Newt había obligado a Jambo a tumbarse de cara al suelo sobre la acera y estaba esposándolo con decisión, en silencio, como quien ata un pavo. La mujer del cochecito del bebé los miraba a todos ellos con incredulidad.
– Mi niño -decía. Parecía casi como si, más que hablar, cantase-. ¡Mi niño!
Ralph se acercó a ella, vacilante, cauteloso. Seguía sosteniendo la pistola hacia arriba para demostrarle que no quería hacerle ningún daño. Era una joven negra de tez clara y rostro ovalado, bonita, con el pelo tieso lleno de laca y las cejas depiladas muy finas. Vestía un blusón amarillo y rojo y unas mallas negras. Tenía los ojos vidriosos y estaba temblando. Ralph se dio cuenta, sin lugar a dudas, de que estaba a punto de sufrir una conmoción. Él también lo estaba.
– Mi niño -repitió la muchacha; y metió la mano dentro del destrozado cochecito y levantó algo que parecía una toalla enrollada y ensangrentada. Sólo que un bracito gordezuelo colgaba sin vida a un lado y la sangre chorreaba por los deditos diminutos.
– Yo… -empezó a decir Ralph. Pero la laringe pareció encogérsele y la boca se le cerró, de manera que se sintió totalmente incapaz de hablar. Quería disculparse, quería explicarse. Quería suplicarle que le perdonase. Pero, ¿de qué serviría disculparse? ¿De qué serviría explicar nada? ¿Y cómo podría esperar que le perdonase después de lo que había hecho?
John Minatello alargó una mano y le quitó suavemente la 44.
– Vamos, Ralph, todo ha terminado.
– Yo… no quería… -se atragantó.
– Tranquilo, Ralph.
El sonido de las sirenas comenzó a ulular en el aire sucio y caliente. Una ambulancia dobló la esquina al final de la calle Seaver, luego otra y, a continuación, dos coches patrulla. Ralph permitió que John Minatello lo condujese hasta el Grand Prix. Se sentó en el asiento del pasajero, con la cabeza baja, sin dejar de mirar fijamente el pavimento de asfalto. Oyó que la gente iba y venía apresuradamente. Oyó también que se rompía una ventana, pero no acababa de comprender el significado de aquello. Al cabo de unos instantes levantó la mirada y dijo:
– ¿John? ¿Cómo está la chica? La chica del Escarabajo.
John estaba apoyado en la puerta abierta del coche, y miraba a su alrededdr con ansiedad. Le echó una mirada rápida a Ralph y luego dijo:
– Es difícil de decir. Los médicos de urgencias están examinándola ahora. Hay mucha sangre, y sesos también. No parece que haya esperanzas.
Otra ventana se rompió. Ralph oyó gritos y discusiones, y a alguien que tamborileaba. Un ladrillo pasó volando por los aires sin previo aviso y fue a dar en la parte de atrás del coche. Ralph levantó la cabeza atontado, presa de la impresión. Algo estaba sucediendo, pero no sabía bien qué era. Otro ladrillo voló por los aires y se hizo añicos a sus pies, luego otro, una botella, más tarde un trozo de tubería, que cayó al suelo sobre uno de sus extremos y se quedó bailando allí como el bastón de Fred Astaire.
Se puso en pie. No acababa de creer lo que veía. La calle Seaver, que tan sólo unos minutos antes estaba desierta, bochornosa y sofocante, se encontraba abarrotada por una multitud de jóvenes negros que saltaban, gritaban y se empujaban unos a otros. Arrojaban ladrillos, botellas, tapacubos y pedazos de madera, y un joven cabecilla, ataviado con un sombrero de ala ancha y con el pelo largo y rizado, estaba marcando un feroz ritmo reggae con dos martillos de metal sobre el capó de un coche estacionado junto a la acera al tiempo que no dejaba de gritar: «¡Latomba! ¡Latomba!»
– ¿Qué demonios…? -quiso saber Ralph. Pero en aquel momento, el sargento Riordan se acercó a él como una tromba, resoplando con aquella cara de toro suya y el cuello ancho.
– ¡Mueve inmediatamente el culo de aquí, Brossard, estúpido bobo hijo de puta!
– ¿Qué demonios pasa? -exigió Ralph.
– Tú, eso es lo que pasa -repuso el sargento Riordan-. ¡Tú y tu jodida y chapucera emboscada! No se te ha ocurrido otra cosa que hacer volar por los aires al primer y único hijo del héroe local, un hombre muy querido, nada más. Aunque no nos maten, van a destrozar todo este jodido lugar, y eso significa que once años de diplomacia racial y una política de suavidad e igualdad para todos se van por el retrete de una sola tacada, se van para siempre. Así que saca el culo de aquí antes de que te prendan fuego, te apaleen o te hagan volar por los aires.
– Pero, ¿de qué estás hablando, Riordan? -le dijo Ralph a gritos-. ¡Acabamos de hacer el mayor arresto en materia de drogas que esta ciudad dejada de la mano de Dios haya visto nunca! Y siento lo del bebé, ¿de acuerdo? ¡Ojalá no hubiera pasado, pero no pude hacer nada por evitarlo!
John Minatello lo cogió del brazo.
– Vamos, Ralph, tenemos que salir de aquí.
Ralph se volvió y lo miró fijamente.
– Claro que tenemos que salir de aquí, pero Jambo se viene con nosotros.
– Ya se lo ha llevado Newt.
– ¿Newt se ha llevado a Jambo?
Las botellas y ladrillos no dejaban de estrellarse a su alrededor y, de repente, junto a los escalones que conducían a la entrada del edificio de apartamentos donde vivía Luther Johnson, una bola de fuego naranja rodó por la acera, e inmediatamente ésta empezó a arder.
– Venga, Ralph -le urgió John Minatello-. Están arrojando cócteles Molótov. No estamos equipados para hacer frente a una cosa así.
– Dame mi pistola -insistió Ralph.
– Ralph… tú sabes que no puedo hacer eso.
Un enorme pedazo de yeso se estrelló contra el pavimento a unos palmos del lugar donde ellos se encontraban y casi hizo que se ahogaran en el polvo. Hasta aquel momento, dos agentes de uniforme habían conseguido mantener alejada a la multitud, pero cuando los sanitarios levantaron los maltrechos restos del cochecito del bebé y lo metieron en la parte trasera de la ambulancia, momento en que todos pudieron ver con sus propios ojos lo ensangrentado y reventado que estaba, se levantó un griterío de indignación, y las botellas y ladrillos empezaron a caer por todas partes alrededor de los coches patrulla en una especie de cascada estruendosa y retumbante. Fue un aguacero monzónico de pena, frustración y furia.
Al sargento Riordan le golpeó en el hombro un cascote triangular de cemento; y una botella fue a dar contra la nuca de Ralph.
– ¡Dame mi maldita pistola, John! -le gritó-. ¡Es una orden!
John Minatello titubeó y le dirigió una fugaz mirada al sargento Riordan; dudó unos instantes más y luego le entregó el arma a Ralph. Éste se apoderó de ella con gesto impaciente y la amartilló. El sargento Riordan, que estaba quitándose a manotazos el polvo de cemento de los hombros, le dijo:
– Mueve el culo de aquí, Brossard, y te advierto que si alguno de mis hombres sufre tan siquiera un arañazo, tendrás que vértelas conmigo. No lo olvides.
– ¿Ha cogido Newt la bolsa de deporte? -preguntó Ralph.
– Ése es el asunto -dijo John Minatello.
– ¿Qué es el asunto? ¿Qué quieres decir con eso de «ése es el asunto»?
– El asunto es que hemos perdido la bolsa de deporte.
Ralph se quedó mirándolo. Por todos lados rebotaban en el suelo botellas, latas, ladrillos y piedras, pero Ralph se quedó completamente quieto, con los hombros un poco hundidos a causa de la incredulidad, sin hacer nada para protegerse y con la pistola colgando a un costado.
– ¿La habéis perdido?
John Minatello se encogió de hombros, avergonzado, y luego se apartó para esquivar una botella que pasó por los aires rozándole la cara.
– Jambo ha debido de tirarla en alguna parte. No hay ni rastro de ella.
– ¿Qué demonios significa eso de que ha debido de tirarla en alguna parte? ¿Dónde? ¿A qué distancia podía tirarla? ¿A tres metros? ¿A seis metros?
– Lo siento, Ralph. No hay el menor rastro. La hemos buscado por toda la calle; y debajo de los coches.