Ralph se mordió el labio inferior. Se sentía tan desazonado que no era capaz ni de decir palabrotas. Habían perdido la bolsa de deporte y con ella todo el dinero marcado, lo que significaba que más de un año de concienzuda vigilancia se había echado a perder por completo. Más de un año de su vida se había gastado inútilmente. Todas aquellas horas que había pasado ridiculamente sentado en un coche, comiendo hamburguesas medio frías y bebiendo café en vasos de plástico; todas aquellas horas en que se quedaba entumecido en el patio de los edificios esperando la orden del juez para intervenir un teléfono; todas aquellas estaciones del año; toda aquella ingenuidad; todas aquellas corazonadas; todo aquel trabajo de investigación gastando la culera de los pantalones; todo.
Otro cóctel Molótov estalló en mitad de la calle, y los neumáticos delanteros de una camioneta Mazda empezaron a echar llamaradas. La multitud estaba chillando ahora: un ulular agudo y extraño. El sargento Riordan dijo:
– Venga, Ralph, ya es hora de que nos marchemos de aquí. Van a descuartizarnos miembro a miembro antes de que nos demos cuenta.
Un joven agente de uniforme cruzó la calle corriendo hacia ellos agazapándose.
– Hay órdenes de que nos marchemos, señor. Ya han enviado refuerzos.
– Muy bien, O'Hara -repuso el sargento Riordan. Comenzó a gritar dando instrucciones al resto de sus hombres, aunque su voz se veía casi ahogada por los sonidos ululantes de las sirenas de las ambulancias.
– ¡Muerte a los cerdos! ¡Muerte a los cerdos! -gritaba la multitud.
Calle abajo, un poco más allá, varios individuos comenzaron a mover arriba y abajo sobre la suspensión una camioneta Chevy hasta que consiguieron volcarla. Hizo explosión con gran estruendo y se hizo astillas. Una enorme nube de humo aceitoso invadió el aire. La multitud chilló aún más fuerte.
El sargento Riordan agarró a Ralph del brazo; estaba demasiado furioso como para sentirse cómodo.
– Será mejor que vengas con nosotros, Brossard. Es tu cabeza lo que quieren, y nunca lograrás sacar de aquí tu coche.
Retrocedieron agazapados hasta el otro lado de la calle entre una ventisca de piedras, ladrillos, tablones, botellas e incluso monedas. Newt había logrado encender el motor y circulaba marcha atrás por la calle produciendo un aullido de neumáticos torturados. Tres jóvenes echaron a correr tras él, gritando, saltando y golpeando las ventanillas con bates de béisbol y barras de acero. Le destrozaron las ventanillas laterales y le astillaron el parabrisas. Pero, como fuera, Newt logró dar la vuelta con un golpe del freno de mano y salió a toda velocidad en dirección norte, dando alocados bandazos de lado a lado con la parte trasera del coche.
El sargento Riordan consiguió abrir de un violento tirón la puerta de atrás de su coche patrulla y empujó bruscamente a Ralph al interior.
– Pisa el acelerador, O'Hara -ordenó-. Estamos metidos en un buen lío.
Estaba abriendo su propia puerta cuando Ralph notó que se tambaleaba pesadamente contra el costado del coche. La sangre resbaló por la ventanilla de Ralph como si hubieran tirado un cubo del matadero.
– ¡Sargento! -aulló O'Hara como una mujer asustada.
– ¡Marcha atrás! -le chilló Ralph.
– ¿Qué? -le preguntó O'Hara con la cara pálida. Medio ladrillo rebotó en el techo del coche patrulla.
– ¡Da marcha atrás, por amor de Dios!
O'Hara forzó las revoluciones del motor hasta que éste pareció chillar, y luego hizo ir el coche marcha atrás calle arriba.
– ¡Ahora para! -le ordenó Ralph.
O'Hara pisó los frenos con violencia. Ralph abrió la puerta de una patada y volvió corriendo entre la ventisca de escombros hacia donde se encontraba el sargento Riordan, que yacía de espaldas y con las manos hacia arriba como un cachorro suplicante mientras las piernas se le movían convulsivamente. Tenía la cara barnizada de sangre color púrpura oscuro. Cuando Ralph se arrodilló a su lado, vio de inmediato que le habían volado la tapa del cráneo.
El sargento Riordan lo miró con impotencia. Lo más probable era que no se diera cuenta de quién era ni de qué pasaba. Ralph había visto aquella escena demasiadas veces, demasiada sangre, demasiada impotencia, y no le cabía la menor duda de que el sargento Riordan iba a morir.
La multitud se removió y se arremolinó alrededor de Ralph, chillándole, insultándole y vociferando.
– ¡Muerte al cabrón! ¡Muerte al cerdo!
Ralph se incorporó poco a poco y, sin decir nada, levantó el arma del 44 con la mano derecha. Hubo unos momentos en que se sintió fuerte, tenso y decidido, con toda la viril amenaza de un auténtico Hemingway.
La multitud retrocedió un poco, pero Ralph sabía que no podría mentenerlos a distancia por mucho tiempo. Se encontró moviendo la mirada de un rostro a otro; en su mayoría eran hombres jóvenes, pero también había mujeres y niños. Sintió una creciente sensación de horror e incredulidad ante el odio que desfiguraba aquellos rostros. ¿Cómo podían odiar tanto a alguien, especialmente a un hombre que ni siquiera conocían?
Un ladrillo vino dando vueltas por el aire y le dio a Ralph en el hombro, haciéndole perder el equilibrio. En medio de un aullido, la multitud comenzó a avanzar hacia él. Ralph niveló la pistola con ambas manos y gritó:
– ¡Alto!
Pero ellos continuaron avanzando. Por segunda vez gritó:
– ¡Alto!
Pero ellos seguían avanzando, y un joven que llevaba una gorra roja de béisbol se le acercó danzando, con el pecho desnudo y una especie de collar de cuentas y plumas alrededor del cuello, y comenzó a azotarle el brazo con una antena de radio.
Ralph se dio la vuelta y le disparó. El ruido fue ensordecedor. El joven pareció bailar unos instantes, luego resbaló y cayó al suelo, mirando todavía con sorpresa a Ralph. Tenía un agujero en el pecho mayor que una pelota de béisbol, y por él salía disparado un chorro de sangre arterial. La multitud lanzaba aullidos -auténticos aullidos agudos-, con un sonido que hubiera podido cortar una luna de vidrio. Ralph retrocedió, impresionado por el griterío e impresionado también por lo que había hecho. Podía haber sido Hemingway, podía haber sido el más arrojado, el más duro, el inspector con más pelotas de toda la Brigada de Narcóticos; podía haber visto sangre, tripas y putas hechas lonchas con hojas de afeitar; pero, en realidad, a los cuarenta y tres años, era la primera vez que mataba a un hombre cara a cara, la primera vez que le disparaba deliberadamente, porque sí, y se sentía horrorizado, atónito y también excitado; la adrenalina le subía por todas partes tan aprisa que le daba la impresión de que podría dar un salto de siete metros hacia atrás.
Pero la multitud se abalanzó hacia él; blandían bates y tiraban ladrillos, y un codo de tubería oxidado le dio en la frente y casi lo dejó sin sentido. Disparó al aire dos veces, pero la multitud no hizo caso, así que volvió a disparar y entonces una chica cayó de bruces. Disparó de nuevo y cayó otro joven.
La multitud no se detuvo. Los disparos no los disuadieron, sino que sólo sirvieron para enfurecerlos aún más. Cada disparo les proporcionaba otro mártir. Cada disparo añadía otra credencial a su causa.
– ¡Muerte a los cerdos!
Ralph pensó que iban a descuartizarlo. Pero entonces, en alguna parte de su subconsciente oyó el profundo sonido de una escopeta de repetición cargada con perdigones, y luego lo oyó otra vez.
Nunca se había imaginado cómo debía de ser ver a personas tiroteadas. Pero los pedazos salían arrancados de ellas, los músculos enteros aleteaban en el aire, los rostros hacían explosión convirtiéndose en puré de frambuesa.
Luego llegó un coche patrulla y se detuvo a su lado. Se abrió la puerta y John Minatello le gritó:
– ¡Ralph! ¡Por el amor de Dios, Ralph!
Ralph disparó una vez más, intencionadamente alto, y luego se desplomó de espaldas dentro del coche patrulla. O'Hara pisó el acelerador, torció el volante y el coche fue a chocar contra el Elektra de Jambo. Dio marcha atrás, y todos pudieron notar el suave y pesado tirón que se produjo al dar contra algunas personas. Luego, la multitud se puso a golpear el techo con martillos y pedazos de cemento, y las ventanillas laterales se combaron hacia dentro. John Minatello le chilló a O'Hara: