Выбрать главу

Ralph, jadeando pesadamente, se asomó por uno de los lados del coche tras el que se protegía y luego por el otro. Aquel cabrón se había ido, aquel cabrón ya no estaba allí. Permaneció quieto en aquel lugar, completamente tenso, con las rodillas algo dobladas, la pistola levantada con ambas manos y la camiseta azul manchada de oscuros círculos de sudor.

– ¿Dónde ha ido? -le gritó a John Minatello.

Éste tenía la cara tan pálida y tan larga como una salchicha de sesos de ternera.

– No puedo verlo. Pensé que le había dado.

– ¡Newt! -gritó Ralph con voz aguda y ronca.

– ¡Sí, Ralph! -le contestó Newt con otro grito.

– ¿Dónde cojones se ha metido? -le preguntó Ralph.

– No lo sé. No he visto por dónde se ha ido.

– ¿Qué cojones quieres decir con que no has visto por dónde se ha ido?

– Quiero decir que no he visto por dónde se ha ido.

Hubo un silencio prolongado. La calle Seaver estaba extrañamente silenciosa, aparte del murmullo ambiental del tráfico y el sonido de un L10-11 que despegaba del aeropuerto Logan con rumbo sudoeste.

Ralph, de mala gana, se puso en movimiento y dio la vuelta al coche por la parte de atrás. Sostenía la 44 con las dos manos, muy por delante de él, y se dio cuenta de que el cañón temblaba, pero lo achacó a la adrenalina.

– ¡Señor DuFreyne! -comenzó a gritar al tiempo que le echaba una mirada a John Minatello-. Señor DuFreyne, somos agentes de policía, y tenemos una orden de arresto contra usted. Y vamos a hacerlo por las buenas o por las malas.

El humo empezó a disiparse y, a medida que se despejaba, el silencio comenzó a llenarse también. De repente, una multitud de gente hablaba, la música sonaba, los perros ladraban y los árboles crujían.

Ralph se agachó y miró por debajo del coche que le servía de protección. Alcanzó con la vista hasta la acera de enfrente. En el suelo había montones de envoltorios de chicle, botellas, latas de bebida aplastadas y una cosa negra que parecía un traje desechado, pero nada más.

– ¡Señor DuFreyne, queda usted arrestado, pero si colabora, todo esto podrá resultarle más fácil! -gritó Ralph-. ¿Me oye? ¡Vamos detrás de los compradores, no de usted! ¡Ni siquiera nos interesa Luther! Usted sólo tiene que decirnos quién ha estado financiando este negocio, y podrá conseguir el mejor acuerdo de su vida. ¡Vamos, es año de elecciones! El fiscal del distrito se pone muy amable con las personas que actúan en interés de la comunidad. Usted lo sabe muy bien. Mire lo que le pasó a Mack Rivera.

De nuevo se hizo el silencio. Ralph lanzó un silbido para llamar la atención de John Minatello, y le indicó con un movimiento de pistola que abandonase la relativa seguridad que le ofrecía la puerta abierta del automóvil y avanzara caminando poco a poco calle arriba por la acera para intentar descubrir dónde se había ocultado Jambo DuFreyne.

La única preocupación que tenía en aquellos momentos era que Jambo lo hubiera hecho al estilo de Harry Lime: que hubiese abierto la tapa de una cloaca y se hubiera marchado a su guarida por las alcantarillas.

Se movió por la acera, agachándose de vez en cuando para ver si podía vislumbrar las piernas de Jambo.

– ¡Newt! -gritó de nuevo-. ¿Te funciona la radio?

– Sí, funciona, Ralph -le contestó Newt-. Ya he pedido una ambulancia.

– Mierda -exclamó Ralph en voz baja. Tenía el estómago revuelto. Tenía que haber dejado escapar a Jambo, debía haber dejado que se marchase. La muerte de un solo transeúnte inocente era un precio demasiado alto para una detención, aunque fuera la detención más importante relacionada con el mundo de la droga en toda la historia de Massachusetts. Aunque aquella chica con el pelo trenzado y los pendientes de aro no estuviese muerta, seguro que estaba gravemente herida, de manera que su familia, sus amigos, su abogado, todos los canales de televisión y todos los periódicos de Nueva Inglaterra iban a querer saber por qué al inspector Ralph Brossard se le había ocurrido tender una emboscada mientras ella todavía estaba remoloneando por la calle Seaver, y además en la línea de fuego-. Mierda -repitió-. Mierda, mierda, mierda.

Estaba enfadado, alterado y amargamente arrepentido; y también asustado; y todo le sabía a mierda.

– ¡No lo veo! -le gritó John Minatello.

– Entonces, ¿dónde cojones está? -exigió Ralph.

– Mirad debajo de los coches, por el amor de Dios -dijo Newt-. Mirad debajo de los coches.

– Ya he mirado -protestó John Minatello.

Agachándose lo más que pudo, Ralph echó a correr por la acera izquierda de la calle. De vez en cuando inclinaba la cabeza, ponía una mano en la acera caliente y arenosa y miraba debajo de los coches aparcados para ver si descubría algún rastro de Jambo. Una anciana negra estaba observándolo sin demasiado interés desde una ventana abierta; tenía los ojos agrandados por las gafas, de manera que parecían dos ostras recién abiertas.

– ¡Métase para dentro, puñetas! -le soltó.

– ¿Por qué? -quiso saber ella-. Ya he visto morir a hombres otras veces.

– ¡Policía! -dijo Ralph-. ¡Y ahora métase dentro de una puñetera vez!

En aquel momento, mientras estaba distraído, Newt gritó «¡Ahí va!», y Ralph se dio cuenta de que una sombra oscura parpadeaba entre dos coches, todo brazos y piernas, y también vio el llamativo brillo de una pistola.

– ¡Alto! -gritó al tiempo que levantaba la 44 y apuntaba con las dos manos acera arriba, justo al punto donde caería Jambo tras el próximo salto. Vio el gorro de lana moviéndose arriba y abajo detrás del deteriorado techo de vinilo de un Sedan de Ville marrón. De pronto vio que Jambo aparecía y se lanzaba contra la acera, retorciéndose para darse la vuelta; vio las gafas oscuras, los dientes relucientes y el brillo de la pistola.

También vio a la joven que empujaba el cochecito del bebé y que salía del portal de la casa de apartamentos situada detrás de Jambo, era lo más claro y evidente que había visto en toda su vida, tan claro como cuando miró a Thelma en una mañana de verano y empezó a darse cuenta de que ya no la amaba. Thelma sonreía, contenta, sin caer en la cuenta de que sus días de felicidad habían terminado y no le quedaban nada más que lágrimas y soledad.

Y aquella muchacha sonreía también mientras se inclinaba para limpiarle la baba de la barbilla al bebé. Y, al mismo tiempo, Jambo disparó, un disparo pesado, resonante, rotundo. Ralph disparó a su vez, y una bala del calibre 44 salió del cañón de su pistola a casi doscientos cincuenta metros por segundo e hizo pedazos el cochecito del bebé, como si hubieran lanzado una bomba, colchón, mantas, sonajero de plástico y carne ensangrentada.

Jambo consiguió ponerse embarulladamente en pie y se dio la vuelta, evidentemente aturdido. Newt cruzó a grandes zancadas la calle sujetando rígidamente la pistola y manteniéndola levantada todo el tiempo. Prácticamente se la puso en la nariz a Jambo al tiempo que le gritaba:

– ¡Tírala! ¡Quieto! ¡Boca abajo, hijo de puta!

Ralph continuaba aún de pie con la pistola levantada. La chica del bebé se dio la vuelta y lo miró. Nadie lo había mirado nunca así antes, nunca, ni siquiera las esposas a cuyos maridos se había visto obligado a matar; ni los hombres cuyos hijos se habían ahorcado en chirona.

John Minatello se le acercó.

– Ralph -le dijo-. Dame la pistola.

– ¿Qué? -preguntó Ralph.

– Que me des la pistola. He visto lo que ha ocurrido. No ha sido culpa tuya.

Ralph lo miró fijamente. Antes no se había dado cuenta de lo pálido que era John Minatello. Tenía la piel blanca como la cera, con grandes poros abiertos, unos ojos grandes y tristes de color castaño y un lunar en la mejilla derecha. Y aquel estúpido bigote castaño y sedoso, de esos que se dejan crecer los crios para demostrar que son hombres. Y la también ridicula camisa rosa y plateada con palmeras y bailarinas hawaianas.