.
– ¿Pero no era ningún lugar donde usted hubiera podido estar antes? ¿Ningún lugar donde hubiera llevado a cabo alguna investigación, pongamos por caso? ¿Algún muerto ahogado en el mar, o algo así?
Michael negó con la cabeza.
– He tenido ahogados, pero ninguno en un sitio así.
– ¿Había algo en ese tipo del abrigo gris que le resultara familiar?
– Nunca lo había visto antes. Jamás.
– Él dijo: «Deberías conocerme, Michael.»
– No lo conocía.
– Pero usted le tenía miedo, ¿no es así? ¿Por qué le tenía usted miedo?
Michael dobló el pañuelo meticulosamente y se limpió otra vez la cara y el cuello.
– No lo sé. Creo que sería una de esas cosas irracionales que suceden bajo hipnosis. Ya sabe… como en las pesadillas.
– Él le dijo cómo se llamaba.
– No lo oí. Creo que no quería oírlo. Me tapé las orejas con las manos.
– ¿Por qué no quería oírlo? ¿Tenía miedo de que pudiera conocerlo, en resumidas cuentas?
No lo conocía, ¿me entiende? Era un personaje fantasmal salido de un sueño, nada más.
El doctor Rice se puso a garabatear unas notas en el bloc; luego dijo:
Muy bien. Creo que eso es todo por hoy. Parece ser que esta oferta de empleo que ha recibido ha despertado en usted algunos sentimientos que tenía bien escondidos. Es posible que puedan conducirnos en alguna nueva dirección… que nos ayuden a abordar su trauma desde otro ángulo.
¿Qué quiere decir eso?
Todavía no estoy seguro. En cierto modo depende de quién sea ese tipo alto del abrigo en realidad, o quién fue… y, como usted dice, si tiene que ver con Rocky Woods o no.
– ¿Significa eso que debería aceptar el trabajo?
El doctor Rice se dio golpecitos con el lápiz en los dientes y miró a Michael con expresión seria.
– ¿Usted quiere aceptar el trabajo?
– No lo sé. Sí y no. Por una parte me gustaría, por el dinero y el respeto. También tengo la impresión de que podría volver a ponerme en contacto con el mundo real, no sé si usted me comprende. Cuando uno se pasa un día tras otro completamente solo, sin nadie a quien explicarle las ideas que se tienen… bueno, uno tiende a volverse un poco chiflado.
– Ésos son los puntos a favor -indicó el doctor Rice-. ¿Cuáles son los puntos en contra?
Michael se dio la vuelta y se quedó mirando el cuadro de las barandillas en la cubierta, las tuberías de ventilación y los mástiles. Un barco a la espera de pasajeros. Un momento esperando para empezar.
– Tengo miedo -dijo en voz tan baja que el doctor Rice apenas pudo oírlo.
– ¿De qué tiene miedo en particular?
– De todo. De nada. Jesús… me da miedo ir a echarles un vistazo a esos muertos y que mi cerebro se venga abajo y no sea capaz de pensar, ni de hablar, ni de moverme, ni de hacer absolutamente nada nunca más.
El doctor Rice permaneció callado durante un largo rato. Al final anotó algo en el bloc y luego dijo:
– ¿Qué hay de ese hombre alto del abrigo gris? ¿Cree que podría representar ese miedo en concreto? Lo que quiero decir es, ¿cree usted que podría ser una especie de figura simbólica? ¿La encarnación de su propio trauma?
Michael lo miró de nuevo.-¿Supondría eso alguna diferencia?
– Podría ser. Al fin y al cabo, usted me ha demostrado claramente que es capaz de resistirse a él, que lucha contra él con toda la fuerza física y mental de que dispone… que no es poca. El hecho de visualizar su único miedo con el aspecto de un hombre real podría ser el paso más importante que haya dado usted hacia su curación desde que sufrió el trauma.
– Entonces, ¿cree usted que debo aceptar el trabajo?
– ¡Ah! Lo siento, Michael. En eso no puedo ayudarlo. Nadie puede tomar esa decisión más que usted.
De regreso en casa, y una vez sentado ante el tablero de dibujo, Michael esbozó una imagen de la playa, donde el hombre se encontraba de pie, y del faro blanco. Con aquel suelo salpicado de hierba, los acantilados erosionados por el océano y las dunas ondeantes, habría podido ser cualquiera de las bahías existentes desde Pigeon Cove hasta la playa de Horseneck. A lo mejor ni siquiera se encontraba en Massachusetts, aunque él estaba convencido, de una manera irracional, de que sí. Incluso podría ser que ni siquiera se tratase de una playa normal.
En otra hoja de papel trató de dibujar al hombre alto y gris del abrigo largo. Curiosamente, le resultó muy difícil hacerlo, a pesar de que recordaba con toda claridad qué impresión le había producido aquel hombre; y que era alto. Y recordaba el pelo gris y la nariz estrecha. Pero le resultaba casi imposible ensamblar todos aquellos rasgos en un rostro reconocible. Estuvo haciendo trazos con el lápiz y sombreando durante casi dos horas, y al final consiguió producir una figura que tenía un vago parecido con el hombre, aunque Michael no quedó satisfecho, ni mucho menos.
Con el ceño fruncido, se recostó en el asiento y se puso a mirar las nubes que cruzaban la playa de New Seabury. Las arenas de la misma estaban desiertas. No se veían bañistas ni paseantes; no había nadie que hiciera volar cometas. Era un paisaje esperando a que algo sucediese.
Durante todo el trayecto de regreso de Hyannis había tenido la completa certeza de lo que iba a hacer. Levantó un fajo de papeles bajo los cuales había estado oculto el teléfono, como un cangrejo excavador de madrigueras, y levantó al auricular. Tecleó el número que ni siquiera la hipnoterapia habría podido borrar nunca de su memoria: 617-9999999.
Cuando la señorita contestó: «Plymouth, los primeros y los mejores. ¿En qué puedo servirle?», Michael titubeó sólo un momento antes de decir:
Joe Garboden, por favor.
Oyó sonar la extensión de Joe, y entonces supo que no había manera de volverse atrás.
CINCO
– ¡Ése es! -ladró el detective Ralph Brossard en el instante en que el negro larguirucho aparecía en el portal y echaba a andar a paso largo por la acera. Tiró el cigarrillo recién encendido por la ventanilla del coche y cogió el radiotransmisor.
– Newt… Newt, Jambo acaba de salir por la puerta principal. Está cruzando la calle y se dirige a su vehículo. Lleva la bolsa de deporte. A por él.
A su lado, el detective John Minatello se metió la mano en el interior de la cazadora de algodón color crema y sacó la pistola del 38. Le dirigió a Ralph una sonrisa sudorosa, pálida y rápida, y luego dijo con nerviosa satisfacción:
– Agarremos a ese hijo de puta. ¡Jerónimo!
Ralph puso en marcha el motor del Pontiac y echó una rápida ojeada hacia atrás para asegurarse de que no venía ningún coche por la calle. Con la mano extendida giró el volante hacia la izquierda todo lo que daba de sí, hasta que la dirección asistida comenzó a silbar. Luego se pasó la lengua por los labios y se dispuso a esperar con todos los músculos en tensión.