– Venga, so cabrón -dijo entre dientes.
Eran las once y seis minutos de la mañana y se encontraban en la calle Seaver, en la Combat Zone. Los edificios de pisos construidos con ladrillo estaban marrones, hasta el aire estaba marrón. El día olía a grasa de cocina, a escapes de automóviles y a alcantarillas secas. Ralph llevaba sentado dentro de su Grand Prix, estacionado junto al bordillo, desde quince minutos antes de que amaneciese, esperando a que Jambo saliera del número 1 334. John Minatello y él habían desayunado a base de Egg MacMuffins y café tibio, y el asiento de vinilo del coche todavía estaba lleno de restos de comida y de envoltorios arrugados de galletas, paquetes vacíos de Winston Lights y un ejemplar muy manoseado de Islands in the Stream, de Ernest Hemingway.
Ralph era un entusiasta de las camisas a cuadros escoceses y de Hemingway. Un hombre de un solo hombre.
Toda su vida (bueno, desde que se divorciara de Thelma cuatro años atrás), Ralph había estado preparándose para un retiro a lo Hemingway en el Caribe, con la idea de pasarse los días pescando tiburones y agujas en aguas profundas y azules, escuchando el roce de la lluvia en un tejado de hojas de palmera secas, vagando por la playa, bebiendo whisky y dejando que pasasen los cálidos días tropicales. Incluso había adquirido cierto parecido físico con Hemingway, a pesar de que las normas del departamento de policía prohibían llevar barba. Tenía el rostro ancho y era un hombre más bien bruto, con bigote blanco y negro, y unos ojos que se arrugaban y enfocaban hasta mucho más allá de Boston, aunque se pasase los días sentado en algún coche esperando a sospechosos, o escribiendo informes a máquina.
Dos años y siete meses más y Ralph podría colgar la pistola, entregar la placa y coger un avión a Miami y luego otro a Bimini, dejando atrás los sudorosos veranos marrones, aquellos inviernos capaces de romperle a cualquiera las pelotas, la polución del aire y el crimen mugriento. Podría dejar atrás a los arrogantes ricos de la calle Newbury y a los pobres gruñones de la avenida Blue Hill… y todas las demás cosas que detestaba de aquella ciudad suya pretenciosa, sórdida, pintoresca y peligrosa.
Había estado siguiendo a Jambo DuFreyne más de un año, durante las cuatro tediosas estaciones. Las hojas habían brotado, el hielo se había derretido, y el sol había llenado las calles. Cada dos semanas, Jambo traía cocaína de calidad en bolsas de deporte desde Atlanta, Georgia, para venderla en Boston; Ralph y John lo habían visto abrir aquella misma puerta principal, caminar a paso largo por aquella misma calle con lluvia, con nieve, con sol, con niebla helada, larguirucho, con el mismo gorro de lana marrón y el mismo abrigo de cuero largo hasta la rodilla, y meterse en el mismo Buick abollado y chirriante de color marrón.
Hasta aquel día habían dejado a Jambo tranquilo. Al fin y al cabo, él no hacía más que transportar la mercancía, era un simple recadero. Pero aquí, en este edificio de apartamentos, en la parte trasera del quinto piso, vivía Luther Johnson, uno de los rostros más malévolos de Boston, el Araña de la calle Seaver; y desde el apartamento de Luther Johnson, Ralph había estado siguiendo pacientemente la cocaína de Jambo hasta una fábrica de crack situada en Cambridge; y desde la fábrica hasta los principales concesionarios, entre los que se encontraban la Universidad Harvard, el Instituto de Tecnología de Massachusetts y la Facultad de Medicina de Harvard, donde los jóvenes adinerados estaban dispuestos a pagar importantes cantidades por productos de buena calidad.
Ralph ya tenía pruebas suficientes para detener a los hijos e hijas de algunas de las familias más ricas e influyentes de América y acusarlos de tráfico de drogas, conspiración, extorsión y evasión de impuestos. Tenía vídeos y escuchas telefónicas de los Belmont, los Woolley, los Pembroke y los Cabot. Jambo DuFrayne era la conexión final. Aquella mañana llevaba una bolsa de deporte llena de billetes de cien dólares, usados como pago por su última entrega, billetes que, sin que Jambo lo supiera, estaban marcados, de manera que, siguiéndoles el rastro hacia atrás, podrían conducir de manera concluyente hasta los dorados chicos y chicas de cinco campus universitarios diferentes. Ralph le había puesto a la operación el nombre de «Ivy Connection».
Jambo subió al coche y, durante unos momentos, Ralph lo perdió de vista, porque estaba estacionado unos cincuenta metros más arriba junto a la otra acera, detrás de una gran furgoneta verde.
– Vamos, cabronazo -repitió al tiempo que tamborileaba con los dedos sobre el volante.
– Ya viene, ya viene -observó John Minatello-. Ha encendido el motor. He visto cómo salía humo por el tubo de escape.
– Newt, ¿estás ahí, Newt? -preguntó Ralph a través del radiotransmisor.
– Estoy aquí, Ralph, no te preocupes.
– Cuando yo diga «dale», Newt, tú le das, y embiste por detrás a ese cabrón de manera que no se entere de si es mañana o el día de Navidad.
– Ya me he enterado, Ralph, no te preocupes.
– Venga, cabrón -repitió Ralph.
Miró por el espejo retrovisor del lado del conductor. La calle estaba despejada. Aceleró suavemente y luego volvió a mirar. Un Volkswagen Escarabajo de color azul pólvora había salido de la nada y se aproximaba lentamente.
– Mierda -exclamó Ralph.
Lo último que necesitaba en aquel momento era la presencia de algún civil. Era impensable que Jambo no estuviera armado. Podía ir provisto con cualquier cosa, desde un calibre 44 hasta un Uzi, o las dos cosas, y no vacilaría en utilizarlas. Jambo tenía unos antecedentes de robos a mano armada y atracos con violencia que hacían que Saddam Hussein pareciese san Francisco de Asís.
Ralph sólo podía rezar para que el Escarabajo llegase al final de la calle antes de que Jambo se decidiera a salir del lugar donde estaba estacionado. También podía salir él y bloquearle el paso al Escarabajo, pero entonces tendría que seguir hasta más allá de donde se encontraba Jambo, o de lo contrario Jambo comprendería inmediatamente que estaban tendiéndole una emboscada. Y si él continuaba y pasaba al lado de Jambo, estaría dejándole a aquel hijo de puta el camino libre para darse a la fuga.
Por otra parte, si no le bloqueaba el paso al Escarabajo, Jambo podría salir inmediatamente cuando el Volkswagen estuviese todavía a medio camino entre Jambo y el final de la calle, donde Newt estaba aguardando. Había furgonetas y automóviles estacionados junto a ambas aceras, y con el Escarabajo impidiéndole el paso, Newt no sería capaz de venir a toda velocidad desde el final de la calle para chocar con Jambo por detrás y encajonarlo.
Aparte de todo esto, existiría un riesgo, mayor de lo aceptable, de que el conductor del Escarabajo resultase herido o incluso muerto.
– Se acerca un vehículo civil -comentó Newt con voz tranquila.
– Ya lo veo -repuso Ralph.
– ¿Qué quieres hacer?
– Rezar a san Felipe para que despeje la calle.
– ¿Podrías cortarle el paso?
– Jambo todavía no ha empezado a moverse. Si nota que algo se le viene encima, no se moverá. Intentará escaparse.
El Escarabajo resoplaba y se acercaba cada vez más.
– Podríamos dejar que se fuera -sugirió Newt-. Podríamos ir a por él en la calle Washington en lugar de hacerlo aquí.
– No, no. Tenemos que cogerlo aquí. Acuérdate de lo que pasó con DeSisto.
«DeSisto contra el estado de Massachusetts» era un caso muy famoso en el cual no se había podido conseguir que condenaran a un traficante de drogas porque la policía había perdido momentáneamente de vista su vehículo entre el tráfico. Durante aquellos pocos segundos perdidos, había argumentado el abogado defensor de DeSisto, cualquiera habría podido echar el paquete, que constituía la prueba incriminatoria, en el interior del coche de su cliente. Que aquello fuera probable o no no venía al caso. Era posible, y por ello DeSisto había volado. Ralph estaba decidido a que no sucediese lo mismo con Jambo, porque si Jambo volaba, todos aquellos altivos mocosos de la Ivy League y todos aquellos arrogantes tecnócratas del Instituto de Tecnología de Massachusetts volarían también. En su trabajo, Ralph se pasaba la mayor parte del tiempo capturando a camellos de poca monta, a adictos al crack y a tarados con los pantalones meados. Por lo que a él se refería, era cuestión de profundos principios morales que la ley se aplicase con igual rigor a los que llevaban ropa de Calvin Klein o Niño Cerruti y pasaban los veranos en Newport o en el Caribe.