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– ¡Sácanos de aquí de una puñetera vez!

Hubo un instante en que estuvo convencido de que todos iban a morir y gritó:

– ¡María, madre de Dios, perdóname!

El extremo de un tubo de andamio entró por el lado derecho del parabrisas y se clavó en el asiento situado al lado del conductor. Si el sargento Riordan hubiese estado allí sentado, lo habría atravesado. Entonces, el coche patrulla rebotó, patinó hacia adelante y fue a chocar contra los coches estacionados, los escombros y los ladrillos. De pronto hicieron una finta hacia la derecha y enfilaron el final de la calle en dirección norte.

Ralph iba sentado en la parte de atrás del coche patrulla; estaba bajo los efectos de la conmoción y se sentía totalmente ausente. Oyó las sirenas de los coches de policía y de los camiones de bomberos que pasaban junto a ellos a toda velocidad; oyó el clamor de los helicópteros en el cielo. Pero no tardaron mucho en llegar a calles en las que reinaba la normalidad, donde gente normal paseaba e iba de compras, y donde había muchachos patinando en monopatines. Y de pronto, aquélla era una mañana corriente de verano en las afueras del sur de Boston.

La pistola del 44 descansaba sobre el regazo de Ralph; ya no estaba caliente, pero olía con fuerza a pólvora quemada. John Minatello lo miró fugazmente en un par de ocasiones, pero no hizo nada por quitársela. Ralph no decía nada, se limitaba a mirar los árboles, los edificios y el tráfico que discurría junto a ellos, todo ello visto a través del filtro rojo y gelatinoso de la sangre del sargento Riordan.

Matthew Monyatta estaba hablando con una joven madre soltera sobre los derechos de los inquilinos cuando la puerta del despacho se abrió violentamente.

– ¡Espere un momento, estoy ocupado! -dijo en voz alta levantando una mano.

Pero el inesperado visitante no se desanimó. Golpeó repetidamente con los nudillos sobre la puerta abierta y dijo:

– Siento interrumpirte así, Matthew. Pero…

Y se quedó esperando con cara anhelante a que Matthew le preguntase qué quería.

– Debe de ser importante, ¿verdad? -le preguntó Matthew.

– En efecto, es importante -asintió el visitante-. En realidad, es crítico.

– ¿Cuánto tiempo nos ocupará? -quiso saber Matthew.

El visitante hizo un gesto de ignorancia.

– Me temo que todo el que sea necesario.

Matthew se volvió hacia la joven de inolvidable rostro etíope en forma de almendra, enormes pendientes de oro y vestido de satén rojo y le dijo:

– Elizabeth… lo siento, pero voy a tener que pedirte que me dispenses durante un rato. No te preocupes… no van a echarte a la calle. No voy a permitir que eso ocurra. Tienes derecho a quedarte donde estás; y tienes derecho a que no te acosen. Así que no te preocupes. El Señor está de tu parte; la ley está de tu parte, y yo también.

La joven le cogió la mano y se la apretó. Daba la impresión de que estuviera totalmente dispuesta a arrodillarse y besarle los pies a Matthew. Luego se levantó de la silla y, sin dirigirle ni siquiera una mirada al visitante, salió de la habitación en medio de un roce de faldas sedosas.

El visitante entró y cerró la puerta con firmeza tras él. Era un hombre blanco de anchas espaldas; tenía la cara enrojecida y el pelo rubio muy tieso, y unos ojos saltones que miraban demasiado abiertos, como si estuviera un poco desquiciado. Tenía la complexión de un armario pasado de moda. Llevaba una americana deportiva de llamativos cuadros en colores mostaza y azul, y una camisa de color salmón hervido que resultaba casi del mismo color que su cara.

– ¿Te has enterado de la noticia? -le preguntó bruscamente a Matthew.

– Claro que me he enterado -repuso éste al tiempo que se recostaba en el sillón, lo que hizo que los muelles chirriaran. Era un hombre negro con la cabeza como un león, de cincuenta y cinco años, atractivo ahora que era mayor, porque los ojos se le habían hundido ligeramente, los pómulos se le habían vuelto más pronunciados y la mandíbula había adquirido cierta finura bíblica. Tenía el cabello espeso y muy blanco. Llevaba puesta una amplia chilaba de color avena, una de esas túnicas con capucha propias del norte de África, lo que no sólo le confería el aspecto de un profeta o de un místico, sino que además servía para disimular su considerable volumen. Lucía tres gruesos anillos de oro en cada mano.

El visitante se sentó. Ya había estado antes en aquel despacho, de manera que no le produjeron el menor interés las reproducciones que colgaban de las paredes pintadas de beige: dunas de arena, pirámides y extraños y estilizados rostros africanos de ojos oblicuos. Matthew Monyatta era el fundador, el presidente y el principal gurú del Grupo de Concienciación Negra Olduvai de Boston. Había sido uno de los protegidos de Malcolm X en los días de los Musulmanes Negros, pero después de la muerte a tiros de su esposa e hijos, en 1973, en una sangrienta batalla entre facciones políticas negras, se había vuelto mucho menos fanático, había empezado a mostrar más interés por la reconciliación racial y, al mismo tiempo, intentaba demostrar que la civilización negra era tan antigua y de raíces tan profundas como la blanca.

De ahí el nombre de Olduvai, como el cañón de Tanzania donde se habían descubierto algunos de los más antiguos fósiles de Homo erectus.

– Ahí abajo está teniendo lugar una guerra a gran escala -comenzó a decir el visitante.

– ¿Y te sorprende, señor teniente de alcalde? -le preguntó Matthew-. Un agente de policía blanco disparó y mató al hijo de tres meses de uno de los grandes héroes del gueto. Otros cuatro hermanos negros murieron también, así como una hermana negra. Fue una masacre, justo en el umbral de nuestra puerta. Y ésto, supuestamente, formaba parte de un operativo para capturar a una banda de narcotraficantes dirigida por blancos acaudalados y pertenecientes a la Ivy League, que en su vida se han dignado pasar en coche por la calle Seaver, aunque fuese con las ventanillas cerradas y con el aire acondicionado encendido para «purificar» el ambiente.

Kenneth Flynn apretó los labios tensamente y miró a otra parte. Nunca le había caído bien Matthew Monyatta y sabía que nunca sentiría simpatía por él. No es que tuviera prejuicios raciales; uno de sus más íntimos amigos de la facultad era negro y ahora iba a presentarse para tesorero del Estado. Lo que pasaba era que, sencillamente, a Kenneth no le gustaba lo étnico, y punto. La etnia irlandesa era exactamente igual de mala que la africana: ambas mezclaban unos horribles cacharros de cerámica hechos a mano y algunas canciones monótonas con un montón de jóvenes imbéciles y aficionados a cantar que calzaban sandalias.

Mientras tanto, allá en la calle Seaver, había bloques de apartamentos en llamas, se saqueban los mercados y se había organizado una revuelta por toda la ciudad.

– He hablado con el alcalde, y me ha pedido que venga a verte -dijo Kenneth.

– Claro que sí -convino Matthew-. Te ha enviado a verme porque a ti se te da bien convencer a la gente para que haga las cosas que no quiere hacer. Y desea que yo me llegue a la calle Seaver y les diga a todos mis congéneres negros que detengan ya los disturbios, que dejen de saquear los comercios y que empiecen a actuar de forma pacífica, porque sabe que eso, precisamente, es lo que a mí se me da bien. Sin embargo, hay ocasiones en que me pregunto qué diantres es lo que se le da bien a él.

– Delegar -le aclaró Kenneth-. Delegar en otros es lo que se le da mejor.

Matthew alzó la vista fugazmente, le dirigió a Kenneth una irónica sonrisa y asintió con la cabeza.

– Esta vez, señor teniente de alcalde, no estoy muy seguro de querer ir. Es asunto de la policía. Esa encerrona nunca debió tenderse, nunca en la calle Seaver, aun suponiendo que hubiera salido bien. Si voy allí, levanto las manos y les digo: pueblo, dejad ya de alborotar, dejad de saquear, dejad ya la furia, los cerdos no lo hicieron adrede… ¿En qué me convierte a mí eso? ¿En una especie de Tío Tom? ¿En un traidor a mi raza? ¿O sencillamente en un cerdo honorario? Puede que yo no vea las cosas exactamente igual que Fly Latomba, pero sufro por el bebé de Fly Latomba que ha muerto a tiros exactamente igual que sufren todos los de la calle Seaver, y sufro por todas esas otras vidas que se apagaron esta mañana; y por los que han sufrido; y por Boston también.