Michael pudo ver de inmediato que las quemaduras de los cadáveres eran obviamente mucho menos graves de lo que se había hecho creer a la prensa. Pensó que no se podía hablar de cadáveres «irreconocibles». Que no se podía hablar de «monos negros y apergaminados». Aquello que él estaba viendo eran cuatro cadáveres distintos y del todo identificables, que habían sido momentáneamente chamuscados por la explosión de varios cientos de litros que queroseno, pero no estaban incinerados por completo. Cualquiera hubiera podido contar cuántos cadáveres había allí. Aquellos primeros informes oficiales, que afirmaban que «el trauma físico ha sido tan severo que la identificación todavía no resulta concluyente», no decían la verdad. Michael podía distinguir fácilmente cuatro cuerpos separados; y también era capaz de distinguir con facilidad quién era cada uno de ellos. Frank Coward, el piloto. Dean McAllister, el ayudante del departamento de Justicia. Eva Hamilton O'Brien, la esposa de John O'Brien; y, a pesar de que le faltase la cabeza, el propio John O'Brien, que nunca llegó a ser juez del Tribunal Supremo.
Para Michael, había otra cosa que resultaba evidente sin lugar a dudas: aquellos cadáveres debían de haber sido ya cadáveres antes de quemarse. Los muñones de las piernas de Dean McAllister habían quedado en parte cauterizados por las llamas. Los intestinos de la señora O'Brien se habían secado a causa del calor, lo cual era una clara indicación de que había sido abierta en canal antes de que prendiera fuego el helicóptero. La cara de Frank Coward presentaba un color escarlata chamuscado… pero sólo aquellas partes de su cara que habían quedado al descubierto después del aplastar el casco.
John O'Brien estaba decapitado, en efecto, pero sólo tenía quemada la espalda del traje, lo cual era una prueba de que se encontraba doblado sobre el asiento cuando los restos del helicóptero hicieron explosión.
Michael examinó una fotografía tras otra, comprobándolas y comparándolas. No era de extrañar que hubiera tanta cautela alrededor del accidente. No era de extrañar que Murray y Rolbein hubieran topado con un muro de evasivas en el departamento de policía y en la oficina del forense. Él había visto aquella clase de «accidente» docenas de veces antes, en edificios incendiados y automóviles que habían sido pasto de las llamas.
No cabía la menor duda al respecto: alguien había matado a toda la familia O'Brien; y los había matado de una manera tan horripilante que era casi más de lo que Michael se sentía capaz de soportar.
Cerró los ojos durante un momento. Oyó varias sirenas estridentes que sonaban a coro en la calle. Luego, con determinación, recogió las fotografías, las puso todas juntas en un montón y las llevó hasta el aparador de imitación de estilo jacobino del doctor Moorpath. Abrió la parte frontal del mueble y conectó el fax. Rápidamente marcó el número de su propio fax en Plymouth Insurance. Hacía rato que tenía la boca seca, pero ahora la sequedad se le acentuó todavía más. Las manos no dejaron de temblarle mientras insertaba la fotografía del decapitado cuerpo de John O'Brien y se ponía a esperar la primera transmisión.
El fax emitió un chirrido, gorjeó y aceptó la llamada. Michael notaba el sudor cada vez más frío en su espalda. La primera fotografía pasó lentamente por el escáner. A él le pareció que tardaba horas. Comenzó a tamborilear con los dedos sobre el borde del aparador y rezó en voz baja para que el doctor Moorpath no regresara hasta que él hubiese terminado.
Justo cuando la primera transmisión ya había terminado y Michael estaba sacando la fotografía, la puerta del despacho se abrió de golpe y apareció un médico negro y alto vestido con una bata blanca.
– ¿Y el doctor Moorpath? -preguntó perplejo.
– Abajo, en urgencias -repuso Michael.
El médico echó una ojeada por el despacho. Luego dijo:
– ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?
Michael le señaló el fax con un movimiento de cabeza.
– Mantenimiento -dijo.
– Oh… -aceptó el médico-. De acuerdo.
Y se marchó cerrando la puerta tras de sí.
Con toda la rapidez de que fue capaz, Michael insertó una segunda fotografía en el fax.
Tardó casi quince minutos en transmitir las once fotografías, Pero el doctor Moorpath no regresó de urgencias hasta al cabo de media hora, y para entonces él ya había desconectado el fax y había vuelto a meter las fotos en el sobre.
– ¿Todo va bien? -le preguntó Michael.
– Eso de ahí afuera es como el Vietnam -dijo el doctor Moorpath. Se acercó al mueble bar y se sirvió otro escocés largo. Se lo bebió de tres tragos y luego tosió.
– Quizás sea más conveniente que yo vuelva mañana -sugirió Michael.
– Sí. ¿Por qué no? Ponte de acuerdo con Janice en la hora. Creo que estoy libre a partir de las cuatro.
– Eso haré. Gracias por su tiempo.
Michael le estrechó la mano al doctor Moorpath y, durante una fracción de segundo, éste le dirigió una mirada penetrante a los ojos y frunció el ceño.
– ¿Te ocurre algo, Michael? -le preguntó apretándole todavía con fuerza la mano.
– No, nada. Sólo estoy un poco cansado, eso es todo. He perdido la costumbre de trabajar de nueve a cinco.
El doctor Moorpath siguió sin soltarle la mano durante unos instantes; Michael advirtió que el médico sospechaba algo, pero resultaba evidente que no sabía qué.
– Cuídate -dijo por fin. Y se acercó a la mesa y cogió los sobres de fotografías.
– Oh… una chica vino justo después de que le vinieron a buscar, y ha dejado eso para usted.
El doctor Moorpath examinó las etiquetas.
– O'Brien -dijo mientras cogía el último sobre-. Éstas estaba esperándolas.
– ¿Va a permitirme usted verlas? -le preguntó Michael descaradamente.
El doctor Moorpath hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Todavía no. Todo a su tiempo.
Michael se encogió de hombros y salió del despacho cerrando la puerta sin hacer ruido tras de sí.
Patrice Latomba se terminó los cereales de pasas y frutos secos y dejó el bol encima de la pila del fregadero, con los demás cacharros sucios. Separó las persianas con los dedos y se quedó observando un rato por la ventana cómo se elevaba el humo. Había cierta calma en los disturbios. La policía había rodeado la mayor parte del vecindario, pero los bomberos se habían mantenido alejados y habían dejado que los incendios se apagasen por sí solos, y únicamente un helicóptero o dos pasaban de vez en cuando haciendo círculos, algo muy distinto de los enjambres que habían estado rugiendo en lo alto el día anterior durante horas y horas, hasta el punto de que Patrice creyó que iba a volverse loco. Verna se había escondido detrás del sofá de vinilo blanco y había estado chillando sin parar con toda la potencia que tenía en la voz.
No se le podía reprochar. Había contemplado cómo disparaban al pequeño Toussaint delante de sus propios ojos. Él no había visto el cuerpo, pero sí el cochecito, una carcasa destrozada con un colchón de espuma hecho jirones, empapado en sangre de tal manera que parecía una tarta de cabello de ángel de fresa. Un médico blanco le había dicho algo en voz tan baja que no había podido entenderlo. Pero luego un enfermero negro le había repetido las palabras del médico con horrible claridad.
– Nadie hubiera podido sobrevivir nunca a aquel disparo, ni siquiera Mike Tyson. Lo único que podemos decir es que no se enteró de nada. De nada en absoluto.
– ¿Ningún dolor? -le había preguntado Patrice; y el enfermero había movido con énfasis la cabeza de un lado al otro negando, y aquello había sido lo peor de todo. A Toussaint tenían que haberlo herido de una manera tremenda para que el enfermero estuviera tan seguro al respecto. Patrice se había marchado y una vez en el aparcamiento del hospital había estado aullando, chillando y llorando como un lobo herido.