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– «El negro americano nunca puede dejar de luchar -repuso Patrice con voz inexpresiva citando un pasaje de Identidad negra-. El negro americano tiene que luchar y luchar y luchar todos los días de su vida, sólo para conservar lo que ya tiene; y ni digamos para ganar algo más.»

– ¡Pero no ahora, Patrice! -le suplicó Verna con los ojos empañados en lágrimas-. ¡No ahora y no así, y no por culpa del pequeño Toussaint!

Patrice movió la cabeza de un lado a otro, de forma rápida negativa, como un perro que estuviera sacudiéndose de encima una avispa. Oyó el chirrido de unos neumáticos en la calle y, a lo lejos, el pesado e insistente traqueteo de un rifle de largo alcance, tres disparos en total. Odiaba a los blancos más de lo que podría llegar a expresar nunca. Detestaba a los que le ponía mala cara, y no podía soportar a los que le miraban sin prestarle atención y a los que sonreían e intentaban ser cordiales. Si Boston ardía de punta a punta, él le enseñaría al hombre blanco de una vez por todas que sus días de supremacía estaban contados, y se sentiría lleno de regocijo y contento.

– Patrice -le suplicó Vefha-. ¡Éste no es el camino! ¡Queremos justicia, no venganza!

– ¿Ah, sí? ¿La justicia de quién? ¿Su justicia?

– Patrice, hazlo por mí. Esto no va a solucionar nada. Patrice, por favor… si no es por mí, hazlo por el pequeño Toussaint.

Patrice sabía que su esposa tenía razón. Saquear y provocar disturbios sólo iba a servir para empeorar aún más las cosas. La causa de Identidad negra ya había perdido la poca simpatía pública que hubiera podido tener. Y tras unos días de incendios, disparos y vandalismo contra la propiedad, ¿dónde encontrarían un jurado que estuviese dispuesto a declarar culpable al inspector Brossard de algo más que negligencia? Si es que llegaban a juzgar al inspector Brossard alguna vez. Lo más probable era que el jete de policía le echase un rapapolvo y luego lo invitase a una copa en el Brendan Behan Club donde se morirían de risa contando chistes que trataran de hacer saltar por los aires a bebés negros.

– No sé… -le dijo a Verna-. Tengo que pensarlo.

En aquel momento llamaron al timbre de la puerta. Se miraron inquisitivamente, pero luego Patrice dijo:

– Será Bertrand, quiere que me reúna con un hermano de Los Ángeles. Por lo visto ayudó a hacer estallar aquel asunto de Rodney King.

– Patrice -repitió Verna-. No más peleas, te lo suplico por el corazón roto de nuestro hijo muerto.

Patrice tenía razón: era Bertrand, un tipo nervioso, saltarín y con trenzas rastafarianas; llevaba unas gafas tan negras como el carbón y una chaqueta vaquera de ante de color carmesí con flecos. Pero Bertrand venía por otro asunto.

– Matthew Monyatta quiere verte, tío.

– ¿Matthew Monyatta? ¿Qué hace él por aquí abajo?

– Estuvo aquí anoche, tío; te buscó, pero nadie sabía dónde estabas. Dice que quiere hablar contigo de lo que está pasando.

Patrice le echó una mirada rápida a Verna y luego miró otra vez a Bertrand.

– ¿Dónde está? ¿No puede venir aquí?

– Está esperándote en el Palm Diner. Dice que no va a esperarte mucho.

– ¿Por qué no sube aquí?

Bertrand no contestó, pero ambos sabían muy bien cuál era la respuesta. Era una cuestión de categoría, cuestión de protocolo. La calle Seaver era territorio de Patrice Latomba, pero Matthew Monyatta era un hombre de estado de más edad, y Patrice tenía que mostrarle respeto.

– ¿Y el otro hermano? -quiso saber Patrice.

– Ése puede esperar -le dijo Bertrand.

– De acuerdo, entonces… Vamos a estirar las piernas.

Patrice le dio a Verna un beso rápido, le apretó la mano como para asegurarle que tendría cuidado y salió del apartamento. Unos segundos después volvió a abrir con la llave y le advirtió a su esposa:

– ¡No te olvides de poner la cadena! ¡Y no le abras la puerta a nadie!

Volvió a cerrar la puerta de golpe, pero segundos después la abrió de nuevo. Verna lo oyó cruzar el cuarto de estar, abrir el cajón del buró y sacar algo que tenía un sonido metálico. Sabía lo que era: la pistola automática del 34.

Matthew Monyatta se encontraba sentado en la parte trasera del Palm Diner. Iba ataviado con una gorra de terciopelo marrón y una amplia chilaba del mismo color. El restaurante estaba oscuro, porque, después de que la multitud había roto todas las ventanas, habían tenido que taparlas con tablones; aun así, había veinte o treinta jóvenes jugando a las cartas, fumando y riendo, y Kenny, el propietario, continuaba sirviendo costillas a la brasa y pollo frito al estilo del sur; el ambiente retumbaba con el ritmo de la música reggae.

– Cuánto tiempo, Matthew -dijo Patrice a modo de saludo mientras se acercaba con la mano tendida. Matthew permaneció con los brazos cruzados. Miró a Patrice de arriba abajo con cauto reproche-. ¿Qué pasa, tío? -Patrice se detuvo y giró sobre sus talones-. No hay necesidad de que la tomes conmigo, ¿eh? Ya sabes lo que esos hijos de puta le han hecho a mi hijo.

– Lo he oído y lo siento.

– ¿Lo sientes? ¿Lo sientes? Si lo sintieras de verdad, no habrías venido hasta aquí para traer algún recado de cualquiera de esos fantasmas.

– ¿Traer recados? -repitió Matthew con voz exigente-. Me conoces bien para saber que yo no hago eso. Yo no le hago recados a nadie, ni fantasmas ni hermanos, a nadie. Yo trabajo por el orgullo negro, trabajo por la identidad negra y trabajo para que el hombre negro tenga un lugar en la historia; ¿cómo le llamas tú a esto? Quemáis vuestras casas, saqueáis vuestras propias tiendas, jodéis vuestro propio barrio, y luego os quejáis de que os molestan, de que os oprimen, de que nadie os da una oportunidad. Han matado a tu hijo, tío, eso ha sido una tragedia, pero una tragedia así… no es más que un síntoma de lo que has consentido que suceda aquí, por tu propio descuido, por tu propia estupidez. Por tu propia y deliberada rebeldía.

– Has abandonado, tío -le dijo Patrice con aire de rechazo-. Estás completamente rendido.

– Siéntate -le pidió Matthew; pero Patrice permaneció de pie-. Muy bien, quédate así si quieres. Déjame decirte una cosa. Ayer vine hasta aquí para hablar contigo porque me lo pidió el alcalde y nadie pudo encontrarte. Estabas por ahí haciendo el salvaje, ¿verdad? Querías ver unas cuantas hogueras ardiendo, ¿eh? Querías ver todo el cielo iluminado, para que todo el mundo supiera que Fly Latomba estaba sufriendo y que Fly Latomba había sido víctima de un agravio. Bueno, pues yo vi el cielo iluminado y no me impresionó en absoluto. Pero aquí estoy otra vez, y quiero pedirte que todos estos juegos, todos estos desmanes y todo este maldito follón acabe de una vez; y con ello me refiero a que quiero que acabe ahora. Estás herido, ya lo sé, pero no hieras a tus amigos y a tu gente sólo para que sepan lo mal que tú estás pasándolo. Ahora ellos te miran a ti, Fly, como antes me miraban a mí. -Patrice sorbió por la nariz, un sorbido seco, como una nariz que esnifa cocaína; y miró a otra parte-. ¿Estás oyéndome? -le preguntó Matthew.

Patrice se dio la vuelta bruscamente y lo miró con furia, con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué eres tú, Matthew? ¿Algún maldito santurrón, o algo parecido?

Matthew bajó la vista y dijo con tristeza:

– Soy un negro, Fly, eso es lo que soy. Mi alma nació en Olduvai y mi cuerpo fue transportado hasta aquí.

– Tonterías -se mofó Patrice.

– Escucha, Fly… -dijo Matthew-. Lo he visto en las profecías… lo he visto en los huesos.

Bertrand empezó a ponerse nervioso. Para él, el nombre de Matthew Monyatta era legendario, como lo era para la mayoría de los negros jóvenes, pero no le gustaba el sonido de la brujería africana; no tan cerca de casa.